Dramaturgia alegórica y subjetividad femenina
Sandra Ferreyra (IIT UNA; Universidad Nacional de General Sarmiento)
El presente trabajo parte de un entramado de conceptos benjaminianos que me permite rastrear en el teatro argentino moderno la concepción materialista de la escena que a mi entender lo subyace. Para decirlo de manera muy sintética, esta concepción revisa y desplaza categorías que apuntalan las formas hegemónicas de un lenguaje dramático idealista con el objetivo de redefinir tres problemáticas claves: la relación del teatro con la historia, la relación del sujeto con el objeto y la relación del lenguaje con las cosas.
Estas redefiniciones pueden ser entendidas como una estética de lo inefable que, a diferencia de una estética de lo comunicable, postula la verdad de un mundo que excede la conciencia racionalista y a la que, por lo tanto, no se puede acceder más que distanciando los contenidos de esa conciencia para dar lugar a las imágenes que condensan lo que Benjamin llama verdadera experiencia: ese resto experiencial que no pudo ser procesado conscientemente y permanece adherido a los cuerpos, los objetos y los textos hasta que la mirada “alegórica” los libera en imágenes.
Es la alegoría una categoría estética que, en el devenir del pensamiento benjaminiano, se transmuta en un modo particular de conocimiento del mundo, retomado también en sus trabajos sobre la obra de Baudelaire. A diferencia de las simbólicas, las imágenes alegóricas constituyen un modo dialéctico de acceder al conocimiento del mundo desde su transitoriedad.
Mientras que en el símbolo, con la transfiguración de la decadencia, el rostro transfigurado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocratica de la historia se abre ante los ojos del espectador como un paisaje primigenio petrificado. La historia, en todo lo que esta tiene de atemporal, doloroso y fallido se estampa en un rostro; no, más bien en una calavera. Y, por más que sea verdad que la calavera carece de toda libertad ‘simbólica’ de expresión, de toda armonía clásica de la forma, de todo lo humano, en esta forma suya, que ha recaído del modo más extremo en el estado de naturaleza, se expresa significativamente como enigma, no solo la naturaleza de la existencia humana en general, sino también la historicidad biográfica de un individuo. Este es el núcleo de la contemplación barroca, de la exposición barroca y profana de la historia como historia del sufrimiento del mundo; ella solo es significativa en las estaciones de su decadencia (Benjamin, Trauespiel, 2012: 208-209, el subrayado es nuestro).
Así, resulta que el alegorista dispone de un conocimiento que no puede separase de su doble carácter destructivo/constructivo. La alegoría, como forma estética y como pensamiento, destruye y desmonta la ilusión en la que el lenguaje convencional –expresión de la conciencia subjetiva– tiene atrapadas las cosas. En este sentido, para Benjamin, lo esencial del arte alegórico es que deja que las cosas impriman sus huellas en el hombre, aunque sea la huella de su transitoriedad.
En la estética de lo inefable las relaciones alegóricas de la escena con la historia, del sujeto con el objeto, del lenguaje con las cosas se perciben en las fantasmagorías escénicas; en la dialéctica de lo animado y de lo inerte, y en las constelaciones discursivas; formas dramáticas que contradicen la postulación de un corte posmoderno en la dramaturgia argentina que empieza a producirse en los años noventa[1].
Aquí me interesa profundizar en el análisis de la segunda de estas formas dramáticas de lo inefable, la dialéctica de lo animado y de lo inerte, en un corpus compuesto por dos obras de Ricardo Monti, Asunción y Apocalipsis mañana, y dos obras de Daniel Veronese, Señoritas porteñas y Luisa. Seleccioné estos monólogos, escritos entre los últimos años de la década del noventa y los primeros dos mil, porque me permiten discutir su inscripción en un teatro dominando por un fundamento de valor posmoderno abordándolas como formas alegóricas de expresar la subjetividad femenina: en los dos monólogos de Monti, como constante caída hacia lo inerte; en los monólogos de Veronese, como existencia corrompida por los objetos.
1. La constante caída hacia lo inerte
En Asunción [1992] (2005) la didascalia inicial presenta a Doña Blanca como una figura suspendida entre el sujeto y el objeto. Debajo de la máscara de albayalde, de todo el raso y el brocado, de las joyas que porta se adivina el cadáver. Inmovilizada por su enfermedad y por los ornamentos que la cubren, Doña Blanca es un objeto más del conjunto barroco trasplantado al interior de la choza de barro y paja. En ella se borra la fracturada línea que en la composición escénica separa lo animado de lo inerte; es un ejemplo contundente de un personaje que, a la manera barroca, exhibe la historia de la cultura como mortificación de la naturaleza. Lo que se percibe en la continuidad de la escenografía que se describe en la didascalia y el monólogo de Doña Blanca es la decadencia de la conquista, la caída de sus protagonistas en un estado criatural, como experiencia fundante de la modernidad americana. Mientras que el sufrimiento que le provoca a Doña Blanca su extrema corrupción se corresponde con un lenguaje que remite a formas líricas altamente elaboradas, el dolor pleno de Asunción, la púber parturienta, asimilable al de un animal de la floresta, se expresa en “un murmullo, en un imperceptible rezo guaraní”, un lenguaje en el que la selva que rodea a la choza se continúa. En este sentido, a partir del montaje de una imagen visual –la composición escénica- y una imagen lingüística –el texto dramático- en las que metonímicamente operan naturaleza y cultura, la obra funciona como alegoría de la conquista “en todo lo que esta tiene de ahistórico, doloroso y fallido”: alegoría que sirve de marco ineluctable para el nacimiento desde el barro, desde la arcilla, de una cultura mestiza. En ese montaje se exhibe la ineludible relación que la mortificación de la naturaleza tiene con el desarrollo de la cultura, es decir, de la palabra. En efecto, Irala, el hombre que emerge desde las sombras para comprobar la muerte de Doña Blanca y ser testigo del nacimiento de su hijo mestizo, es el personaje histórico pero es también ese “alguien” que “alguna vez pegó un formidable tajo en la naturaleza” (Monti, 2005: 111) que dimos en llamar civilización. De la imagen de la historia como una cesura que se abre en la naturaleza, recurrente en la obra de Monti, surge la pregunta final de Asunción: “¿Qué saldrá?”.
Bianca, la protagonista de Apocalipsis mañana, al igual que Blanca, se presenta en función de su lucha por no caer en “un mero estado criatural” (Benjamin, Trauerspiel, 2012: 116): “Tiene un ataque de asma, no puede respirar. Busca desesperadamente un sobre de cocaína, lo abre, arma una línea y aspira. Se afloja en un ensueño. Soy feliz…soy feliz…” (Monti, 2008: 243). Es una anciana que ha permanecido la mayor parte de su vida encerrada en su departamento: el 20 de diciembre de 2001, primer aniversario de la muerte de su hermana, se viste con su ropa, se maquilla como ella y sale a la calle para ser testigo del apocalipsis de la nación argentina. Como en Doña Blanca, también en ella la inercia es un campo de fuerzas a vencer; el mundo de Bianca es, en efecto, un mundo de cadáveres: “Fuiste el primer cadáver de mi vida. Y pensar que el segundo…el segundo…” (Monti, 2008: 243), le dice a su hermana en un falso diálogo. Por otra parte, los dos hombres con los que se topa las dos únicas veces que sale de su casa son hombres cuyas miradas le piden que los salve de la muerte, que les de la vida. Al primero le entrega su virginidad, lo salva, al segundo lo ve morir:
Era un muchacho de ojos negros. Tan, tan parecido al nuestro, Rosie… Estaba frente a mí, tirado en la vereda. Terriblemente blanco, como si la sangre se le hubiera escapado de la cara y le mojara las ropas y las manos y los oscuros cabellos rizados. Y tenía sus ojos negros clavados en mis ojos, como ese día lejano, y me miraba igual Rosie. Esos ojos tan negros…me miraban con tanta desesperación, con tanto deseo, eran gritos mudos… y como el otro, me rogaba en silencio que yo lo salvara de… que le diera la vida… […]
Y mi muchacho de los ojos negros quedó muerto en esa vereda.
Y yo esta vez no pude cambiar de canal (Monti, 2008: 249-250).
En Apocalipsis mañana, el sufrimiento y la mortificación del cuerpo no aparecen ocultos tras una máscara de albayalde, ni bajo ornamentos suntuosos, Bianca es “una anciana de alrededor de 75 años, de aspecto agradable y formal. Cuidadosa y elegantemente vestida. Cabellos blanco azulados enmarcan su cabeza con un peinado impecable y un tanto anticuado” (Monti, 2008: 242). Sin embargo, tanto en el inicio de su monólogo como en el desenlace queda claro que al igual que aquel personaje de la conquista es una subjetividad construida en la suspensión dialéctica entre una fuerza externa –un gesto- y una fuerza interna –un ahogo, un grito mudo-: “Se le corta la respiración y parece ahogarse. Desesperadamente busca su cocaína, hace una línea y aspira. Se afloja, Una desvaída sonrisa. Canturrea. Soy feliz, soy feliz” (Monti, 2008: 250). En el desarrollo de la dramaturgia montiana, el señalamiento de la transitoriedad en la mortificación de los cuerpos se vuelve uno de los ejes centrales. Monti se preocupa por mostrar la decadencia física de los personajes y las ruinas de su existencia como constitutivas de la historia; en esos cuerpos está latente la inercia, la descomposición, la muerte, pero no en el sentido existencial que propone el teatro del absurdo. No se trata en este caso de una postergación de la acción o de una falta de motivación frente al conflicto. Se trata de ver la calavera en la constitución misma de los sujetos, en sus gestos y en sus palabras, en su modo de llevar adelante lo que le toca de la acción. Como los poetas barrocos que estudia Benjamin en su libro sobre el Trauerspiel, Monti no solo ve “en la ruina ‘el fragmento más significativo’, sino también la determinación objetiva para su propia construcción poética, cuyos elementos jamás se unifican en un todo integrado” (Buck-Morss, 1989: 186).
Resulta interesante que la condensación del modo alegórico de abordar la subjetividad desde la dialéctica de lo animado y lo inerte, adquiera en Monti la forma de monólogos femeninos. Parecería que el discurso de estas mujeres (y la respuesta implícita de quienes funcionan como destinatarias) es indisociable del lazo metonímico con lo real que es condición de posibilidad de la alegoría. Se trata de monólogos que aprovechan al máximo la relación de contigüidad de lo femenino y lo objetual que está en la base de la producción de sentidos. Las palabras de Blanca y de Bianca, construyen la subjetividad femenina en esa contigüidad en la que perviven contenidos de experiencia que han sobrevivido al tamiz de la conciencia.
2. La corrupción de los objetos
La dramaturgia de Ricardo Monti se encuentra con la dramaturgia de Daniel Veronese en ese modo alegórico de abordar la subjetividad. En este sentido, sus dos monólogos funcionan también como alegorías de la subjetividad femenina en tanto imágenes en las que se evidencia una “degradación que bien podría ser la representación de la condición humana en la figura de un muñeco antropomórfico. Los cuerpos artificiales como sustitutos, sucedáneos, versiones desidealizadas de un modelo humano” (Veronese, 1999/2000). La razón de esta condición de los personajes de Veronese no se encuentra en su asimilación al giro lingüístico ni en el vaciamiento posmoderno que realiza de los elementos absurdistas sino en el reconocimiento de que su dramaturgia opera sobre el mismo recorte estético que la manipulación de objetos en su experiencia con el Periférico de Objetos: la conjunción en una imagen alegórica de los extremos de la existencia humana, es decir de lo animado y lo inerte. Si el Periférico de Objetos logra construir un sistema de manipulación en el que “el objeto real, físico, artificial, irracional, encontrado, construido, perturbado o interpretado es sometido a una acción, a un procedimiento frente al público, por un sujeto (su manipulador) que acciona sobre este objeto de tal modo que no es posible asegurar dónde termina uno y comienza el otro” (Alvarado, 2009: 47), en la dramaturgia veronesiana, es el sujeto el que, sometido a una acción manipuladora, asume formas cambiantes y reveladoras de una dimensión de la existencia que no tiene “referencialidad en nuestra vida cotidiana” (Veronese, 2000: 309) porque ha sido sistemáticamente desdeñada por el pensamiento racionalista.
En su interés por mostrar a estas monologuistas en una “tierra seca, desprovista de salvación”, Veronese las ubica en el punto en el que Monti había dejado a las suyas: en la frontera que separa al cuerpo animado del cuerpo inerte. Si en Monti la percepción de esa inmovilidad titubeante, ese temblor suave, llevaba al reconocimiento de “la constante caída hacia lo inerte” como contenido de verdadera experiencia, en Veronese lo que se reconoce es una “existencia corrompida por los objetos”.
Señoritas porteñas es un monólogo que simula el diálogo entre la Señora y la Señorita. Simula el diálogo porque, narrando las didascalias, la voz de la señora hegemoniza la enunciación básica del texto dramático, es decir, la que sostiene el diálogo que supuestamente tiene con la señorita. En esta obra, el lector/espectador se encuentra frente al relato de la señora: la voz de la señorita está atravesada por la perspectiva que asume ese relato, se encuentra sometida a una fuerza exterior que opera sobre su inercia. En efecto, la ambigüedad de los enunciados de los personajes de Señoritas porteñas puede explicarse por un lado en función de la anécdota que articula el conflicto –un lamentable accidente acontecido una mañana de otoño en el Botánico: después de un roce casual, la imagen de la señorita queda prendida como un camafeo en el tapado de la señora- y por otro, en la literalización de metáforas usuales en el habla cotidiana (Trastoy, 1998:175-180). Sin embargo, resulta fundamental señalar que tanto la anécdota como el abordaje literal de metáforas cotidianas del tipo “perder la cabeza” están subordinadas a una perspectiva objetual que pone en evidencia al personaje como la versión animada de objetos inertes: en el relato de la señora, la existencia de la señorita se proyecta corrompida por una muñeca, por un camafeo, por una fuente de loza llena de agua, por un espejo.
En cuanto a Luisa, si bien es cierto que se trata de una pieza dramatúrgica que recupera la estructura del monólogo humorístico –muy presente en la escena popular argentina- la orienta en una dirección inversa. No se trata de expresar la vitalidad de estereotipos sociales muy familiares –pensemos en los personajes de Niní Marshall- sino lo fatal, lo inefable, lo ominoso, lo inevitable, lo ineludible, lo que estaba predestinado, lo que no atiende súplicas ni ruegos (Veronese, 2000: 314), que en esta obra no es otra cosa que un modo de expresión de la subjetividad femenina moldeada por los objetos:
Pobrecita, usted, mamita, con esa mirada que parece decirme siempre… no vas a ser feliz… Resignáte desde joven como yo, es lo mejor. Poné la cabecita así, recostada en la parecita, y sufrí. No es que lo quiera así, pero vas a ser como yo.
Y me sonríe. Pobrecita.
(Pausa. Llora)
Siempre me parece ver su cabecita apoyada sobre la mesada, mamá, sobre la heladera, sobre la almohada… sobre la espalda de papá… Siempre…
Cabecita chiquita la suya… Parecita gris (Veronese, 1997: 155).
En el monólogo de Luisa, la “cabecita apoyada” es uno más de los objetos que componen el “diminuto” mundo doméstico –el que cabe en una casa de muñecas- y la espalda masculina, la prolongación de las parecitas que cierran ese mundo; no importa si se habla de la pérdida de la juventud o de la experiencia del abandono, estas dos obras comparten el interés por presentar el universo femenino desde una perspectiva objetual. En este sentido, los gestos y las expresiones de los personajes no prevén solo la carnalidad animada del actor sino también la cosidad inerte del objeto que les sirve de modelo. Al momento de escribir, Veronese recupera de su experiencia como manipulador la reversibilidad que opera entre la subjetivación del objeto que imita el movimiento del sujeto y la objetivación del sujeto que imita la inercia de los objetos.
Una vez más serán sujetos de enunciación femeninos los que muestren que el proceso de subjetivación es indisociable de la dialéctica de lo animado y de lo inerte. Una vez más se hará visible en la escena la palabra femenina como dominio de un modo de producción metonímico que liga discurso y experiencia.
BIBLIOGRAFÍA
Alvarado, A. (2009). “El objeto de las vanguardias del siglo XX en el teatro argentino de la Postdictadura. Caso testigo: El Periférico de Objetos” en Dubatti, J. (Comp.). Escritos sobre teatro II. Buenos Aires: Nueva Generación. 11-80.
Benjamin, W. (2012) El París de Baudelaire. Buenos Aires: Eterna Cadencia.
______________ (2012). Origen del Trauerspiel alemán. Buenos Aires: Gorla.
Buck-Morss, S. (1989). Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes. Madrid: La balsa de la Medusa.
Monti, R. (2005). “Asunción” Teatro 1. Buenos Aires: Corregidor. 227-244.
____________ (2008). “Apocalipsis mañana” en Teatro 3. Buenos Aires: Corregidor. 241-250.
Trastoy, B. (1998). “El monólogo teatral como estrategia narrativa. Notas sobre Música rota y Circonegro de Daniel Veronese” en Pellettieri, O. (comp.). El teatro y su crítica. Buenos Aires: Galerna. 175-183.
Veronese, D. (1997). “Señoritas porteñas” en Cuerpo de prueba. Buenos Aires: UBA, 1997. 141-151.
______________ (1997). “Luisa” en Cuerpo de prueba. Buenos Aires: UBA, 1997. 153-163.
_____________ (2000). “Automandamientos” en La deriva. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. 309-315.
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