número 18 | julio 2019
Dossier 1. Género y Teatro
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Teatro y género: notas provisorias sobre un vínculo frondoso

Laura Fernández (UNA)

 

RESUMEN

Los párrafos que siguen discurren sobre las relaciones entre género y teatro. Se impregnan de la teoría de performance y performatividad de los géneros. Reseñan las desigualdades en el acceso a los lugares de producción entre varones y mujeres en el teatro, tanto en áreas técnicas como artísticas; esto es, las problemáticas de los géneros en las instituciones. Desarrollan algunas ideas sobre composiciones y representaciones masculinas y femeninas. A partir de estas especulaciones, despliegan una suerte de memoria sobre el proceso creativo de la obra Petróleo. En tanto el trabajo en la construcción poética de la obra Cien pedacitos de mi arenero, exponen algunos pensamientos sobre las claves de lectura epocales respecto de las cuestiones de género.

 

PALABRAS CLAVE

Teatro, género, Petróleo, masculinidades

 

SUMMARY

The following paragraphs discuss the relationship between gender and theater. They are impregnated with the theory of performance and performativity of genres. They outline the inequalities in access to places of production between men and women in the theater, both in technical and artistic areas; that is, the problems of gender in institutions. They develop some ideas about male and female compositions and representations. From these speculations, they display a kind of memory about the creative process of the work Petróleo. While the work in the poetic construction of the work Cien bits of my sandbox, they expose some thoughts on the keys of epocales reading with respect to gender issues.

 

KEYWORDS

Theater, gender, oil, masculinities

 

Lo que siguen son algunos apuntes personales sobre teatro y género. Probablemente sufran de torpeza conceptual, pero seguro se apoyan en una mirada sincera; emocionada por las victorias que impusieron la urgencia de gritar estos asuntos y atenta a los poderes conservadores que buscan perpetuar las violencias históricamente ejercidas sobre cuerpos y almas.

 

1

Deshidratadas sus formas, sus vericuetos narrativos, sus extravagancias o solemnidades, el teatro –dicen– sólo habla de dos o tres temas: el amor, la vida y la muerte –vamos a resistir de manera implacable la evidente necesidad de extendernos en que tales cuestiones, así arrojadas, dicen poco y nada; en que la prolija enumeración resulta chistosa en relación a la complejidad que suponen; en que es difícil no afirmar que, quizás, no son más que aspectos de la misma cosa–.

Así, sobre el axioma citado, nos interesa generar acuerdo sobre algo que no le interesa a nadie: la suma de un “tema” a la lista de lo que importa al teatro. Éste es: el género.

Pero, volvamos. “El teatro sólo se ocupa de tres o cuatro temas: el amor, la vida, la muerte y el género” podría ser la próxima afirmación. No sabemos si está de más aclarar que nos referimos a “género” como construcción social; como el sistema de relaciones y de producción de subjetividad humanas, así que por las dudas lo hacemos.

Entre teatro y género –tomamos de manera un poco deformada, un poco vaga, un poco irresponsable aquellas teorías de muchxs intelectuales que hablaron, hablan y hablarán de esto con mayor pertinencia, inteligencia, sensibilidad y eficacia– se organiza un territorio fértil para enlazar ideas. Una es que el género se performa; que se actúan una serie de gestos que responderían más o menos certeramente a un género. Hay un género allí y hacemos los procedimientos que se suponen dan cuenta de esa pertenencia, con la que nos sentimos más o menos a gusto.

Pero más allá de esta primera cuestión, aparece otra, más subrepticia: esa reproducción de gestos no es voluntaria y termina por reproducir y engrosar las categorías de género de las cuales nuestros cuerpos son víctimas. Y así perpetuar la norma.

Por todo lo anterior, se arrima de alguna manera la precaria tentación de relacionar la actuación de un género con la actuación de un personaje. Con las singularidades y diferencias de cada caso, el personaje en teatro es consecuente con las características que se supone debe reproducir en el marco de la fábula que lo define y a la que define. Cuando el personaje no responde, entre otras cosas, al género “esperado”, la historia parece condenada únicamente a plantear una serie de claves para responder a tal “procedimiento” en lugar de expandirse en las dimensiones que necesita a lo largo de su propio andarivel narrativo. Porque junto a la concepción tradicional de género se asocia todo un sistema de gustos, obligaciones, deseos, que, de no estar sometidas a la norma, estallan y se posicionan como cuestión principal a ser atendida.

De allí la comparación: si la adecuación a la normativa de géneros distiende la tensión sobre una potencial destrucción de categorías, la decisión de arrastrar esa normatividad a los personajes de las obras clausura la emergencia de sentidos novedosos.

Así, si el personaje es “femenino”, quien lo encarne será una mujer o, como decíamos, la obra terminará por poner por delante el procedimiento de la “inversión” –siempre sobre la establecida cuestión binaria– más que la historia que pretende llevar adelante.

Una fábula que se atreva a relevarse ante las categorías de género postuladas en su interior pero que aún así traccione su voluntad ficcional, podrá dar resultados narrativos transformadores.

Eso es lo que nos impulsa a postular al género como otro de los “temas” del teatro: disputadas más o menos visiblemente las convenciones alrededor de él, la obra podría donarle sensibilidades y perspectivas novedosas a la ficción. Por el contrario, al confiar su estructura a las normativas tradicionales, refuerza, reproduce, cristaliza todo lo que está dado sobre estos preceptos, de los que, así como nuestros cuerpos, la ficción también es víctima.

 

2

En la ficha para la biblioteca de Argentores, junto con la cantidad de cuadros, actos y escenas, la duración del espectáculo, el género y el público destinatario, hay que completar cantidad de personajes femeninos, cantidad de personajes masculinos. Luego dice “otros personajes”.

 

3

Si toda expresión artística dialoga siempre, aun sin proponérselo, con su historia, entonces la problemática del género dialoga con la historia de varones y mujeres en el teatro –lo binario de los términos no supone necedad; es sobre estas identidades que se encuentra más cómodamente literatura sobre el tema–.

De las mujeres, sabemos que su presencia sobre el escenario –hasta como espectadorxs, según algunxs investigadorxs, aunque con difuso acuerdo– fue largamente cercenada en muchos períodos y latitudes; que el acceso a la dramaturgia y la dirección, si bien con diferencias por épocas, fue costoso –hubo escritoras y directoras, pero las piezas conservadas son escasas, en un caso, y, en el otro, un poco avaras las menciones al rol ejercido– y, también salvo algunas pocas excepciones, la dimensión de los personajes femeninos menos vasta que la de los personajes masculinos.

Por lo dicho, en tanto el acceso a los lugares de producción, la lógica se sostiene en el tiempo: las estadísticas contemporáneas revelan que en las contrataciones de casi todos los rubros técnicos y creativos el porcentaje de mujeres es infinitamente menor al de los varones.

Por lo dicho, en cuanto a las resonancias poéticas, la lógica se sostiene en el tiempo: tenemos una tradición de varones que componen personajes femeninos, ya por la restricción citada más arriba, ya por la búsqueda de comicidad, ya por experimentaciones teóricas. La masculinidad reproduce aquello que determina como femenino; lo burla, lo eterniza, lo condena. Es legítimo. La mujer siempre fue mirada, el varón siempre miró. La potestad sobre las narraciones que despliegan esas expresividades permaneció históricamente bajo el dominio patriarcal. No hay nada extraño en la experiencia: sólo entender cuál es el objetivo renovado en la composición, que tendrá mejor o peor aceptación de acuerdo a la vinculación de la caracterización con el universo dramático planteado.

Un varón compuesto por una mujer no se engancha a ninguna tradición; no encuentra fácilmente experiencias para trazar lazos poéticos. La deformidad será la probable clave de lectura; el error; la dificultad para dar eficazmente con aquella expresividad a la que no le es dado acercarse. El ruido.

 

4

En Petróleo –del grupo Piel de Lava y propio– cuatro actrices interpretan a cuatro trabajadores de la industria petrolera. La idea de “hacer de varones” pretendía su versión más extrema: habría barbas, bigotes, ropa de trabajo, voces “graves”. En el medio, entre aquellas aspiraciones futuras y el presente de los ensayos, emergió una propuesta: buscar el eje “masculino” singular al que podía acceder cada una de las actrices. Aparecieron, sorprendieron o se confirmaron cosas: que el cuerpo “masculino” siempre se expandía en el espacio –el cuerpo más ancho, el espacio más reducido–, que la mirada dejaba de estar sobre el otro y fugaba hacia una especie de horizonte distante –como hacia una tierra a conquistar–, que la expresividad “masculina” estaba extrañamente más cerca, que las incipientes relaciones que se entablaban eran más toscas, más ásperas, cuando se ponían en juego en la intimidad.

Al volver al eje “femenino”, el cuerpo se enredaba sobre sí, la mirada se disponía hacia las otras, la amabilidad asomaba a la comisura de los labios, la intimidad parecía estar más habitada, la estrechez del espacio parecía no ser tal.

Había también un punto en el medio, a mitad de camino entre el eje femenino y el masculino. Allí nos deteníamos a veces, sin saber bien por qué. Después supimos.

El espacio limitado como criterio –más adelante la escenografía simularía uno de los trailers en los que efectivamente duermen los trabajadores petroleros en la Patagonia– resultó ser fundante para el espectáculo. Sí el ámbito de “la casa” le está reservado a la mujer, en Petróleo vemos la cotidianidad de estas construcciones masculinas en la intimidad de lo hogareño. Están solos. Están lejos. Las distancias que pueden guardar entre sí en el cubículo son mínimas: los cuerpos se rozan, la violencia se potencia, la incomodidad vuelve todo más peligroso. De ahí, la necesidad de ridiculizar, de burlarse, de hacer chistes, como si la ironía pudiera neutralizar esas perturbaciones. Así emergía con franqueza y fuerza, con necesidad narrativa propia más que como idea previa, una forma de relacionarse.

Otro de estos modos de vincularse que emergió fue el de la broma pesada; la sensación de la alerta permanente a lo que podía haber en la comida, a lo que podía pasar ante cualquier confesión, a lo que aparece en la almohada al apoyar la cabeza. Entonces, una de las maneras de sobrevivir a esta vigilia de amenaza perpetua es montarse en la masculinidad y sobreactuarla. La actuación, así, se encontraba en una suerte de laberinto de espejos. Las sospechas sobre la composición empezaban a disiparse. Las formas de vincularse se ponían por delante y alejaban los cuestionamientos sobre el artificio inicial.

La aparición de “lo femenino” era una de las evidentes ideas primitivas. Sabíamos –queríamos– que empezara a conquistar la fábula de alguna manera. Para eso, por supuesto, la elección de partir de personajes petroleros no era intercambiable: queríamos explorar un ámbito rústico, extremadamente “masculino”, restrictivo para las mujeres, en el que hay que resistir el frío y el dolor, en el que se premia sobreponerse a todo tipo de condiciones adversas. En el camino, estas intuiciones se toparon con teorías que las iluminaron con su lucidez, como la brillante investigación que llevó adelante sobre el tema el antropólogo Hernán Palermo en La producción de la masculinidad en el trabajo petrolero –Buenos Aires, Biblos, 2017–. El ensayo expone cómo la construcción de masculinidad en los trabajadores de la industria petrolera le es funcional a las empresas, que la utilizan para profundizar los criterios de explotación. El trabajador “aguanta” la precarización. Así, el sistema de producción capitalista es el que alienta los modelos de género cristalizados, que se apoyan en las masculinidades para perpetuar las perversas condiciones laborales.

Todo se tornaba fundamental para nuestra pequeña fábula.

La escenografía –el trailer mencionado, un baño, un pedazo de pozo– se arma y desarma y quienes mueven los módulos son los mismos personajes. El trabajo no se abandona, el esfuerzo se sobre exhibe, las órdenes que se dan en la faena diaria aparecen mientras acomodan las pesadas estructuras. Estos petroleros producen petróleo, producen género, producen espacios ficcionales. No pueden dejar de producir.

Con todo esto, volvía como necesidad el deseo de la aparición de lo femenino –más allá del insoslayable juego con los cuerpos de las actrices–, que apoyaba y daba verdad a la fábula: a partir de ésta, los petroleros detenían la producción de petróleo y detenían la producción de masculinidad, sin saber con mucha precisión qué cosa arrastraba a cuál. No se trataba de darle rigor conceptual, sino mejor de hacer avanzar lo que de esta dialéctica se desprendiera con los límites que la ficción habilitara. A tropezones, alegremente, sin traicionar la fábula, se cuestionaban algunas verdades heredadas.

A partir de allí, todas las aristas del espectáculo empezaban a enlazarse con gracia. Cuando las ideas alrededor del género estaban al frente, la historia singular de estos varones empezaba a ganar posiciones y ocupaba su lugar, para retirarse cuando el juego de la composición quería volver a tomar relevancia.

Aparecía, también, la importancia de abrir la dimensión sensible de cada uno de ellos. En ese acercamiento emocional, pensábamos, encontraríamos más verdad que en el mero intento de reproducir gestos. Laura Paredes, Pilar Gamboa, Valeria Correa y Elisa Carricajo buceaban en esa interioridad para descubrir la expresividad más delicada y alejarse de la tradición de cómo se habita el otro género –ya dicho en otro apartado, condenada a la unidireccionalidad, a la comicidad, al brochazo, a la especulación conceptual–. En Petróleo se trataba de encontrar la emotividad de lo que confesaban o de lo que reprimían; de lo que los entusiasmaba o les daba miedo.

Eso, claro, fundó nuevas complejidades a la hora de relacionarse y de organizar el relato.

Y está aquello que mencionábamos más arriba; ese medio camino que aparecía en los ensayos entre el eje femenino y el eje masculino. En ese mismo sentido, emergió la intuición de no “binarizar” la obra; de detener la imagen en un lugar incierto respecto del género. Alguno de estos varones se sube a unos tacos, otro usa crema, otro toma una chocolatada; no debilitan la construcción de su masculinidad, sino que le suman capas; se hacen más complejos, más insondables; habitan un género más singular. Quizás, finalmente, estén en lo cierto.

 

5

Forma parte de cierta tradición popular que, en las despedidas de solterxs, al varón se lo pasee por la calle “feminizado”. A la futura contrayente no se la “masculiniza”. Por el contrario, se extrema la exhibición de su “femineidad”. No se trata de un juego de inversiones en una suerte de binarismo pavote. Es la exposición pública para mostrar la sanción. Es la feminización como castigo.

 

6

En unos diálogos entre distintas generaciones de dramaturgas, consultada por la situación de las mujeres en el teatro, Griselda Gambaro dijo que de un tiempo a esta parte parecíamos estar invitadas a la fiesta. A una fiesta ajena. El fijar las reglas, el determinar las condiciones, el establecer las formas es todavía monopolio del varón.

 

7

Antígona, de Sófocles, resuena de un tiempo a esta parte con unos sentidos generalizados renovados. La perspectiva de género determina como inequívocas los desprendimientos de los feminismos en la obra y lleva al fondo aspectos que históricamente nos guiaban para organizar un análisis de su estructura. Son claves de lectura de época.

Muchos años atrás armábamos un espectáculo: Cien pedacitos de mi arenero –de Julieta De Simone y propio–. La obra empezaba con cinco varones que llegaban de a uno y coincidían en un basural a tirar los cuerpos de sus mujeres recién muertas, a manos de cada uno de ellos. En aquel momento una teoría se nos había vuelto una obsesión inservible. La obra no se había escrito sobre ella –eso suele pasar con la dramaturgia: se escribe ingenua, instintivamente, y luego la escritura se topa con voces de pensamientos más organizados y profundos, que le proponen nuevos condimentos, que se mezclan y empiezan a formar parte de las versiones, aunque más no sea como espasmos, como música que suena a lo lejos–. Pero volvamos. La teoría mencionada proponía algo de esto: la madre primitiva aparece en distintas fundaciones de mundo de muchas culturas. Estas figuras femeninas detentaban el poder en el principio de los tiempos. Y no supieron retenerlo. Se volvieron torpes, se volvieron déspotas, se volvieron débiles. Así, el concederle la soberanía de los orígenes justifica el escaso acceso al poder del presente. Darle el dominio del antes justifica la opresión del ahora.

Sobre estas especulaciones, el trabajo quería montarse en la ironía y exponer el desastre; la inevitable necesidad de hombre de refundar lo que en manos femeninas carecería de destino. Aspiraban a generar la pequeña molestia y el replanteo más o menos inmediato de la adscripción al criterio de comodidad, cuando se está en el lugar más obscenamente embarazoso; al de belleza, cuando se está en una situación innoble; al de libertad, cuando ésta se regula mediante un Derecho impropio.

La obra partía de la casualidad, pasaba por la afectación de estos varones ante el hecho consumado, seguía con las justificaciones de su accionar –apuntaban a la idea del amor desmesurado como el demonio que los había arrojado al abismo del asesinato–. Durante el tiempo juntos, y mientras reorganizaban ese espacio mugriento y estéril, acordaban teorías mediante las cuales purgaban sus culpas; se juzgaban entre ellos y se perdonaban –cómo no, si de poder empatizar con el perpetrador del mismo delito que cometió unx, por qué diablos se elegiría empatizar con la víctima–.

Terminaban hermanados, fuertes, bellos y usaban los cuerpos de sus mujeres como muebles para decorar el hogar que fundaban. Las mujeres habían sido malas. A toda chancha le toca su San Martín.

En aquel momento, el humor que suponía la obra todavía podía convivir con la temática. Hoy, diez años después, encontraría dos claves de lecturas, ambas inconvenientes: la de la ironía sobre un tema que ya, tan iluminado, no admite muchas más posibilidad que el análisis profundo y la lucha encendida por la implementación de políticas. El otro, mucho más peligroso, el que haría sospechar de cierta “relativización”. En aquel momento, emergía la necesidad de hablar de algo que, fuera de los ámbitos de militancia feminista, era un poco esquivo. Por eso resistía que el espectáculo abordara la temática desde lógicas hoy muy discutibles. La lectura irónica y nihilista podía establecer un diálogo con la problemática de las violencias de género. Hoy, en épocas de sólida, brillante y enérgica construcción de los feminismos, las mismas decisiones estéticas harían sospechar de sus sentidos. Lo dijimos: son claves de lectura epocales.

 

8

A lo largo de gran parte de su vasta obra, Heiner Müller insistió en retomar las figuras míticas del teatro universal y cruzarlas con diferentes problemáticas propias de su contexto de producción. Otra vez, y varios años antes, Müller ya denunciaba al capitalismo como el agente que atenta contra los derechos de las mujeres, como el productor y reproductor de normativas de géneros, como el aleccionador de sexualidades.

 

Probablemente Shakespeare ya lo sabía: Hamlet quiere ser una mujer.

 

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