El espectador como traductor. Hacia un estudio de la experiencia espectatorial en el teatro argentino contemporáneo.
Sandra Ferreyra (Universidad Nacional de General Sarmiento)
RESUMEN
El presente artículo se propone estudiar la experiencia del espectador en relación con el campo teatral argentino contemporáneo. En ese contexto prestamos especial atención al fortalecimiento de modos de producción que apuestan a la dimensión materialista del lenguaje escénico en el marco de un sistema teatral fundado y alimentado por el idealismo. Consideramos que frente a la tensión entre una escena idealista y una escena materialista la percepción del espectador puede ser asimilada a un ejercicio de traducción en el que aparecen involucrados contenidos de experiencia que escapan al procesamiento de la conciencia. Para observar estas cuestiones, tomamos como caso dos obras que se estrenaron en la sala María Guerrero de Teatro Nacional Cervantes: La terquedad (2017), de Rafael Spregelburd, y La traducción (2022) de Matías Feldman. Sostenemos que estas obras tienen como correlato la activación de un modo particular de percepción estética, una modulación sensorial que no se detiene en la representación mimética o en la intención política, sino que avanza sobre los imaginarios, sobre los posibles y diversos regímenes de sensorialidad.
PALABRAS CLAVE
teatro materialista – percepción – experiencia estética – espectador – teatro argentino
SUMMARY
This article aims to study the experience of the spectator in relation to the contemporary Argentine theater field. In this context, we pay special attention to the strengthening of modes of production that bet on the materialistic dimension of the scenic language within the framework of a theatrical system founded and nourished by idealism. We consider that in the face of the tension between an idealistic scene and a materialistic scene, the viewer's perception can be assimilated to a translation exercise that involves contents of experience that escapes the processing of consciousness. To observe these questions, we take as a case study two plays that were premiered in the Cervantes National Theater: La terquedad (2017), by Rafael Spregelburd, and La traducción (2022) by Matías Feldman. We maintain that these works have as a correlate the activation of a particular mode of aesthetic perception, a sensory modulation that does not stop at mimetic representation or political intention, but advances on the imaginary, on the possible and diverse regimes of sensoriality.
KEYWORDS
materialist theater – perception – aesthetic experience – spectator – Argentine theater
Las ideas que aquí expongo surgen de un proyecto de investigación que se desarrolla en la Universidad Nacional de General Sarmiento y cuyo objetivo principal es poner en relación dos campos que hasta el inicio de tal investigación indagábamos por separado: por un lado, la especificidad de lo que como deriva del pensamiento benjaminiano llamamos “teatro materialista” y por otro lado, la actividad perceptiva del espectador y sus posibilidades frente a propuestas estéticas diversas. La primera de estas indagaciones tomó la forma de una tesis doctoral y luego del libro Estética de lo inefable. Hacia una genealogía materialista del teatro argentino (2019). La segunda de estas indagaciones es indisociable de una serie de actividades orientadas a la formación y fortalecimiento de la experiencia estética de espectadores nóveles, acciones que venimos promoviendo desde hace siete años desde el proyecto de extensión Marejadas Comunidad de Espectadores.
Desde ese cruce, sostenemos que la tan mentada multiplicidad de la escena argentina de los últimos cincuenta años está determinada por el fortalecimiento constante de modos de producción que apuestan a la dimensión materialista del lenguaje escénico en el marco de un sistema teatral fundado y alimentado por el idealismo. Se trata de obras que desplazan la atención del espectador de la mediación representativa y de la inmediatez ética hacia la distancia estética que opera en las impresiones sensoriales y cuya condición de posibilidad es la suspensión de la relación directa entre la producción de las formas artísticas y la producción de un efecto determinado en un público determinado (Rancière, 2010). En alguna medida los artistas reconocen en la dimensión perceptiva un campo de transformaciones estético-políticas que se construye junto con los espectadores, a diferencia de la referencialidad o la intencionalidad artística que son contenidos dirigidos. Son obras que fundan una nueva forma de solidaridad entre la escena y la platea sostenida por la capacidad emancipadora de asociar y disociar imágenes.
Sin embargo, como sabemos quiénes vamos recurrentemente al teatro, también abundan producciones que parten del interés de producir un efecto directo sobre el público (hacerlo consciente de tal o cual problema, denunciar una injusticia, instalar una tesis sobre el presente o el pasado o el futuro). En estos casos, creemos, se establece con el espectador una relación opresiva asimilable a la relación que un maestro establece con un estudiante cuando metodológicamente lo condena al lugar de la ignorancia. Si el punto de partida de la producción escénica es la ignorancia del espectador, el resultado será siempre, para decirlo en términos de Rancière, la escena como policía de la percepción.
Pensando en estas condiciones, afirmamos que estudiar al espectador en relación con el campo teatral argentino implica observar los grados de percepción que se ponen en juego desde la escena.
Para nuestra investigación la percepción está condicionada por los modos de procesar contenidos de experiencia en el momento mismo de la expectación. Siguiendo el pensamiento estético de Walter Benjamin distinguimos entre el procesamiento de contenidos de experiencia vivida y el procesamiento de contenidos de verdadera experiencia.
El punto de partida de este modo de entender estas dos modalidades de la experiencia Benjamin lo encuentra en el diálogo que Marcel Proust entabla con Henri Bergson. Si Bergson restringe la verdadera experiencia a la esfera del poeta, Proust redoblará la apuesta al diferenciar en su obra más conocida, En busca del tiempo perdido, la memoria involuntaria de la memoria voluntaria, como los dos modos de organización de la experiencia común. La memoria voluntaria se encuentra subordinada a la inteligencia y trae al presente, bajo la forma del recuerdo, una imagen que no contiene nada de lo trascurrido, es, por decirlo de alguna manera, la ausencia del acontecimiento que rememora; la involuntaria, en cambio, funciona automáticamente, trayendo al presente, de manera azarosa, aquello que la inteligencia no pudo asimilar como memoria voluntaria, es la presencia de la ausencia. Para Proust el pasado se encuentra “fuera del dominio de la inteligencia y de su alcance en un objeto material… que no sospechamos. Y es una cuestión de azar si lo encontramos antes de morir o no lo encontramos nunca” (Proust en Benjamin, 2012: 189). Benjamin neutraliza el carácter eminentemente privado que Proust le asigna a la verdadera experiencia cuando afirma que: “Donde reina la experiencia en sentido estricto aparecen conjugados en la memoria ciertos contenidos del pasado individual junto con aquellos del pasado colectivo” (Benjamin, 2012: 190). Esa conjunción se encuentra sostenida por lo que este pensador entiende como la capacidad mimética de percibir las semejanzas extrasensoriales que vinculan las cosas con las palabras más allá de las palabras mismas, semejanzas que le sirven de silencioso e invisible apoyo al lenguaje en el juego, en la traducción, en la lectura; aprender a producirlas y sorprenderse de las conexiones con el mundo de las cosas que permanecen negadas en los mismos discursos que las comunican podría ser una de las determinaciones de la recepción teatral.
Así, frente a la concepción del espectador como una mirada pasiva, aparece la mirada activa, no dirigida, que se detiene en lo periférico, lo oblicuo, el detalle intrascendente, lo que se configura como trasfondo de lo dicho. Estos dos modos de la mirada se aproximan a los dos órdenes de experiencia que propone Benjamin: la mirada pasiva del espectador recupera en el espectáculo contenidos de experiencia procesados por la inteligencia (experiencia vivida) en los que no queda nada de lo que efectivamente ha sido; la mirada activa, periférica, oblicua, recupera de la escena restos de experiencia que escapan al tamiz de la consciencia (verdadera experiencia).
El teatro argentino contemporáneo, entonces, se caracteriza también por el establecimiento de afinidades entre mundos extraños que se vuelven significativas en la medida en que son captadas en una constelación. Se trata de un sistema disponible de relaciones y conexiones que no se basa en semejanzas perceptibles de manera consciente, sino que, por el contrario, se sostiene a partir de semejanzas que se sustraen a ese modo de percepción. Para usar un ejemplo de Benjamin, la traducción no se agota en la comunicación de lo mismo en otra lengua, puesto que su función es la de nombrar aquello que en la otra lengua permanece oculto; la traducción, como el juego y la lectura, funda un lenguaje que todavía no existe en tanto tal pero que, no obstante, está latente como un espacio de posibilidad de relaciones en lo ya dicho. Respecto de la recepción teatral, se podría afirmar que en las semejanzas sensoriales que pueden establecerse entre el lenguaje de la escena y la traducción que los espectadores realizan están inscriptas otras semejanzas (condensadoras de verdadera experiencia) que para ser nombradas requieren de una constelación dialéctica de imágenes, es decir, de una concretización que se sustraiga a la pura comunicación.
Propongo pensar dos espectáculos bastante recientes que pueden servir de ejemplo para lo que trato de señalar, me refiero a La Terquedad (2017), de Rafael Spregelburd, y La traducción (2022), de Matías Feldman.
Directores y espectadores en la María Guerrero
Jaume Planc, protagonista de La terquedad, es un comisario de la policía valenciana que reparte su vida entre las tareas que su cargo le impone y la creación de una lengua artificial que haga presente el mundo que nombra. Planc tiene una hija que en delirios febriles le dicta los términos de esa nueva lengua: el katak. El buen fascista quiere dejar un legado humanista: un diccionario que registre el funcionamiento de ese idioma universal.
La acción transcurre en la casa del comisario, la tarde del último día de la guerra civil española. Durante un lapso de tiempo, algo así como una hora, se entrecruzan allí personajes diversos: un cabo de la policía, la actual esposa del comisario, una pareja de vecinos (ella es la anterior esposa del comisario), la hija enfermiza y la hija virtuosa, el editor independiente, el escritor sobrevalorado, el traductor ruso, el cura, el miliciano inglés, la sirvienta francesa. Vistos en conjunto, desde cierta distancia, parecen figuritas destinadas a distintos álbumes que alguien hubiera pegado juntas en unas láminas que no les que corresponden estrictamente a ninguna. El dispositivo escénico giratorio colabora con esta imagen en la medida en que propone que el pasaje del Acto I al Acto II y del Acto II al Acto III funcione como una vuelta de página que crea para el espectador la transitoria ilusión de estar viendo lo que ocurre en “ese mismo momento” en otro lugar de la casa. Y digo transitoria ilusión porque si bien el montaje escena/extraescena parece ir en esa dirección, los cambios que advertimos de un acto a otro en el vestuario, en el registro lingüístico y en los modos de vincularse de los personajes, activan una suerte de juego de las diferencias que se sustrae a cualquier intento de establecer relaciones témporo-causales. Solo por poner un ejemplo, en el primer acto vemos a Fermina, la hija virtuosa de Planc, entrar a la sala con un aura fantasmal, un resplandor que la recorta respecto del resto de los personajes. Si bien interviene en las conversaciones, toca el piano, se mueve con soltura en la escena, el espectador percibe que hay una desconexión entre su palabra (de marcado cinismo) y la de los otros que actúan como si no registraran su presencia o la registraran, pero no lo admitieran: ¿este personaje es acaso una invención más de la mente afiebrada de Alfonsa, la hija neurasténica de Planc? El segundo acto transcurre en el cuarto de Alfonsa, las acciones que allí suceden parecerían estar en simultáneo con las acciones que en el primer acto veíamos en la sala, sin embargo, la Fermina que vemos allí ya no tiene ese resplandor sobrenatural, adquiere una personalidad más concreta, es una colaboracionista apasionada con un marcado acento castizo y arranques románticos. Si nos quedamos en el marco de la referencialidad pasaremos toda la obra preguntándonos cuántas hijas tiene verdaderamente Jaume Planc.
Sumado a esta inestabilidad de los personajes, nos enfrentamos a un fondo saturado de estímulos (paredes decoradas con cuadros que remiten simultáneamente a un museo y a un interior burgués, aberturas que simulan el movimiento de la naturaleza por medio de filmaciones repetidas, proyecciones de relojes digitales y de video mapping, la profundidad de campo, los puntos ciegos) que, junto con los efectos sonoros heterogéneos (un cuerno, un piano, el tic tac de un reloj, la lluvia), amplifican la percepción. De este modo, la escena se presenta como un corte en la experiencia, una zona en la que formas del espacio y del tiempo que comúnmente consideramos excluyentes operan juntas: en este sentido, podemos decir que La terquedad es analógica y digital, histórica y mítica, onírica y lúcida.
La traducción puede ser leída en diálogo con La terquedad, la obra de Spregelburd parece ser el interlocutor natural de la obra de Feldman. Ambas se presentan como proyectos a gran escala para la sala María Guerrero del Teatro Nacional Cervantes. Son obras de larga duración, que desde el vamos le proponen al espectador una cierta incomodidad asociada a la detención y al tiempo. Pero sobre todo ambas propuestas coinciden en la traducción como principio fundante de un lenguaje que permanece como potencia en lo ya dicho. La traducción es la última de las obras de un proyecto que Matías Feldman desarrolló durante casi una década con la Compañía Buenos Aires Escénica bajo el título “Pruebas”. Y no es un detalle menor que este proyecto haya comenzado experimentando en torno a la noción de espectador. Esta última prueba, la 8, integra a todas las anteriores en un sistema procedimental cuyo principio constructivo es la traducción.
La obra se inicia con un prólogo en el que los cuerpos, los objetos y los textos se ofrecen a los espectadores en tanto condensadores de verdadera experiencia. Los personajes se amontonan en una suerte de vitrina junto con algunos objetos que luego serán utilizados en las sucesivas escenas. Cuerpos y objetos son explorados por los espectadores a través de una cámara, cuyo registro es proyectado en la escena. ¿Qué es lo que se expone en ese continuum de imágenes de personajes, elementos decorativos, accesorios, instrumentos, armas? ¿Qué aportan las imágenes sonoras en las que alternan fragmentos en alemán y en español extraídos de géneros discursivos y situaciones comunicativas diversas? Aportan verdadera experiencia. Su aparición fragmentaria, discontinua, activa aquello contenidos que la inteligencia no pudo asimilar como memoria voluntaria y que así, fragmentaria y discontinuamente, permanecen adheridos a las cosas, a las palabras y a las personas y sus acciones. El prólogo de la traducción funciona como una suerte de excavación arqueológica deliberada en busca de esos contenidos que los artistas y espectadores comparten y a los que les dan forma de imágenes.
En el desarrollo de la obra, entonces, los personajes guiarán a los espectadores por una constelación de imágenes asociadas a la revolución latinoamericana que es el tópico que las protagonistas, las hermanas Meier, retoman para su movimiento político. Pero lo harán por afuera del ordenado y tranquilizador eje cronológico-causal. El propio Feldman habla de un teatro vertical que requiere de la alternancia de la detención y la repetición para que surjan los sentidos que los sistemas lingüísticos, gestuales, representacionales sustraen a la percepción del espectador.
En el corazón del dispositivo escénico encontramos la facultad igualadora del artista y del espectador de generar sentido estableciendo semejanzas entre el signo y la cosa más allá de los conceptos. Esta facultad se asimila a la traducción, entendida como un mecanismo que funda lenguajes. Escribir, dirigir y actuar teatro es traducir una constelación de fragmentos culturales a un lenguaje que existirá en la medida que la obra cree las interrelaciones necesarias entre esos elementos. Como correlato, en el acto de mirar los espectadores reformulamos la relación del lenguaje con el mundo; podemos hacerlo porque la obra misma, a fuerza de negar, fragmentar y discontinuar la comunicación, refuerza la expectación como detención. Detenidos, los espectadores podemos realizar una traducción inversa: de la obra hacia los contenidos de experiencia que los lenguajes encubren cuando simulan estar comunicando, representando. Podemos hacerlo porque durante tres horas se detiene el continuum de la historia para que podamos percibir el vacío que se extiende entre las palabras y las cosas. Frente a ese vacío los espectadores también traducimos, fundamos lenguajes. Nuestra experiencia también es un álbum que completamos arbitrariamente con las imágenes que existen por afuera de las representaciones simbólicas convencionales. Por afuera de los lugares asignados y las formas establecidas.
Tanto en La terquedad como en La traducción lo representado orienta la percepción hacia lo que no está representado, lo inefable, esos restos de historia en los que nuestra memoria individual se descubre contenido de una memoria colectiva.
Lo que aquí llamamos teatro materialista trabaja a partir de principios estéticos que sirven a la configuración artística de contenidos de verdadera experiencia y a nuestro entender tiene como correlato la activación de un modo particular de percepción estética: crea nuevas modalidades sensoriales que efectivamente son nuevas formas de repartición de lo sensible; formas que entienden la producción de sentidos no como un problema de la representación o de la intención política sino como una relación de fuerzas entre imaginarios, entre, diría Rancière, diversos regímenes de sensorialidad. Nos interesan estas producciones porque tienen presente las posibilidades perceptivas del espectador que no se agotan en aquellos aspectos que la escena vuelve consciente como ideas.
Esto tiene sentido en la medida en que entendamos que las producciones escénicas pueden concebir, como decíamos más arriba, la dimensión perceptiva como un campo de transformaciones estético-políticas que se construye en solidaridad con los espectadores y asumir que la experiencia estética va más allá de los referentes y las intenciones. Asumir que la capacidad emancipadora de asociar y disociar imágenes no es privativa de la actividad artística, que los espectadores se constituyen también en el ejercicio de esa capacidad.
Insistimos con esto porque sabemos que la intención artística de transformar la representación en presencia y la pasividad en actividad, tan recurrente en el giro performático de la escena actual, puede tener como resultado experiencias opresivas para el espectador si no reconoce en la práctica de detenerse y mirar arte una actividad tan transformadora en sí misma como el hacer arte. Producciones estéticamente rupturistas, sostenidas por una estimulante red de imágenes pueden convertirse rápidamente en una pedagogía mimética o en una ética embrutecedora cuando sustraen esa red de imágenes del campo de la percepción para llevarlo al campo más estable y seguro del hacer consciente algo que el espectador no sabe, o que sabe, pero necesita la confirmación.
La concepción materialista de la escena supone una relación particular con el espectador que está sostenida por la certeza de que existe una tensión entre la actividad perceptiva y la tendencia de los artistas a volver esa actividad contenido de conciencia. Desde esta perspectiva estética esa tensión debe ser aprovechada en el proceso de producción de sentido.
La pregunta sería entonces de qué manera y en qué medida los directores y las directoras –en el marco de sus poéticas- hacen jugar la actividad perceptiva del espectador en favor de una experiencia estética; en qué medida el modo en que conciben esa actividad los acerca o la aleja de esa configuración que es inherente a los lenguajes artísticos. En definitiva, se trata de ver cómo inscriben en el tejido de lo sensible su relación con ese otro, al que siempre nombran como indispensable, el que se detiene y mira.
La experiencia estética del espectador
Si el teatro materialista trabaja a partir de principios estéticos que sirven a la configuración artística de contenidos de verdadera experiencia y su correlato es la activación de un modo particular de percepción estética, asimilable a la tarea de un traductor de imágenes, podemos decir que se trata de una forma escénica que alude al espectador en tanto experiencia estética.
Siguiendo la perspectiva de Schaeffer (2018), definimos la experiencia estética como una de las modalidades básicas de la experiencia común del mundo, sostenida por una singular inflexión estructural de los recursos atencionales, emocionales y hedónicos de los que todos disponemos. Para este autor, los recursos de la atención estética son los mismos que los de la atención común, solo que involucrados en estrategias diferentes. De modo que las conductas atencionales asociadas a una experiencia estética se vinculan con estrategias de recepción antes que con sistemas semióticos. Schaeffer reconoce la dialéctica entre la atención focalizada (dirigida hacia la localización del objetivo antes de que este aparezca) y la atención distribuida (abierta a todo el campo perceptual sin privilegiar ninguna zona) en cualquier situación atencional; lo hace con el objetivo de llamar la atención sobre la importancia que esta última adquiere en la experiencia estética. Esto no significa que reste importancia a recursos de prefocalización en la configuración de tal experiencia, significa que el espectador, por ejemplo, en una inflexión estética de la atención considera “cualquier diferencia perceptible como (potencialmente) pertinente, sin un proceso de selección previa en cuanto a la pertinencia o la importancia relativa de los diferentes componentes” (58). Esta potencial pertinencia de cualquier diferencia perceptible constituye para nosotros un principio de sistematización de las imágenes estéticas que, en efecto, operan en función de una atención distributiva. Retomando el ejemplo del prólogo de La traducción podemos decir que esa acumulación inicial de personajes, objetos y discursos, que parecen estar todavía buscando un orden en la escena, reclama para sí una disposición atencional abierta a todo el campo perceptual. Es esta disposición atencional la que hace que la recepción pueda ser asimilada a la traducción en términos de Benjamin.
Por otra parte, Shaeffer distingue la estrategia perceptiva ascendente, que opera automática y modularmente en el tratamiento de señales visuales o auditivas para ir de formas más simples a formas más complejas, de un proceso perceptivo descendente que opera cuando esta estrategia fracasa frente a un estímulo demasiado novedoso. Este proceso es guiado por una atención activada de manera endógena y voluntaria y desemboca en un aprendizaje perceptivo. Entonces “no existe una atención estándar así como no existe una atención estética, sino una pluralidad de estrategias atencionales que se nutren todas ellas de los mismos recursos y que pueden ocupar según las situaciones o las tareas, múltiples posiciones” (76) en las diferentes dinámicas atencionales. El recorrido que este autor plantea en torno a la atención nos permite observar que las estrategias cognitivas adoptadas por un espectador están determinadas por las disposiciones estables que definen los “perfiles cognitivos” que pueden distinguirse en función de la polaridad entre un “estilo ascendente” y un “estilo descendente”. Volviendo al ejemplo del prólogo de La traducción, esa constelación de imágenes requiere de la combinación de las estrategias atencionales, especialmente del estilo cognitivo descendente, en una inflexión estética de la atención. Es esa combinación de estrategias atencionales descendentes la que funda la experiencia estética en tanto única e irrepetible. En este sentido, tenemos claro para nuestra investigación que la modalidad atencional es la primera de las variables de análisis de la experiencia estética y que en nuestra observación tenemos que trabajar sobre la configuración de los “perfiles cognitivos” de los espectadores.
Por otra parte, no tenemos que perder de vista los fenómenos emotivos que existen en formas más o menos complejas –en las que pueden distinguirse un contenido emotivo, un disparador y una valoración de placer o displacer-, cuya vinculación permite pensar algunos aspectos de la experiencia estética sin renunciar a su condición de experiencia cognitiva. Lo que le importa señalar es que las emociones no se ubican en un nivel precognitivo, sino que ambos sistemas, el cognitivo y el emocional, tienen en sí una arquitectura jerárquica desde la cual se relacionan de una manera más compleja de lo que se considera tradicionalmente. Una de las conclusiones más significativas a las que llega Schaeffer en relación con el alcance de las emociones en la experiencia estética tiene que ver con las implicancias del desacople entre las emociones y las consecuencias “estándares” que la modalidad estética promueve. En tales casos,
debido a que las emociones se adhieren a una actividad atencional que en sí misma está, previamente (y por el hecho mismo de la instauración de un marco que la despragmatiza), desconectada de todo “estrés” pragmático, es por lo que son atraídas a su vez dentro de una dinámica despragmatizada y se ven entonces liberadas de la necesidad de “alimentar” lo más rápido posible una toma de decisión práctica” (122).
Lo que aquí llamamos teatro materialista atraen las emociones del espectador hacia esa actividad atencional despragmatizada, liberadora del efecto directo de la escena sobre el espectador.
Conclusión
A modo de conclusión nos parece sustancial para un estudio del espectador la observación de la experiencia estética como experiencia en sí misma antes que como respuesta a estímulos codificados artísticamente. Así, subrayamos una vez más que la experiencia del espectador tiene su base en la capacidad común de asociar y disociar imágenes. De modo que la actividad espectatorial constituye una “dialéctica de las imágenes” que amplía el campo de la percepción hacia contenidos de experiencia que se sustraen a lo naturalmente dado, a los lugares socialmente asignados. Su particularidad estaría dada por el modo en el que los recursos cognitivos y emotivos se organizan en función de la asociación y disociación de imágenes para traducir tal experiencia a un lenguaje que todavía no existe pero que está latente como un espacio de posibilidad de relaciones entre lo ya dicho, entre lo ya visto. Espectáculos como La Terquedad y La traducción habilitan para el espectador ese espacio de producción de semejanzas extrasensoriales que Benjamin reclama para la lectura, para el juego, para la traducción.
BIBLIOGRAFÍA
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