IUNA
 
número 11 | Mayo 2014
artículos
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SENTIDO POLÍTICO EN LA CONSTRUCCIÓN
DE DRAMATUR-GIAS CONTEMPORÁNEAS
(Notas para seguir pensando lo político en el teatro
y sus paradojas.)

Carla Maliandi (IUNA)

Para empezar estas notas me parece necesario asumir que la concepción que limita lo político en el teatro al tema de la obra o a la acción militante partidaria no fue del todo superada. Todavía existe de parte de un gran sector de la crítica y de la práctica teatral la presunción de que una obra es política cuando su tema está relacionado explícitamente con el ámbito de la política, es decir de lo que comúnmente llamamos la política.

Sin embargo el teatro independiente porteño producido en las últimas tres décadas de democracia ha invitado a cuestionarnos una y mil veces el sentido restringido que se la ha dado y, aún se le suele dar, al término teatro-político. El teatro independiente al que asistimos en Buenos Aires es un teatro que difícilmente se preocupe por el tema como elemento primordial y que tampoco alberga la ilusión de servir como un arma para la transformación social. Pero es un teatro que se arraigó en la experimentación y la búsqueda estética; y es en esa búsqueda que puede hallar su sentido político.

En estas notas propongo examinar posibles maneras de relación entre la dramaturgia y la política a partir de algunas generalidades observadas en las prácticas locales contemporáneas. Y me gustaría cruzar estas observaciones con un conjunto de lecturas filosóficas que pudieran poner esa relación en crisis.

Para pensar esto resulta interesante la lectura del filósofo francés Jaques Rancière, ya que abre la posibilidad de establecer nuevas relaciones entre arte y política. En principio Rancière no entiende lo político en el sentido común de posesión del poder, ni en el de la lucha por alcanzarlo, sino que lo entiende como "configuración de un espacio específico" refiriéndose a los modos de organización social. Sólo aquellas prácticas que producen un extrañamiento con nuestros modos de organizar el espacio y habitar el tiempo e implican algún modo de reorganización son políticas. Con esto se rechaza también la idea de política entendida como un proceso de transformación en que las estrategias de los oprimidos son decididas por un grupo de expertos. Rancière ve en la política un dispositivo no regulado por los esquemas establecidos de reparto social; un proceso experimental o performático y no teórico o cognitivo. (Es interesante entonces pensar también que en este sentido no existiría una filosofía política ni un teatro político sino una experiencia política.)

Cuestionada entonces la concepción tradicional de lo político, podemos pensar que en el teatro porteño que se afianza en los años 90 (una época marcada por la apatía política que el neoliberalismo causó en muchos ámbitos), las búsquedas estéticas rupturistas de un teatro representativo y militante fueron también una forma de hacer política. Es en este proceso experimental donde se configura lo sensible. El problema no concierne a la validez moral o política del mensaje trasmitido por el dispositivo representativo sino que concierne a ese dispositivo mismo.

Rancière distingue dos grandes teorías postutópicas: la primera, según él preferida por algunos filósofos del arte, propone aislar radicalmente la investigación y la creación artística de las utopías estéticas, y recurre con frecuencia al concepto kantiano de lo sublime. Lo hace ya sea considerando la fuerza concreta de la obra como un ser-en-común que precede a toda determinación política, o bien distanciando al máximo lo ideal de lo sensible, pero en todo caso separando lo estético de cualquier proyecto de emancipación colectiva. La segunda teoría, según él preferida por artistas y por profesionales de las instituciones artísticas, se aparta de la cuestión utópica y recomienda un arte modesto, que no pretende transformar el mundo ni afirmar la singularidad de sus objetos, sino simplemente redisponer los objetos y las imágenes del mundo cotidiano, aunque con cierto sentido lúdico.

Ambas teorías postutópicas son según Rancière "fragmentos de una alianza rota entre radicalismo artístico y radicalismo político" [1]. Provienen de la relación "estética" entre arte y política, con la diferencia de que mientras la primera teoría enfatiza la fuerza propia del arte, la segunda esboza una micropolítica. Pero una y otra reafirman la función comunitaria del arte: una "forma inédita de reparto del mundo común". Se vinculan también en el propósito que las guía: mostrar el presunto carácter pre-político del arte, que transmite mensajes y sentimientos distintos a los de la política, tanto sobre el mundo como sobre la sociedad; sin embargo implican asimismo una politicidad sui generis, caracterizada "por el tipo de tiempo y espacio que establece"[2]. El arte se vincula con la política por el modo inédito en que distribuye el espacio material y simbólico.

Este modo inédito de distribución de lo sensible en el teatro independiente que se afianza en los `90, también encuentra su forma en estos desplazamientos.

- La figura del autor empieza a cuestionarse como lugar de poder, y algunas obras con textos precarios o sin él prueban que el real acontecimiento teatral se juega en la organización de los cuerpos en el espacio. (La llamada dramaturgia del actor, cuando se presenta como fenómeno en la post dictadura, cobra una especial relevancia. Este recurso posiblemente tan viejo como el teatro, había tenido lugar en los sótanos under de los 80 y continúa hasta hoy. El actor ya no es un intérprete más o menos virtuoso, sino un compositor, y sabe que mucho de lo que acontece en las funciones de una obra no aparece en el texto. Es un actor que propone desde la imagen, aprovechando su cuerpo como constructor de dramaturgia que puede también devenir texto.)

- En las formas alternativas de construcción de dramaturgia existe una mirada política, pero nunca se expone a través de la denuncia ni de lo que comúnmente se entiende como crítica social; esta mirada surge en cambio atravesada por una suerte de traducción poética. Cuando el discurso cae en lugares comunes del realismo, es para romperlos evitando cualquier forma de solemnidad.

- Existe una dramaturgia que también se arraiga fuertemente en su producción textual. En estas construcciones el problema del tema se vuelve secundario frente al problema de la creación de formas, (es decir al procedimiento.)

Rafael Spregelburd propone una clasificación muy interesante de estas formas procedimentales[3]. Valoro los elementos de esta poética no sólo porque han acompañado una producción dramatúrgica significativa sino porque intentan conscientemente sistematizar un modelo de funcionamiento del signo ideológico.

Incluiré aquí parte de esa clasificación e intentaré analizar cuál es la relación que guarda con lo político cada una de esas formas:

El procedimiento de la huída del símbolo : Se trata de evitar toda posible lectura simbólica. Es un procedimiento que el autor hace con plena conciencia. La idea básica es que el producto artístico es más real que lo real. No es signo de otra cosa, es la cosa.

Pareciera haber en este procedimiento un corrimiento hacia lo fenomenológico. Pero, con respecto a la idea de la política como instancia constitutiva de lo teatral, el procedimiento intenta superar la concepción de lo teatral como mera transportación hacia otra cosa que no es la obra en sí. Esto implica una peculiar valorización del hecho teatral en sí y como parte integrante de la realidad histórico- social en donde se gesta.

No se trata, en definitiva, de que la institución teatral deba cumplir alguna misión social, ni tampoco son ahora los tiempos en los que el teatro debe decir, en clave metafórica, lo que no se puede expresar públicamente. Ya que el espacio de la política democrática está clausurado, como ocurrió, paradigmáticamente, durante el teatro de la dictadura. El teatro posterior se basa en textos que ya no pretenden ser metáfora de lo que no se puede decir expresamente.

El procedimiento de la multiplicación de sentido: Es un problema básicamente lingüístico. Si la poesía dice con palabras aquellas cosas que las palabras no pueden decir, el teatro intenta decir con situaciones lo que esas situaciones no pueden decir. Este "querer decir" nos enfrenta con el problema del lenguaje, que es una herramienta fabulosa de la humanidad, pero que también sirve fundamentalmente para tapar un vacío: este vacío es el de lo desconocido, el de las experiencias para las que el hombre no conoce palabra en ninguna lengua. El arte recrea las operaciones lingüísticas para recordarnos que en ese vacío están las respuestas que motorizan nuestro deseo. Lo que el autor entiende por "sentido" no es lo que normalmente entendemos por sentido. El sentido es la parte en blanco del acontecimiento cognitivo o percéptico, esa pantalla blanca sobre la que se proyectan los significados. El significado está asociado a las formas, a las figuras, al orden. El sentido, a lo informe, al fondo, al caos. Es necesario que el sentido no sea percibido para que sirva de soporte a las formas. Entonces el creador trabaja con formas, pero quiere apuntar a ese sentido que está detrás, y que necesariamente debe permanecer velado. Según este procedimiento, si el sentido se hiciera presente, no lo reconoceríamos como tal sino como una nueva forma y buscaríamos otra vez detrás de ésta para ver cuál es el sentido detrás del Todo.

Esta distinción entre significado y sentido también resulta relevante aquí. El artista en general y el dramaturgo en particular, aunque se vale del lenguaje, aumenta o multiplica su capacidad. Ya que no lo restringe a sus elementos formales; más bien lo convierten en indicador de un sentido que está más allá del significado expreso, y que no sólo no depende de ese significado, sino que es su condición oculta. No se trataría de metaforizar si no de posibilitar una experiencia o vivencia inefables. También esto resulta uno de los recursos políticos del teatro.

El procedimiento del atentado lingüístico es sobre todo el del atentado al paradigma causa-efecto: No se atenta contra la lengua en la obra sino y permanentemente contra el lenguaje de la obra, para demostrar que el soporte es justamente eso: lenguaje. Estas operaciones aumentan el peso del Sentido. En la catástrofe, los acontecimientos se aceleran hasta el punto de que los efectos preceden a las causas, y el evento catastrófico deja de ser signo de otro evento y se convierte en pura presencia inexplicable y tensada ante nuestro pensamiento. La catástrofe sumerge nuestros sentidos y nuestra percepción del mundo en una crisis lingüística, y ante ella creemos intuir la finitud, lo innombrable, el destino, y nuestro sentido último: la razón de nuestra propia muerte.

Entonces, la ampliación de la capacidad lingüística transforma en este procedimiento los usos habituales del lenguaje. La aceleración de los acontecimientos, propia de la "catástrofe", se traduce en una especie de abolición de los significados y nos pone en presencia de aquello que nos atañe íntimamente aunque no pueda explicarse con palabras; quizá de modo semejante a lo que ocurre en la música - o, al menos, en algunas obras musicales - pero sin abandonar el instrumento lingüístico como tal.

El procedimiento de la fuga del lenguaje : Un mensaje basa su poder comunicacional en la cantidad de chances de transmitirse con el menor "ruido" posible. No hay mensaje en el arte. No hay comunicación en el sentido estricto según el cual comunicar algo es decir "esto" para que se entienda "esto", y no "aquello". En ese último caso, la comunicación falla. Sin embargo el arte alimenta su brasa de esta falla. Porque no hay comunicación, sino contagio. Sólo lacerando la mecánica de un mensaje nos liberamos de él para entregar, al mismo tiempo, al menos dos cosas: el mensaje y su desviación.

Podría decirse entonces, que lo político en el arte es la ejecución artística misma -en el teatro, el texto dramatúrgico y su representación escénica, conjuntamente con la contemplación del público -. Ese "contagio", del dramaturgo al actor, del actor al espectador, consiste la función política teatral.

Estos procedimientos que la dramaturgia de post dictadura experimenta, estos espacios políticos que se configuran en la palabra ,son parte de los elementos que ponen al descubierto la limitación que existe en considerar políticos sólo a aquellos contenidos del teatro militante.

Pero en contraposición con esa denominación restrictiva, podemos encontrar también esa otra tendencia que suele declarar que todo teatro es político. Esta afirmación en general intenta desenmascarar a aquel teatro que se pretende inofensivo, de entretenimiento, pero que reproduce ideas de marcada tendencia derechista.

Podríamos argumentar largamente que la pretendida apoliticidad en el teatro y en cualquier disciplina artística es una ilusión. Ahora bien, a partir de la lectura de Rancière también podemos cuestionarnos esta idea, ya que no siempre hay política como no siempre hay arte. Cabría discutir entonces si ciertas prácticas artísticas actuales, (aquellas que reproducen las estrategias ya legitimadas del teatro de los ´90), hacen teatro político: "sólo aquellas prácticas que producen un extrañamiento con nuestros modos de organizar el espacio y habitar el tiempo, e implican algún modo de reorganización, son políticos."

Si las búsquedas estéticas actuales se aferran a la eficacia de una fórmula aceptada, la discusión sobre los contenidos políticos se reactiva. Si quienes antes conseguían generar en el teatro una experiencia política, (opuesta a las concepciones dominantes de política) han quedado entrampados en una estructura que inmoviliza esta experiencia, y si tampoco se admiten otras formas de transformación social válidas en los `60 y `70, ¿por qué hablaríamos hoy de "teatro político"?

El rechazo que hasta hace poco se tuvo, a los modelos del teatro militante, tal vez, ha impedido o ha alejado la posibilidad de reconocernos en ese teatro. (Más allá de sus textos más o menos valiosos, hablo de la imposibilidad de reconocernos en la intención utópica de un arte transformador). En su libro El espectador emancipado Rancière observa que los artistas contemporáneos (él aquí no habla de una disciplina artística en particular) en sus obras critican tanto al sistema como a la ilusión de transformarlo. ¿Se puede volver a una concepción del arte como proyecto transformador dirigido a todos, a cualquiera?

Pareciera que esta idea considerada decrépita hasta hace muy poco es puesta de nuevo sobre el tapete. Hoy podemos observar una renacida tendencia a la legitimación del arte político, un renovado interés por asuntos que hasta hace poco eran considerados fósiles enterrados.

La voluntad de re-politizar el arte se manifiesta en prácticas muy diversas. Pero llama la atención particularmente la cantidad de convocatorias y concursos institucionales a presentar obras artísticas, muchas en el campo del teatro y la dramaturgia, con determinadas consignas políticas entendidas con fines útiles: mantener viva la memoria, denunciar la discriminación, aportar herramientas creativas para inclusión, etc.

Sin poner en duda las mejores intenciones de estas convocatorias, estas formas vuelven a pensar la condición política del arte en términos ya superados por las mismas prácticas artísticas.

Posiblemente parte de esta paradoja y contradicción es que quienes desconfiamos de la utilidad del arte en esos términos también festejamos estos espacios culturales, muchos de ellos históricamente reaccionarios.

La pregunta sigue siendo: ¿Podría existir hoy una manera de hacer dramaturgia, teatro o arte transformador, revolucionario? Algo sabemos o intuimos: aquella dramaturgia escrita con la esperanza de servir como despertadora de conciencias, como defensora de derechos que la ideología dominante atacaba o reprimía no puede volver a existir como lo hizo en los `70. En principio porque el poder ya no sostiene valores conservadores.

En entrevista concedida a José Fernández Vega[4] el filósofo esloveno Slavoj Zizek afirma: En cierto sentido el control del arte, y especialmente de la literatura, evidencia la creencia de los burócratas de que el arte importa. Tenían respeto por él. En términos sencillos: bajo el comunismo el trabajo intelectual o artístico tenía importancia; lo que se decía era controlado. En el capitalismo podés decir lo que quieras, pero no tiene ningún efecto .

El desafío para pensar lo político es doble: ya sabemos que nadie necesita que otro venga a explicarle de qué manera es oprimido, que lo ficticio está justamente en ese régimen que separa a los capaces de los incapaces. Por otro lado no existe un aparato sensorial que pre exista a la distribución de lo sensible, modelos o contra modelos que reproducir.

La producción de dramaturgia en el teatro independiente porteño actual es tan amplia que sería errado encasillar en un solo lugar iniciativas políticas que son tan heterogéneas. Y como todo fenómeno contemporáneo, tiene algo de inasible. Pero es necesario abrir espacios de discusión que intenten ir más allá de los enfoques tradicionales, sobre todo desplegar esa posibilidad entre quienes estamos dedicados a la práctica, sin juzgar espacio de práctica y espacio de reflexión como campos enemistados o extraños. Tal vez la politización empiece por romper esa barrera.



[1] Rancière, Jacques, Sobre políticas estéticas, Barcelona, Museu D'Art Conemporani, 2005, p- 16

[2] Ibíd., p. 17.

[3] Apuntes tomados en el taller dictado por R.S en la Maestría en Dramaturgia del I.U.N.A

[4] Fernández Vega, José. Formas Dominantes, Buenos Aires, Alfaguara, 2013.

 
 
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