número 20 | diciembre 2022
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En defensa del arte de la actuación

Daniela Berlante (UNA-UBA)

 

RESUMEN

En los estudios sobre performatividad y artes del teatro de las últimas décadas se registra un gesto sostenido: el de trazar la diferencia entre aquello que es del orden de la actuación, de aquello que constituye la operatoria propia del arte de performance.

Desde una lógica antagónica, los planteos mayoritarios sostienen no sólo que el arte de acción prescinde de la actuación para sustanciarse, sino que es su opuesto.

Así vista, la actuación quedaría asimilada al terreno del artificio y la ficción, en desmedro de la vida y lo real que circularían allí donde no se está actuando.

El presente trabajo se propone reflexionar acerca de la posibilidad de existencia de actuación, aún en aquellas realizaciones escénicas que se perciben y declaran prescindentes de ésta.

                  

PALABRAS CLAVE

Actuación-arte de performance-artificio-lo real

 

SUMMARY

In the studies on performativity and theater arts of recent decades, a sustained gesture has been recorded: that of drawing the difference between what is of the order of performance, and what constitutes the operation of performance art.

From an antagonistic logic, the majority proposals maintain not only that the art of action dispenses with acting to substantiate itself, but that it is its opposite.

Seen in this way, the performance would be assimilated to the field of artifice and fiction, to the detriment of life and the real that would circulate where there is no acting.

The present work proposes to reflect on the possibility of the existence of acting, even in those stage productions that are perceived and declared to be without it.

 

KEYWORDS

Acting-performance art-artifice-the real

 

Quienes hayan leído el manifiesto “En defensa del arte del performance” del artista mexicano Guillermo Gómez Peña (2005) advertirán rápidamente que el título de este trabajo “En defensa del arte de la actuación” funciona como un guiño para comenzar a plantear una problemática que gira en torno al tema que da título al Coloquio y hoy nos convoca.

Particularmente, registro en los estudios sobre performatividad y artes del teatro de las últimas décadas un gesto sostenido, casi un imperativo: el de trazar la diferencia entre aquello que es del orden de la actuación, de aquello que constituye la operatoria propia del arte de performance.

Desde una lógica antagónica, los planteos mayoritarios sostienen no sólo que el arte de acción prescinde de la actuación para sustanciarse, sino que es su opuesto.

Tomemos las palabras del propio Gómez Peña cuando afirma que: “[…] ningún actor, robot o encarnación virtual (avatar) es capaz de sustituir el singular espectáculo del cuerpo-en-acción del artista de performance” (2005: 209), o cuando sostiene que en el escenario, los artistas de performance rara vez representan a otros. “Más bien permitimos que se desdoble la multiplicidad de nuestros “yos” y nuestras voces y que representen sus fricciones y contradicciones frente a un público” (218).

Para el fundador de La Pocha Nostra, los artistas de performance, a diferencia de los actores, no representan ni actúan personajes, no “desaparecen” (218) detrás de éstos, a lo sumo- sostiene- los ejecutan.

Me pregunto puntualmente, en qué momento la así denominada ejecución se desinscribe de la actuación, me pregunto también qué características precisas posee esa separación, cuán tajante se erige la línea que divide la actuación de la ejecución de personajes para que le permita colegir a Gómez Peña que esta última modalidad no es asunto de actuación. Finalmente, me pregunto por qué en tanto artista de performance, práctica que -según se desprende de sus dichos- estimula la ambigüedad y la contradicción, recurre a un esquema binario y dicotómico para sostener su argumentación:

Lidiamos con la “presencia” y la actitud desafiante en oposición a la “representación” o la profundidad psicológica; con el “estar aquí” en el espacio en oposición al “actuar” o fingir que somos o estamos siendo. Richard Schechner elabora la siguiente idea: “En el arte del performance la ‘distancia’ entre lo real-verdadero (social y personal) y lo simbólico, es mucho menor que en el teatro de drama donde casi todo consiste en fingir, donde incluso lo real (una taza de café, una silla) se convierte en fingimiento.” (220).

Así vista, la actuación quedaría asimilada al terreno de la artificiosidad y la impostura, en desmedro de la vida y lo real que circularían allí donde no se está actuando.

En esta línea ubicamos a Marina Abramovic, cuando apunta que la diferencia entre el teatro y la performance es que en esta última la sangre es sangre y en el teatro, la sangre es kétchup. La sentencia que se desprende de este enunciado al poner en valor la autenticidad de una de las prácticas en detrimento de la impostura de la otra será el disparador para reflexionar acerca de la posibilidad de existencia de actuación, aún en aquellas realizaciones escénicas que se perciben y declaran prescindentes de ésta.

Me impacta la manera como Serge Danan (2016, 32) describe la famosa performance Inferno de Romeo Castellucci en el Festival de Avignon:

El ataque del espectáculo es conocido. Castellucci avanza solo hacia el público, sobre la inmensa platea de la cour d’honneur del palacio de los Papas y lanza “Me llamo Romeo Castellucci”. Acaba de ponerse un equipo, mientras entran a escena siete perros lobos atados; tres de ellos –apenas son soltados-lo asaltan con una brutalidad que lo hace caer al piso donde se ensañan con él, destruyendo con sus dientes el traje de protección (el rostro y las manos no están protegidas) hasta que son llamados por los adiestradores.

La toma de riesgo, aunque sea calculada – y se imagina, minuciosamente repetida- es real; y el efecto, multiplicado por la resonancia de los ladridos, es aterrador. El espectáculo se ubica de entrada, bajo el signo de las grandes performances históricas (performance en sentido estricto), por la puesta en juego de su autor e incluso de su integridad física. Que la acción sea repetida, noche tras noche, no le quita en nada su diemnsión de performance: el ataque de los perros es real y se produce cada vez, como por única vez; la sacudida que hace estremecer el cuerpo de Castellucci y que lo arroja al suelo también es real; hay algo allí, sin duda, porque los animales por más controlados que estén son agentes a los que excede todo cálculo, y esto puede producirse, no, esto se produce cada noche como si fuera la primera vez (2016: 33)

Ahora bien, aún cuando Castellucci se haya presentado vociferando el propio nombre para dejar establecido, a la manera de un pacto de lectura, que no representaría ningún personaje, aún cuando un ataque incontrolable de los perros habría podido desencadenar un atentado contra su integridad en escena ¿podemos sostener que no actuó o que allí no hubo actuación? ¿Podemos acordar con que el aspecto presentativo propio de la performance y del teatro de presentación, categoría con que los estudios teóricos califican a estas realizaciones escénicas, dio por tierra con la noción de representación? El hecho de no haber interpretado un personaje ¿exime a Castellucci de haber actuado?

Creo detectar en esta problemática un malentendido.

Cuando Jacques Rancière se las ve en El espectador emancipado (2010) con los reformadores más influyentes del teatro del siglo XX, Brecht y Artaud, encuentra que ambos se propusieron desplazar al espectador de esa condición. Ambos, aunque los medios empleados fueran opuestos, coincidieron en que ser espectador era un mal, porque – según los acusadores del teatro- mirar es lo contrario de actuar o de accionar, porque lo único que puede contemplarse en el espectáculo es la actividad que nos ha sido sustraída. Es ahí que Rancière pone en cuestión la tradicional identificación de las tareas propias de la expectación, esto es, contemplar y escuchar, cuando son asociadas con pasividad, inacción e inactividad.

Si queremos conquistar el acceso a la emancipación, concluye, deberíamos comenzar por desasociar estas identidades tan férreas que sólo han promovido la transmisión directa de lo idéntico.

En este sentido es que me permito poner en cuestión una asociación que percibo, bastante extendida, no exenta de un juicio de valor velado pero deducible, que identifica la práctica de la actuación con el territorio de la ficcionalización y –en tanto tal- del artificio, la redundancia y la representación como operación de segundo orden.

Tal vez como un lastre de lo que ha sido concebido desde finales del Siglo XVIII en términos de encarnación (Fischer Lichte, 2011), operatoria que bregaba por la descorporización del actor en beneficio de la constitución de los signos de su personaje para su consiguiente interpretación, la actuación quedaría ligada a un procedimiento cuestionable, teñido de sospecha, irreconciliable con la verdad, ubicado en las antípodas de lo real.

A esta presunta modalidad devaluada del ser en la escena se le opondrían desde los años sesenta y a partir del giro performativo dado por las artes, el vitalismo, la autenticidad, la transparencia, lo real y genuino de aquellas realizaciones que se declaran prescindentes de la actuación. Como sostieneAbramovic: “El teatro es falso …ustedes pagan por una entrada y ven a alguien que representa la vida de otro…La performance es exactamente lo opuesto…Se trata de un concepto diferente. Se trata de la verdadera realidad” (Danan,2016:17).

Ahora bien, ¿cómo se supone que se puede estar en escena sin actuar? ¿Cómo, sin representar? El malentendido, creemos, surge de asociar indefectiblemente actuación con la interpretación de un otro que no es el propio actor. Y actuar no es necesariamente sinónimo de interpretar. La interpretación de un personaje, la representación de las vidas ajenas es sólo una de sus posibilidades. Tal vez la más extendida, la más cristalizada a la luz de la posición hegemónica que ha sabido ocupar el teatro dramático en Occidente. El malentendido continúa cuando se inscribe a la actuación en el terreno de aquello que no es naturaleza sino su copia falseada e impostada. Desde esta lógica, quien se presentara en escena desprovisto de personaje no estaría actuando, estaría siendo él mismo ( y en determinados contextos esta condición supone una valoración positiva).

Para desplegar la problemática voy a tomar el caso de Las Personas, el biodrama creado por Vivi Tellas en 2014, quien para conmemorar los 70 años del Teatro San Martín puso en escena a los propios trabajadores del teatro. Veintidós personas, entre acomodadores, vestuaristas, asistentes, sastres, utileros, técnicos, diseñadores tuvieron la oportunidad de presentarse ante un público que celebraba la ocurrencia, aplaudiendo cada una de las intervenciones de los hacedores del San Martín. Anécdotas personales en relación con jefes y autoridades, el amor por el oficio - transmitido en muchos casos por generaciones-, la relación con el público, el sentido de pertenencia, iban conformando el archivo del que se nutría el espectáculo para su realización. El material testimonial se convirtió en el documento vivo del detrás de escena al que, normalmente y en tanto espectadores, no tenemos acceso. Además, –a la manera de testigos involuntarios- pudimos acceder a los testimonios sobre las figuras consagradas (con nombre y apellido) que pasaron por sus escenarios.

Había también en Las Personas espacio para la ficción y ese momento se verificó cuando los trabajadores se vistieron con los trajes que fueron  usados en puestas emblemáticas: las camisas de fuerza de los locos en Marat-Sade, la capa que llevaba la Nora de Elfriede Jelinek, la de Hamm en Final de Partida. El acto de portar el vestuario que cubrió a actores de la talla de Alcón o de Elena Tasisto les permitió por un rato a ellos también volverse personajes. Los textos de las diferentes obras comenzaban a entrecruzarse y era bien interesante ver cómo funcionaba el arte de la actuación entre quienes no eran actores. Tal vez en esto residió la apuesta: en traer a la presencia a aquellos que conforman el revés de la trama de la oficialidad, a los fabricantes de escena, a la mano de obra invisible que -no por silenciosa- es menos teatral.

Ahora bien, ¿podemos sostener que sólo hubo actuación a partir del momento en que los trabajadores se colocaron los trajes y comenzaron a emitir los textos de las obras que ya habían sido puestas en escena? Cuándo no representaban ningún papel y sólo estaban en escena como ellos mismos, ¿no estuvo presente la actuación? ¿No actuaron? ¿Podemos creer que aún sin personaje a cuestas, pero parapetados sobre el escenario de la sala Casacuberta y con un público que los estaba observando no actuaron?

Tal vez lo hicieron desconociendo el mecanismo, sin saberlo, sin técnicas y sin ninguna manifestación física obligada. Tal vez ocurrió cuando se desencadenó el proceso de la teatralidad (Féral, 2004), cuando el espectador creó con su mirada un espacio de alteridad por fuera del cual se posicionó para dar lugar al advenimiento de un juego de ficción, aún cuando el espectáculo apostaba a mostrar algo del orden de lo real.

Cuando Castellucci juega a ser él mismo en el palacio de los Papas hay algo que no puede controlar y ya no son los perros lobos. No puede impedir que se desencadene el proceso propio de la teatralidad, por el cual los espectadores tienen, a través de sus miradas, la libertad de ficcionalizar, de ver como teatral una ocurrencia que se pretende del orden de lo real. En la medida en que los espectadores postulen que el espacio del performer es privativo de él y no les pertenece, lo que se declaraba real admitirá ser leído como teatral, y la presentación del performer, como actuación.

Aun cuando el performer se haya presentado con su propia identidad, aun cuando haya asegurado que no construiría un personaje, aun cuando toda huella de ficcionalización haya sido neutralizada, si se está en situación de representación -creemos-  no se puede no actuar, no se puede sino actuar. Actuar es un imperativo. Actuar es lo fatal.

¿Pero qué es actuar? Desde ya que no hay una mirada unívoca y es precisamente en esa pluralidad donde radica la riqueza de su entidad siempre cambiante, multiforme y controversial.

En lo que a mí respecta y ya a título personal, voy a acercar una respuesta que no me pertenece pero que me interpela desde la primera vez que leí a su autor, a Grotowski (1986) y todavía hoy me sigue conmoviendo. Actuar, dice el maestro polaco, es la exposición absoluta de la propia intimidad.

Admiro lo sintético y poderoso de la sentencia porque entonces, el acto de dar, de darse, ofreciendo a los otros la propia intimidad ya como un don (de darse) o como un sacrificio (el de la propia intimidad) se convierte –como diría Agamben (2005)- en el gesto donde una vida se pone en juego, donde arriesga y pone en riesgo algo de sí.

Y esta puesta en juego y riesgo involucra tanto a actores y a actrices como a performers por igual, sin diferencias ni distinciones.  La apuesta vital les concierne a todos, homogeneiza, democratiza, disipa las divisiones que desde determinadas lecturas se pretende establecer.

Finalmente, no es posible no actuar porque no es posible estar en situación de representación sin ofrecer, ya como don o como sacrificio, lo que se es.

 

BIBLIOGRAFÍA

Agamben, G. (2005). “El autor como gesto” en Profanaciones, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Danan, S. (2016). Entre teatro y performance. La cuestión del texto; Buenos Aires: Artes del Sur.

Féral, J. (2004). “La teatralidad: en busca de la especificidad del lenguaje teatral” en Teatro, teoría y práctica: más allá de las fronteras. Buenos Aires: Galerna.

Fischer- Lichte, E (2011), “Sobre la producción performativa de la materialidad” en Estética de lo performativo, Madrid: Abada.

Gómez Peña, G.” En defensa del arte del perfrmance”. Horizontes antropológicos, Porto Alegre, ano11, n.24, p. 199-226, jul./dez. 2005

Grotowski, J. (1986). Hacia un teatro pobre, Mexico: Siglo XXI.

Rancière, J. (2010). El espectador emancipado; Buenos Aires: Manantial.