Entre documento y espectáculo. El videoarte contemporáneo
Rodrigo Alonso (UNA/UBA)
Teatralidad y performatividad
En un texto hoy famoso publicado en 1967, [1] el crítico norteamericano Michael Fried alertó sobre un cambio radical que venía produciéndose en el campo de la escultura, y que amenazaba con contaminar al resto de las producciones artísticas. Reflexionando sobre los objetos minimalistas, el teórico advertía el progresivo abandono de la autorreferencialidad propia de la obra de arte moderna, en favor de un nuevo producto ambiguo, mundano y temporal, caracterizado por su flagrante teatralidad. La experiencia desinteresada e intemporal de la tradición estética era reemplazada de esta forma por una cualidad ordinaria, peligrosamente próxima al espectador, incapaz de conducirlo hacia el sentir trascendente. En cambio, lo perpetuaba en su estado terrenal, negándole la elevación estética construida a lo largo de los siglos.
Los artistas minimalistas fueron los primeros en aplaudir las palabras del crítico. Su objetivo era, justamente, exceder los límites del campo artístico aproximando la experiencia estética a la vida cotidiana. Sin ser los primeros ni los últimos en lograrlo, propiciaron un arte que interpelaba directamente al espectador, que lo hacía consciente de su lugar en el mundo, que no pretendía abstraerlo de su entorno sino, al contrario, afirmarlo en él.
Desde entonces, la teatralidad ha sido una de las características más relevantes del arte contemporáneo. Receloso de la mimesis, la autonomía y la representación, su práctica involucra con frecuencia una multiplicidad de referencias culturales, políticas y sociales, que apelan tanto a la emoción como a la reflexión, a la sensorialidad como a la mirada analítica. No es casual que bajo su égida se desarrollen la performance y las diferentes variantes del arte de acción, como así también, las propuestas participativas, relacionales e interactivas. Esta cualidad y este contexto nos permiten comprender algunos lineamientos del videoarte, una producción que surge de manera simultánea y que se enrola definitivamente en esta corriente.
A diferencia del cine – su pariente cercano – el videoarte ha rechazado siempre la verosimilitud narrativa y la impresión de realidad [2] que otorgan al universo ficcional de la pantalla una autonomía y una lógica propias. Esos dispositivos discursivos, que están en la base de la diégesis cinematográfica, de sus relatos y de sus géneros, construyen un mundo independiente, cerrado, que torna al público en espectador de un espectáculo que se desenvuelve ante sus ojos. El cine ha triunfado en la construcción de sueños y fantasías, en la elaboración de historias de ficción, e incluso en el desarrollo de una línea documental donde el espectador puede ver reflejada su realidad y su tiempo. Pero su estructura se basa en la creación de un espacio-otro, un sitio donde todo sucede más allá del observador, según esquemas narrativos que lo aíslan de su contexto inmediato trasladándolo al terreno de la ilusión.
El videoarte, en cambio, ha buscado con frecuencia romper la barrera de la pantalla y plantear el espacio electrónico como una continuidad del entorno del espectador. En esto se nota la influencia de los artistas de la performance, que se aproximaron al medio con sumo interés cuando éste era todavía muy joven. Para ellos, el video compartía con su práctica cierta inmediatez de la que el cine carecía. La posibilidad del ver rápidamente, e incluso de manera simultánea (mediante un circuito cerrado de televisión) lo que se registraba en su cinta, hizo que aquél se utilizara con frecuencia en la documentación de acciones, que luego fueron pensadas para su realización exclusiva para la cámara, dando lugar a lo que se conoce hoy como videoperformance.[3]
El reemplazo del espectador por la cámara en el registro de las acciones hizo que los artistas se relacionaran con ésta como si se dirigieran a aquél. En los videos resultantes se nota la construcción de un espectador implícito al que se apela de manera más o menos consciente. El artista norteamericano Vito Acconci es, quizás, quien mejor lo pone en evidencia. En algunas de sus cintas, como Theme Song (1973), el público es convocado literalmente a introducirse en el espacio electrónico, despreciando el límite impuesto por la pantalla del monitor televisivo.
En sus videos y videoperformances aparece otro elemento clave para la producción de esa continuidad entre el espacio electrónico y el lugar del espectador: la frontalidad. Esta actitud que el cine evita por considerarla disruptiva para la construcción de la ficción fílmica,[4] aparece con frecuencia en el video, principalmente en el que esgrime algún carácter performativo. Enfrentado a la cámara, el performer busca involucrar emocional y psicológicamente al público, aspira a disminuir la distancia entre ambos actuando como si no hubiera una separación entre el espacio dentro y fuera de la pantalla. Desde ya, esto no elimina el límite real entre ambos mundos; más bien, al contrario, lo hace explícito, promoviendo una reflexión sobre la imagen, el ámbito expositivo, el lugar del espectador y el acto de la recepción.
Escenarios
El arte contemporáneo tiene una predilección especial por las situaciones performáticas. Pensadas a veces como expresión o manifestación, y otras como intervención en sitios específicos, su presencia recurrente constituye una de las vías por la que se introduce la teatralidad en la producción artística actual.
El videoarte da cuenta de este hecho. En los años recientes, la experimentación con el lenguaje y el soporte electrónico dio paso a propuestas menos preocupadas por la investigación formal y cada vez más orientadas al desarrollo conceptual. A esto ha contribuido el cruce de la videocreación con las artes visuales, que produjo mudanzas y renovaciones tanto para aquélla como para éstas. Integrado a la batería de medios de los artistas contemporáneos, el video ha adoptado naturalmente este resurgimiento de la acción, aportando su creciente desarrollo tecnológico y su familiaridad con el público.
Pero en este último tiempo, la relación del espectador con las acciones que el video vehicula ha cambiado notablemente. Los performers que se aproximaron al medio en la década de 1970 otorgaban cierto carácter ritual a sus trabajos, un atributo que los transformaba en manifestaciones únicas que debían atesorarse. El espectador era llamado a ser testigo de esa acción, a presenciar un acto que se entregaba a sus ojos como la expresión de un fenómeno singular e irrepetible.
En cambio, el videoarte actual se presenta más bien como un espectáculo [5] – de ahí también su íntima afinidad con la teatralidad –. El público es convocado, seducido e interpelado por él, una y otra vez. Cuando se presenta como videoinstalación, la repetición constante de la cinta rompe toda singularidad para aproximarlo al recurrente mundo de las imágenes mediáticas. La intimidad que procuraba el performer de los setenta se vuelve aquí exterioridad pura. Importan los efectos, el estímulo visual pero también el intelectual. La atención se sostiene en una tensión que es a la vez narrativa y conceptual. Se espera que el espectador construya el sentido o lo deduzca de la (frecuentemente escasa) información que el medio electrónico provee. Se apela a su actividad como contracara de la que se desarrolla en la pieza.
A diferencia también de la videoperformance histórica, desarrollada por lo general en un ámbito cerrado, las acciones construidas para el video hoy despliegan un espectro más amplio de la puesta en escena. Cuando se realizan en un estudio, hay una construcción muy cuidada del espacio, un cierto grado de sofisticación. Difícilmente se percibe ese aire de espontaneidad o ensayo, palpable en los videos de Bruce Nauman o Marina Abramovic; cuando aparece, suele tratarse de una referencia o un recurso manierista. El ojo del futuro espectador parece mucho más determinante en la producción contemporánea; en él se prolongan la institución arte y su circuito. Ya no observador sino voyeur, ese ojo obtiene exactamente lo que busca: un espectáculo construido a la medida de su sed escópica.
Entre los escenarios preferidos por los artistas, el espacio público cobra cada vez mayor importancia. Dotado de resonancias políticas, sociales y culturales intrínsecas, su intervención reactiva – por lo general – los relatos ocultos y los conflictos latentes, para poner de manifiesto la delicada trama relacional de la vida comunitaria. Allí se concentra la historia y eventualmente se conjura un trauma. Allí conviven el pasado y el presente, la realidad y los anhelos, las apariencias y las dinámicas profundas.
La utilización del espacio público por parte de los artistas contemporáneos sigue unos objetivos muy diferentes a los establecidos por la tradición.[6] Históricamente, el arte público – en la tipología del monumento – estuvo destinado a embellecer la ciudad, a dotarla de objetos e imágenes relevantes, a disimular los conflictos en narrativas heroicas, coherentes e integradoras. Su instauración tenía una funcionalidad clara: suturar las heridas del pasado con un relato intemporal y universal capaz de trascender las tensiones operantes en la vida cotidiana de la urbe.
Durante décadas los artistas contribuyeron a esa pacificación aparente con sus obras. Pero los artistas contemporáneos reniegan de ese legado, presentando el espacio público como un terreno de luchas incesantes, de valores encontrados, de conflictos sin solución, donde la vida de la gente es atravesada una y otra vez por los intereses del Estado, las diferencias ideológicas y el capital, que impiden todo estado de felicidad definitiva. En la explicitación de este entramado problemático a través de los medios estéticos, los artistas han encontrado un nuevo sentido para su práctica, una vía que potencia el carácter reflexivo de la producción artística, dotándola de propiedades semánticas que permiten una aproximación singular al mundo y su devenir.
Esta operación sobre la realidad y sus múltiples sustratos, en la medida en que sólo persigue una intervención simbólica, se dirige al espacio público transformado en escenario. Aunque esté conformada por acciones reales ejecutadas sobre sitios reales, su poder reflexivo y evocativo sólo adquiere todo su sentido en el nivel del discurso poético. A diferencia de los artistas modernos, los contemporáneos no pretenden cambiar el mundo pero sí sugieren formas de repensarlo y, quizás, transformarlo.[7] Su trabajo se enrola en lo que podríamos denominar como una poética de lo posible, la construcción de alternativas imaginarias a las condiciones de existencia actuales que permiten conjeturar realidades y vidas optativas.
Estética y documento
Como medio flexible, fluido, contemporáneo, el video se halla en los espacios públicos pero también en los cotidianos, incluso en la intimidad. A diferencia del cine, que ha sido concebido desde sus orígenes como una atracción popular y colectiva, y prácticamente no ha abandonado ese camino, el video ha mutado en numerosas formas que lo han llevado a transitar por los sitios más dispares, del video musical al de alquiler, del videoarte a la publicidad, de las videoinstalaciones al videohome.
Esa versatilidad para multiplicar sus apariciones y formas de circulación lo ha hecho – finalmente – popular. Si en principio parecía un medio destinado a circunscribirse al ámbito televisivo, la aparición de las primeras cámaras portátiles a mediados de 1960 demostró que su destino no estaba allí, sino del lado de la vida misma.
Es revelador que tanto el videoarte como el video hogareño nacen al mismo tiempo y como consecuencia de ese hecho. Durante algunos años, ambos compartieron también ciertos objetivos y cierta estética: siguieron la vía del documento – las acciones de los performers, la vida familiar – y se refugiaron en entornos limitados y en alguna medida íntimos – el estudio del artista, la galería de arte, la cotidianidad.
No obstante, su rumbo estaba destinado a ser dispar. El videoarte tomó rápidamente la dirección de la experimentación formal para internarse en las posibilidades estéticas del medio electrónico, buscando la clave de su especificidad. Años más tarde incursionó en la formulación conceptual para orientarse, en una de sus vertientes más transitadas en la actualidad, hacia la exploración de la realidad y sus procesos, recuperando la capacidad de registro del soporte audiovisual. Este proceder se observa tanto en la captación directa de la realidad como en sus reconstrucciones y en las propuestas performáticas; en todos estos casos el video recupera su estatuto de vehículo mediador y documento medial.
El video hogareño, por su parte, tomó preferentemente la vía del recuerdo. Su función es más bien utilitaria. Como la fotografía, permite atesorar los momentos y capturar los acontecimientos que conformarán la historia personal o familiar, con la ventaja de incluir el tiempo que la fotografía neutraliza. Sin embargo, el videohome también ha configurado una estética, quizás una de las más reconocibles. En algún punto, todos los videos hogareños se parecen y eso, en definitiva, es lo que asegura su comunicabilidad y su valor social, lo que trasciende el hecho específico registrado para construir una semblanza comunitaria, histórica y acaso universal.
Frente a la homogeneidad que el video – y los medios en su conjunto – adquiere a través de su uso social cada vez más generalizado, el videoarte mantiene una singularidad radical. Pero esa singularidad no está dada por sus propiedades estéticas, como se pensaba en los tiempos de las exploraciones formales – de hecho, la mayoría de los videos realizados durante ese período terminaron pareciéndose mucho, por la utilización de los procedimientos y efectos estándares inscriptos en una tecnología que se estabilizó con rapidez –. Más bien, podríamos decir que la singularidad del videoarte contemporáneo descansa en gran medida en la particularidad de las realidades y los acontecimientos a los que dirige su mirada. Dicho rápidamente, es una singularidad situacionista, fundada en el acercamiento personal a unos hechos y circunstancias situados histórica, social, política y culturalmente de manera única. De la confluencia de la mirada artística con el registro de esos eventos surge el modo de producción característico de una buena parte del videoarte reciente.
Esta vertiente otorga una importancia especial al uso del video como documento: documento de una realidad, de una acción, de una intervención, de un proceso. Es curioso que en momentos donde la omnipresente manipulación de los medios pone en cuestión todo valor documental, los artistas se vuelquen con insistencia a esa actividad. Sin embargo, esa curiosidad no es tal, porque en manos de los artistas el registro documental ha dejado de ser un procedimiento inocente. Su uso no busca reflejar una realidad que se sabe atravesada por múltiples intereses y distorsiones, ni ignora que el registro mismo, por más desinteresado que pretenda ser, constituye una injerencia sobre su objeto. En el videoarte, la inscripción documental registra las intervenciones del artista sobre su contexto, su perspectiva, su mirada particular, su forma de aproximarse a los espacios, hechos y personas con los que interactúa o va a interactuar, su posicionamiento crítico. No registra ni una observación objetiva ni una subjetividad, sino el resultado de un accionar concreto sobre el entorno o acontecimiento que se busca analizar.
Una inspección rápida de los “documentos” del videoarte contemporáneo es suficiente para advertir que lo que el artista expone se manifiesta más allá de lo que podemos ver. A veces es necesario, incluso, recurrir a información accesoria que nos permita comprender aquello que estamos observando. Una pieza como Returning a Sound (2004), de Jeniffer Allora y Guillermo Calzadilla, puede servir como ejemplo. El video muestra a una persona que recorre un territorio en una motocicleta que tiene adosada una trompeta a su caño de escape; el dispositivo produce un sonido que acompaña al viajante a lo largo de todo su recorrido. El sentido de la acción es prácticamente incomprensible sin algunos datos adicionales. La travesía se lleva a cabo en la isla de Vieques, Puerto Rico, un sitio que las fuerzas armadas de los Estados Unidos utilizaban para la realización de pruebas militares desde la década de 1940. En 2003, los ciudadanos locales lograron que esas pruebas cesaran y que los marines se retiraran. La intervención de Allora y Calzadilla es, de esta manera, una especie de sinfonía triunfal, una operación que celebra la reapropiación del territorio a través de una acción poética, de marcadas resonancias políticas y simbólicas. Aunque desde un punto de vista descriptivo es la mera documentación de esa acción, desde la perspectiva conceptual de la pieza, el registro es apenas un elemento evocador de una operación que excede las posibilidades del documento.
Políticas de lo visible. Dar a ver
Si algo caracteriza a las prácticas artísticas contemporáneas es su creciente conciencia sobre la mediación de los soportes y dispositivos que las vehiculan. Esto ha llevado a los artistas a formular diferentes estrategias para la confección de sus piezas, la negociación del sentido, la modulación de lo visible y lo no evidente, de la percepción y lo que puede escapársele. Para algunos realizadores, no se trata sólo de mostrar sino de dar a ver. Así, el videoarte ya no busca únicamente inscribir un referente sino, más bien, aspira a ponerlo a consideración y someterlo a examen, activando la mirada analítica y crítica del observador.
La obra Oríllese a la orilla (2000), de Yoshua Okón, presenta esta tensión entre lo visible y lo que se da a ver de una manera particular. La pieza muestra a policías desenfadados realizando acciones groseras, perdiendo la compostura ante la provocación del artista, cruzando los límites de su presencia institucional en actos claramente exhibicionistas. La cámara capta la actuación de los agentes, los exhibe tal como ellos mismos se muestran en la medida en que son conscientes del registro. Pero el artista da a ver una realidad mucho más profunda, pone en evidencia el desmoronamiento de la autoridad civil en el marco de un sistema social en franca crisis de sus instituciones.
La dialéctica visible/invisible, decible/indecible, perceptible/imperceptible constituye uno de los tópicos del pensamiento del filósofo argelino Jacques Rancière. En su libro Le partage du sensible. Esthétique et politique, el pensador postula el fundamento estético de la política, sosteniendo que ésta se caracteriza por delinear regímenes de visibilidad y decibilidad. En sus propias palabras, "Es una delimitación de tiempos y espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido, lo que define, a la vez, el lugar y el dilema de la política como forma de experiencia".[8] Consecuentemente, toda práctica artística, en la medida en que actúa sobre el terreno de lo visible o lo decible, sobre los espacios y los tiempos del decir, ver u oír, posee un efecto político necesario.
En el desmontaje de la representación y la relativización del documento, en el cuestionamiento de sus criterios de realidad y verdad, y en la puesta en duda de todo aquello que se fundamenta en ellos, las obras de los artistas contemporáneos formulan una crítica que no se limita al campo estético, sino que se propone como comentario social, político y cultural en sentido amplio. No es en los "contenidos" sino en esa precisa articulación de lo visible y lo sugerido, lo evidente y lo latente, donde descansa la máxima potencialidad política de estas prácticas.
Una potencialidad, por otra parte, que depende de un régimen de lectura muy preciso, que solicita un esfuerzo de compromiso, interpretación y comprensión. La supuesta hermeticidad del arte contemporáneo no es inferior a la del mundo en el que vivimos. En todo caso, los artistas no hacen más que ponerla de manifiesto, llamando la atención sobre la complejidad del contexto sociocultural y sobre la necesidad de trascender el mundo de las apariencias e involucrarse activamente en el de los hechos y situaciones concretas que nos rodea.
Espacios protegidos
A primera vista, parece contradictorio que estos artistas interesados en el contexto sociopolítico y en intervenir activamente en los procesos vitales, exhiban el resultado de su práctica en los “espacios protegidos” de las galerías de arte y museos.[9] Sin embargo, esa contradicción no es tal porque, como señalamos anteriormente, su operación sobre la realidad no siempre tiene por fin una transformación efectiva – como pretendería un militante político – sino que, con frecuencia, propone un replanteamiento simbólico que permita pensarla de otra manera. El trabajo del artista es poético incluso cuando está animado por objetivos políticos concretos, y todavía los espacios artísticos promueven la reflexión y el debate estético sobre su labor. Aun cuando existen creadores cada vez más interesados en trascender esos espacios para evitar la sobredeterminación artística que infunden a todo lo que se realiza en ellos, neutralizando en parte su fuerza política, lo cierto es que continúan siendo un refugio de pensamiento, análisis y experimentación.
“En la era de la globalización y de las frecuentemente violentas transformaciones sociales, económicas y culturales que acarrea – argumenta Catherine David –, las prácticas artísticas contemporáneas, condenadas por su supuesta «nulidad» por autores como Jean Baudrillard, son en realidad una fuente vital de representaciones imaginarias y simbólicas cuya diversidad es irreducible a la dominación económica (casi) total de lo real”.[10]El mercado del arte es muchas veces un brazo de esa dominación. Pero el circuito del arte es mucho más que eso. En su seno conviven también voces independientes, agentes autónomos, actores críticos.
En este sentido, el videoarte encuentra en el entorno artístico el ámbito adecuado para la presentación de su propuesta conceptual y formal. Aun cuando conserva su afinidad con el mundo de los medios de comunicación masiva – donde alguna vez pretendió insertarse[11]–, sus objetivos son radicalmente opuestos a los de éstos. El videoarte actual exige atención y reflexión, un espacio para el pensamiento y un espectador activo. El espacio adecuado para que el encuentro con la obra abra el sendero a una verdadera experiencia.
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[1] Fried, Michael, “Art and Objecthood”, publicado originalmente en Artforum, Junio de 1967, y recogido en español en el libro: Fried, Michael. Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas. Madrid: Antonio Machado, 2005.
[2] Estos procedimientos se discuten extensamente, por ejemplo, en Aumont, Jacques, et.al. Estética del cine. Espacio fílmico, montaje, narración, lenguaje. Buenos Aires: Paidós, 2005.
[3] Para ampliar la relación del video con la performance pueden consultarse: Alonso, Rodrigo, “Performance, fotografía y video. La dialéctica entre el acto y el registro”, en CAIA. Arte y Recepción. Buenos Aires: Centro Argentino de Investigadores de Artes, 1997 (incluido en esta publicación); Baigorri, Laura. Video: Primera etapa. El video en el contexto social y artístico de los años 60/70. Madrid: Brumaria, 2004.
[4] En la década de 1960, Jean Luc Godard introduce insistentemente las miradas a cámara como un procedimiento tendente a sacudir al espectador de su pasividad, animado por las teorías del extrañamiento brechtiano.
[5] Aquí la palabra espectáculo no remite al concepto de Guy Debord (La sociedad del espectáculo. Buenos Aires: La marca, 1995), sino más bien al carácter expositivo de las artes reproducibles tecnológicamente que describiera Walter Benjamin en su ensayo “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” (reproducido en Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus, 1989).
[6] Para una caracterización de la tradición del arte público, véase: Kwon, Miwon, “Public Art and Urban Identities”, en Philipp Muller, Christian (ed.). Public is Everywhere (cat.exp). Hamburgo: Kunstverein Hamburg, 1997).
[7] Para ampliar este tema, se puede consultar: Bourriaud, Nicolas. Estética relacional. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006.
[8] Jacques Rancière. Le partage du sensible. Esthétique et politique. Paris: La Fabrique, 2001 (la traducción es mía).
[9] El artista catalán Muntadas utiliza esta expresión para referirse a las galerías, los museos y demás espacios institucionales donde se exhibe arte.
[10] David, Catherine, “Introduction”, en Documenta X. Short Guide (cat.exp.). Kassel: Cantz Verlag, 1997 (la traducción es mía).
[11] En sus orígenes, ciertos grupos de realizadores pretendieron insertarse en la televisión con propuestas de carácter crítico. A esos grupos se los conoció con el nombre de televisión de guerrilla.