Lo abierto. El hombre y el animal, de Giorgio Agamben. Buenos Aires, Adriana
Hidalgo editora, 2006. 180 pp.
Liliana B. López (IUNA)
Giorgio Agamben (Estancias: la palabra y el fantasma en la cultura
occidental, El lenguaje y la muerte, Homo sacer, Lo que queda de Auschwitz, Infancia
e historia, Estado de excepción, Profanaciones, son algunas de sus destacadas
publicaciones), en este pequeño volumen retoma y amplía algunos de los problemas
ya planteados en el ensayo "La inmanencia absoluta", publicado en 19961.
En Lo abierto sus reflexiones sobre el biopoder aparecen focalizadas en la
relación humano-animal a lo largo de veinte breves capítulos: cada uno de
ellos ilumina ese oscuro e inquietante vínculo.
El recorrido se abre y concluye (aunque sin cerrarse) con la referencia
a la miniatura que ilustra una Biblia hebrea del siglo XIII2
La imagen, conocida como "el banquete de los justos", presenta a éstos con cabezas
de animales, y Agamben la instala como un enigma que se irá develando fragmentariamente,
al denunciar el trazado de la configuración occidental de un dispositivo que denomina
la máquina antropológica, una figura que no oculta la impronta deleuziana.
El mayor atractivo de la red conceptual que arma la lectura de
Agamben, consiste en que anuda filosofía, religión(es), creencias y prácticas gnósticas,
arte, ciencia y política. Las lecturas divergentes de la negatividad hegeliana realizadas
por Kojève y Bataille no pueden disociarse del marco de la segunda guerra mundial,
que para el primero de ellos anuncia el inicio de la post-historia en el devenir
animal del hombre (aunque la experiencia japonesa, a través de prácticas estrictamente
formalizadas como el teatro nôh, el ikebana y la ceremonia del té, lo llevan a Kojève
a revisar su postura).
El concepto de vida según Aristóteles será señalado aquí,
por un lado, por la ausencia de definición, y por otro, por la división y articulación;
es esta operación de separación, la que permite a Agamben conectarlo con el surgimiento
del biopoder en el siglo XVII, cuando el hombre es pensado como el resultado
de divisiones y cesuras incesantes.
Antes de eso, los teólogos medievales enfrentaron otros problemas,
derivados de sus propias creencias, como los del destino de los cuerpos de los resucitados.
Santo Tomás de Aquino aplicó una tajante "solución": todas las funciones animales
debían cesar (como residuos sin redención), dejando paso a la vida exclusivamente
contemplativa. La afirmación de Aquino sobre la única función de los animales -ofrecer
al hombre un conocimiento experimental- le permite a Agamben hacer una conexión
con la experiencia de los campos de concentración, que borraron el límite de lo
humano.
El desarrollo de las ciencias, especialmente de la biología, volvieron
a suturar la escisión entre lo humano y lo animal: la taxonomía de Linneo presentaba
más similitudes que diferencias entre el Homo sapiens y el mono. La máquina antropológica,
puesta en marcha desde el Humanismo, a fines del siglo XIX revela una discriminación
fundamental entre el hombre y el animal: el lenguaje. Como la máquina de rostridad
deleuziana, este dispositivo funciona primariamente como un mecanismo de exclusión:
el filósofo nos plantea el imperativo de conocer su funcionamiento como condición
para desmantelarla.
De la biología que puso el acento en el ambiente (Umwelt),
el camino conduce a Heidegger y su posición ante esta problemática: el aturdimiento
propio del animal resulta confrontado con el aburrimiento del humano.
El arte (la poesía, la plástica) puede resultar revelador en este punto: lo abierto
de la Elegía VIII de Rilke, plantea la disyunción de su estatuto: el animal
para el poeta, es el que ve lo abierto, mientras que para Heidegger, el animal jamás
puede verlo. Las dos pinturas de Tiziano, configuran la representación del ocio.
El fin de la historia anunciado por Kojève se manifiesta en los
totalitarismos del siglo XX, cuando el humano ha devenido nuevamente animal. Desde
un presente regimentado por la economía, en un mundo despolitizado, la pregunta que se suscita
es, entonces, por la entidad de las tareas pendientes.