La danza de los invisibles
Reflexiones en torno de las corporalidades dancísticas urbanas en contextos de vulnerabilidad
Carla L. Llopis (UNA)
RESUMEN
En el marco de los encuentros de los talleres de danza coordinados por el Programa Escuela Abierta, Club de Jóvenes, del Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, orientado a los jóvenes de los barrios populares porteños, he realizado una investigación que intentó problematizar las corporalidades dancísticas contemporáneas en la cultura urbana, durante el año 2021. Uniendo mi formación académica –Licenciatura en Filosofía- con la danza, disciplina que practico, investigo y desarrollo profesionalmente, indagué sobre las distintas concepciones de corporalidad que aún tienen vigencia en nuestra vida contemporánea, vinculándolas con los mecanismos de invisibilización, sexuación y violencia en las juventudes vulnerables.
PALABRAS CLAVE
Corporalidad, vulnerabilidad, danza, contexto urbano.
Hacer foco en la corporalidad –entendida como el cuerpo historizado, normativizado, texturado y dicho- es resistir a la condición fantasmagórica del cuerpo, por su oscilación entre presencia y ausencia, y por su status pre-objetivo, pre-lingüístico y pre-reflexivo. La corporalidad se hace de lenguajes y de intensidades: espacios, colores, olores, sabores, experiencias, sensaciones interpretadas como placeres o dolores. Detrás de estos, la visualización del cuerpo se vuelve imposible. No obstante, reconocer esta imposibilidad no excluye un acercamiento, aunque por escorzos, al espesor material de la carne, que se manifiesta en los surcos que el lenguaje deja sin descifrar. Considero que la danza es una oportunidad en la que el cuerpo resiste a su configuración, como una rebeldía involuntaria que se opone a todos los discursos que definen roles, prácticas, gustos y saberes.
Los interrogantes fueron: ¿Qué queda del cuerpo una vez que ha sido despojado de los lenguajes que lo disciplinan? ¿Puede el cuerpo ser un factor de resistencia contra las dinámicas de invisibilización y exclusión en territorios vulnerables? Dado que no hay disciplinamiento ni relaciones de poder en tanto no haya una resistencia a dicho control, aunque imperceptible, me he propuesto demostrar que la práctica de la danza, en particular aquella que es tomada desde las manifestaciones populares espontáneas, no sólo describe un fenómeno de encuentro colectivo, sino que constituye un mecanismo de resistencia a los sistemas de control de la sociedad contemporánea.
Los objetivos han sido, en primer lugar, problematizar las corporalidades danzantes en el marco de la cultura urbana representada en los encuentros de danzas urbanas citados más arriba; en segundo lugar, y más específicamente, han sido: reconocer el modo en que el territorio configura a las corporalidades que danzan; relacionar los efectos de la territorialidad con las corporalidades dancísticas, teniendo en cuenta los contextos, los recursos y los tipos de acceso; indagar sobre las relaciones entre las corporalidades y la tecnología, en el marco del uso de las redes sociales; reconocer los mecanismos de invisibilización, sexuación y violencia que se ejercen sobre los cuerpos dancísticos contemporáneos; y por último, identificar los modos de resistencia al disciplinamiento corporal a través de los encuentros dancísticos en el marco de la cultura urbana reflejada en la danza.
El corpus de mi investigación estuvo constituido por los talleres de danzas del Club de Jóvenes de Lugano 1 y 2. Dentro del Programa los jóvenes pertenecientes a los barrios populares porteños asisten voluntaria y gratuitamente a 25 escuelas de la ciudad, donde toman los talleres a cargo de profesionales en la materia. Los talleres habilitan la composición colectiva y funcionan como un espacio de encuentro y conformación de grupo de pertenencia. Se ofrecen distintos talleres, además de actividades deportivas. Entre ellos, producción de radio, breaking, danza contemporánea, hip-hop, ritmos urbanos. Además, se realizan actividades pedagógicas, como salidas al teatro, visitas a centro culturales, e intercambio lúdico y didáctico entre las diferentes escuelas. Hacia el final del año lectivo, en algún espacio de la ciudad de Buenos Aires –por ejemplo, Adán Buenos Aires o el Parque de la Ciudad- se suelen mostrar los trabajos coreográficos realizados durante el año. Mi participación en los talleres de danza fue activa, a veces haciendo la clase, otras dándola, y en la mayoría de los encuentros, acompañando a los docentes con pautas y propuestas de composición.
Anclajes territoriales
El territorio donde el cuerpo habita no es un continente de relaciones, ni un espacio vacío donde se activan las relaciones humanas. El territorio es un ámbito de significación, correspondencia, interpretación y percepción de uno mismo y de los demás; es la condición en la que se desarrollan las vivencias, es lo que define lo cercano y lo lejano, lo propio y lo ajeno, el límite, la frontera del miedo, la tranquilidad del hogar. María Zambrano hace decir a su Antígona que la patria es el único lugar donde se puede olvidar, y me animo a agregar, el único lugar donde es legítimo elegir qué olvidar. Una tierra propia define el modo en que los cuerpos se agarran, el alimento que incorporan, las condiciones y las posibilidades en que se come y con quiénes se comparte la comida. Un territorio activa en la memoria los olores, las infancias, las iniciaciones sexuales, los códigos morales, las relaciones de poder, las desobediencias y las tolerancias. El territorio también es siempre un espacio de poder, y tiene significaciones diferentes en relación con quienes lo habitan y quienes lo interpretan desde afuera. Los cuerpos se mueven siempre en un lugar. Lo que mueven, cómo lo mueven, por qué lo mueven, está vinculado con su espacio de pertenencia. Pensar los cuerpos y la danza en un marco territorial es una oportunidad para comprendernos, no sólo como grupo específico de producción de movimiento, sino como comunidad inespecífica, en permanente búsqueda de su identidad.
La urbanización ha funcionado como categoría moralizante, dada la vinculación que la ciudad ha tenido con el progreso, la tecnologización y las concepciones de bienestar. Sin embargo, urbanizar no es resolver problemas, a menudo es enfrentarse al hacinamiento, a la mala calidad del aire, al desabastecimiento de recursos estratégicos – como el agua, la electricidad, la conectividad -, al aumento de la desigualdad social, y al proceso de invisibilización de ciertas zonas que la urbe legitimada no quiere incluir. A esto se le suma el factor de las corporalidades migrantes, que cargan la memoria y los símbolos de su tierra. Los que han sido desplazados forzadamente, por cuestiones políticas o económicas, violencia doméstica, conflictos armados o desastres naturales, reconfiguran su nuevo territorio por medio de procesos de apropiación que no siempre tienen una recepción hospitalaria. Con los retazos de su historia, el recuerdo del olor a la comida, los sonidos, las fiestas, y el rompecabezas de piezas que no encastran, habitan en medio de la segregación socioespacial una corpocartografía -cartografía encarnada- que les actualiza que no sólo migra hacia otro lugar, sino hacia otras formas de ser y de vivir.
Desterritorializaciones y reterritorializaciones corporales
La definición del territorio no sólo es una necesidad del trabajo de campo, sino la condición fundamental para la comprensión de aquello sobre lo que se reflexiona. Situar el pensamiento y la observación es crear un lugar; se trata de negociar con lo visible y lo invisible, para generar los contornos y activar los dispositivos. Territorializar es situar la práctica, asumiendo que siempre hay vacancias, líneas de fuga, rincones para escapar. Entrar a un lugar siempre es salir de otro. Ocupar un lugar es saber que se podría no estar ahí, tal vez escapando por alguna puerta secreta; ocupar un lugar es reconocer también que si decidiera salir puedo regresar, aunque el costo de la vuelta sea observar que ese espacio ya no puede ser el mismo que dejé anteriormente.
Los caminos de la ciudad abren los espacios y los vuelven visibles. Son ejes comunicativos que no sólo conducen a los lugares, sino que constituyen ellos mismos un lugar. En los lados oscuros de la ciudad, la población marginal creó redes ignoradas por los que viven en las zonas iluminadas, donde las manzanas funcionan como archipiélagos en un océano nocturno, y los límites se van haciendo a medida que se avanza. Los habitantes parecen nómadas, porque se ubican donde hay algún espacio pequeño, y se expanden dejando huellas de su exclusión y su ocultamiento. La frontera es móvil, de contornos indefinidos, y no sólo delimita el adentro del afuera, sino que identifica sectores, zonas transitables desde dentro y vacíos que sólo se pueden llenar si alguien irrumpe con su cuerpo. En las vísceras de los barrios populares, la violencia es un elemento intrínseco de la espacialidad urbana, define relaciones de fuerza, sectores de dominación, acuerdos implícitos. La movilidad responde a la satisfacción de necesidades, pero a medida que el barrio se mueve desde dentro se habita un mundo, se encarna su historia colectiva.
Tomando los conceptos de liso y estriado de Deleuze y Guattari, en el marco del análisis corpoterritorial la definición de estos dos modos de espacialidad ayuda a comprender el abismo situacional de las corporalidades contemporáneas. Existe un marco ordenado de comprensión del mundo, un barrio reconocible, un conjunto de roles, técnicas específicas de quehaceres artísticos; pero también existe, y justamente porque lo otro no deja de estar presente, una zona indescifrable, un movimiento que no se adapta a la danza concebida con fines espectaculares, un anti-sistema de relaciones que desordena hasta los vínculos de poder.
El espacio liso está ocupado por acontecimiento o haecceidades, mucho más que por cosas formadas o percibidas. Es un espacio de afectos más que de propiedades. Es una percepción háptica más bien que óptica. Mientras que en el estriado las formas organizan una materia, en el liso los materiales señalan fuerzas o le sirven de síntomas. Es un espacio intensivo más bien que extensivo, de distancias y no de medidas. Spatium en lugar de Extensio. Cuerpo sin órganos en lugar de organismo y de organización. (Deleuze y Guattari, 2004, p 487)
En una zona urbana en la que la luz recorta formas apenas reconocibles, los caminos tienen un diseño imperceptible, las casas son cubículos inexactos y aparentemente disfuncionales, hay un estriaje que habilita el movimiento de sus habitantes según algunas normas intrínsecas. Pero también hay un liso que se resiste a adaptarse a las especificidades de la cartografía de la ciudad. Hay un infinito en la oscuridad que no quiere partirse con los bordes de las luces de led. Hay una intensidad no extensiva, que se respira entre caminos angostos, donde no se sabe si se está yendo hacia el centro de un agujero que se agujerea cada vez más, en lugar de trazar un trayecto hacia un punto demarcado previamente. No hay estriado sin liso, ni liso sin estriado. No hay oscuridad sin las huellas de lo que se supone que se observa, por acercamiento semántico, y no hay estructura semi-urbana sin ese abismo espacial que se desanda a sí mismo, en lugar de invitar al recorrido.
Moverse en una zona –diseño de trampas para el extranjero que lo transita es no migrar, permanecer en el sitio que no se quiere abandonar, a menos que se juegue la conquista y la necesidad vital de ocupar un lugar para sobrevivir. Corporalidades lisas y estriadas coexisten tanto en las prácticas cotidianas como en el abandono de las reglas urbanas. Corporalidades hambrientas que sólo ven lo que desean, y sienten lo que les falta; corporalidades agujereadas, implosionadas, intensas. Pero también corporalidades que se domestican se disciplinan, se ordenan dentro de las relaciones de poder de adentro y de afuera. El cuerpo, que es liso por definición, inorgánico, intenso, encastrándose en la corporalidad estriada, definida, acontecida.
Los asentamientos tienen problemas cartográficos: si se observa el Google maps hay extensiones de tierra que no tienen ni calles ni pasajes ni subdivisiones, como un bloque de piedra inmenso sin intervención humana, mientras que en otros terrenos hay un diseño fortuito de caminos, nombrados como “pasaje 1”, “pasaje 2”, etc. De este modo, el escenario habitacional es un conjunto desordenado de parques, microbarrios y bloques macizos de “nada”. Para transitar esta zona hay caminos cuya dirección es hacia las vías principales, y también hay espacios abiertos, donde expandirse, correr e ir a ningún lado.
Un paisaje es un “acto de transformación simbólica, y no sólo física, del espacio antrópico” (Careri, 2002, p. 21). Si bien es cierto que a fines del siglo XX aparecieron los no-lugares (Augé, 1998), no desapareció el sentido del lugar. Aunque hay una producción cultural globalizada y masiva, los distintos espacios experimentan e interpretan de un modo particular el contenido que se difunde. Aunque esté todo orientado al “ciudadano del mundo”, las personas siguen creando lugares, imprimiendo significado y reinventando categorías territoriales. La zona que nos ocupa no está exenta de la hibridación, dado que no están bien delimitadas las zonas rurales de las urbanas. El borde que marca el límite de un lugar no es sólo geográfico. De hecho, hay paisajes virtuales, hay espacios definidos por las prácticas comunitarias, las costumbres alimenticias, los encuentros deportivos, la instancia educativa, o los usos inespecíficos de los hábitos barriales. Las técnicas, los productos, el trabajo, las ideologías, los símbolos son efímeros. Las remiserías clandestinas, las pizzerías, las zonas de prostitución, los sitios donde se intercambian los cartones por dinero, los espacios donde se hacen batallas de rap, los mercados ambulantes no autorizados, la delimitación arbitraria de tribus urbanas por los grafitis son lugares nómades en sí mismos, transgresores y evasores de la cartografía. Son territorios rotos, efímeros, fluidos e inestables.
Nuestras geografías cotidianas están llenas de paisajes incógnitos y de territorios ocultos, en buena medida debido a su compleja legibilidad. Cuando no entendemos un paisaje, no lo vemos: lo miramos, pero no lo vemos. (…) Las geografías de la invisibilidad (aquellas geografías que están sin estar) marcan nuestras coordenadas espaciales y temporales, nuestros espacios existenciales. (Nogué, 2007, p. 377).
El cuerpo piensa a través de la danza
Hablamos de los factores del movimiento, del gesto, de la inscripción histórica de una postura, del contagio quinestésico. Un entendimiento celular, que funciona como el sistema hormonal, conectando y transportando información, se activa en el movimiento danzado.
Se trate de una experiencia propia o ajena, estamos hablando, ni más ni menos, que de los modos en que se organiza un cuerpo en movimiento. Una corporalidad organizada no está exenta de cargas valorativas; toda organización es funcional, dominante y jerarquizadora. Si la organización es mecánica, y se apoya en una interfaz de cuerpos relacionales, estamos nuevamente ante el dualismo cuerpo-alma. Pero si la interfaz se convierte en una intrafaz, donde lo corporal, devenido metacuerpo, se vincula con su inmanencia, los nudos de comunicación intracorporales circulan aleatoriamente, facilitando una dislocación del orden estructural del supuesto organismo. Así, se da lugar a lo amorfo, a lo ininteligible, a aquella “carne” de Merleau- Ponty, que resiste a la desvisualización a la que la someten las disciplinas y las técnicas.
Una corporalidad contemporánea en estado de danza, entonces, no es una subjetividad generadora de una semántica particular, concordante con un contexto y un paradigma cultural que determina sus formas y figuras. Es una subjetividad deshecha, anatómicamente dislocada, perdida en el lenguaje que no está satisfaciendo su apetito, y percibiéndose en los flashes fotográficos que generan las vibraciones de las otras subjetividades, también desorientadas.
La relación que establecemos, o experimentamos, con el propio cuerpo es producto de la transformación permanente a la que nos somete el entorno. Existir como cuerpo es producir sentido, completar la anemia del mundo, hacerse cargo de que en cada acción se pone en juego la supervivencia del cuerpo. Corporificar implica conceptualizar las habilidades adquiridas, y constituir un conocimiento kinético capaz de establecer relaciones que exceden lo sensorial. Se trata de crear un mundo en el orden de lo simbólico, un campo de significación dependiente de las acciones del cuerpo.
Ahora bien, el acto de significar no implica referir algo; la red de significados que abundan en el mundo sirve de circunscripción, frontera delimitante del bagaje abstracto semiótico. El movimiento no es un modo de designar cosas o afecciones, sino que es la presencia del pensamiento en el mundo vivenciado corporalmente. Hablamos de corporalidad cuando deberíamos decir corporrealidad, para referirnos al modo en que esa confluencia de lenguajes que hace a una corporalidad -desde la oscuridad amorfa del cuerpo- crea mundo, crea realidad, vuelve indistinguibles la materialidad del pensamiento y la prepotencia del orden de las cosas.
Un cuerpo en estado de danza es una corporrealidad en movimiento. Establece un tipo de relación particular con el espacio y el tiempo, no sólo habitándolos sino haciéndolos habitables. Rompe la semiosis moderna que vincula al sujeto con la imagen significante o significada. Piensa y se piensa a través del movimiento, crea un sentido no referencial, desarticulado y desorganizado, condensado en la experiencia intraconectiva de su propio juego de fuerzas. Una corporrealidad danzante es una explosión semántica, una dislocación del aquí y el ahora.
Sujeción y resistencia de los cuerpos
La trama simbólica que acompaña la construcción de una subjetividad no es la misma en contextos de vulnerabilidad. Un alto porcentaje de la población queda excluido no sólo de las imágenes hegemónicas de los medios y las redes de comunicación, sino que se instaura como un grupo de cuerpos olvidados, desatendidos por las estrategias políticas de los gobiernos: cuerpos sin salud, sin educación y con escasa alimentación (Boito y D´Amico, 2009). La sujeción no es un concepto filosófico, sino un sistema, aparentemente desregulado, de crueldad.
Las urbes tienen un entramado performativo que interpreta, a la vez que configura, el horizonte de sentido de los cuerpos, a través de negociaciones, intercambios y transformaciones culturales (Dalmasso e Ibañez, 2013). Las técnicas implementadas para apaciguar las faltas –comedores, escuelas abiertas, centros de apoyo a la mujer en situación de violencia doméstica, talleres artísticos- no generan seguridad social ni bienestar, sino que contienen, como una represa, la rebelión de los cuerpos que, casi con desidia, sostienen en el tiempo su desamparo. Una suerte de analgésico social que demora el reconocimiento y logra, en su fase más exitosa, la desapropiación de los cuerpos.
El panóptico puede ser físico, como se observa todavía en el andamiaje institucional, o virtual, a través de la omnipresente mirada invisible de la red, con las innumerables aplicaciones que recaudan información de los usuarios. No me refiero a las redes sociales, en las que se supone una intervención voluntaria respecto de lo que se publica o no, sino a las aplicaciones que constituyen hoy la burocracia estatal, a partir de las cuales se observan los traslados geográficos, las condiciones de salud, los movimientos bancarios, el pago de impuestos, los recibos de sueldo, los infinitos códigos de identificación de la identidad individual, el pago de seguros, la situación previsional, en definitiva, los niveles de visibilidad e inclusión en el aparato productivo. Los invisibles ojos de la web asumen el rol del inspector, que no sólo es el garante del control social, sino que cuenta con el privilegio asimétrico de mirar sin ser visto, de modo que todos los ciudadanos, casi sin percibir el poder ejercido sobre sus cuerpos, adecuan su comportamiento a un control que necesitan para organizar su vida, y gradualmente van disminuyendo el uso de su voluntad para administrar sus prácticas cotidianas. Sin embargo, por más eficiente que sea el mecanismo de control, no se puede evitar la resistencia.
Como es bien sabido, los focos de violencia urbana, que resisten a la matriz normalizadora, tienen un modo de operar que genera tanto el desprecio de sus conciudadanos como la identificación de estos actores como un absolutamente “otro”. Pensar una sociedad con alienación subjetiva y desidentificación es una estrategia peligrosa e infértil para resolver problemas estructurales. De hecho, el concepto de “sociedad” se vuelve imposible, activando pequeñas “comunidades” que se comportan como una matriz intrafamiliar, generadora de seguridad interna, satisfacción temporaria y reconocimiento de los pares. El barrio popular no es en sí mismo una comunidad, sino que está conformado por varias comunidades, cuyas herramientas de cohesión son la actividad que realizan sus integrantes y un paradigma moral compartido.
Los grupos conformados responden a los niveles de inclusión o adaptabilidad social: recolectores de cartón, empleadas domésticas, mulas del narcotráfico, comerciantes de almacenes, representantes de instituciones religiosas, empleados de la construcción, entre otras ocupaciones. En todos los casos, y a pesar de las diferencias, se comparten valores y aprensiones: el cuidado de los niños, la protección de las mujeres que se ocupan de los niños, la tensa relación con la policía, la desconfianza ante los representantes de los organismos de gobierno.
La anatomía política que rompe y rearma a los cuerpos los adecua a una lógica de técnicas específicas, en las cuales predominan aquellas que favorecen la productividad y la eficiencia. Por esto, un cuerpo entrenado disciplinariamente en estas técnicas aumenta sus potencias sociales, así como su docilidad y sometimiento. La prevalencia de aptitudes físicas por sobre las intelectuales es sobredimensionada en los sectores vulnerables, donde el acceso a los trabajos está vinculado al uso de la fuerza física. Y a esto se le suma que muchas personas de esta población podrían hacer un aporte considerable en ciencia, tecnología, economía, sociología o más áreas, sólo por el hecho de conocer desde el suelo las necesidades y los comportamientos de sus pares, pero en la mayoría de los casos no pueden continuar sus estudios, o acceder a la universidad, por tener que trabajar desde la adolescencia.
Nuestros legados filosóficos no son ajenos a este problema. Como se expuso anteriormente, el dualismo alma-cuerpo ha sido una herramienta de poder para designar las jerarquías dentro de un mismo individuo. La concepción de que las partes inteligibles del ser humano –aparato emocional y raciocinio- son superiores a la materialidad del cuerpo sigue funcionando a nivel religioso, moral y, sobre todo, político. Entonces, no es sorprendente que las personas que “valen” menos en una sociedad tengan una ocupación vinculada a la parte más desvalorizada de su humanidad: el cuerpo.
El cuerpo como instrumento de la razón parece ampliar su significado en la estructura social. Quienes hacen el trabajo corporal son algo así como la parte material del organismo, y quienes tienen el privilegio de pensar –como si dicha actividad no pudiera realizarse con el cuerpo- son los que organizan, administran, discriminan quehaceres, logrando en la mayoría de los casos un mayor reconocimiento socio-económico. Por más discursos corporalistas que haya, o por más negaciones del dualismo que imponen los saberes alternativos de las últimas décadas, la distinción jerárquica entre cuerpo y alma está tan enraizada que traslada sus categorías a los nuevos ámbitos de expresión.
No obstante, a pesar de estas instancias reguladoras de los cuerpos, la práctica dancística contemporánea pone en jaque el dualismo. La manipulación sobre las energías subjetivas y kinestésicas hace que una coreografía pueda ser asimilada y obedecida en el mismo momento en que la capacidad interpretativa individual se despliega libremente, en consistencia con la relación mente-alma-cuerpo. Además, si una secuencia coreografiada se ejecuta en grupo, la relación interpersonal de los cuerpos propicia un vínculo que no es direccionado por las normas, sino por las necesidades dinámicas y espaciales de los cuerpos acercándose o chocándose en movimiento.
Una nota esencial de los lenguajes dancísticos contemporáneos –y sobre todo en el caso de los ritmos urbanos- es la irreverencia frente a la tradición técnica de la formación académica. Esto otorga a los movimientos una libertad expresiva, cuya semántica no responde a criterios espectaculares o formatos de estilización (Barnsley, 2013). Como una suerte de ritual inédito, el encuentro de los cuerpos en estado de danza parece escapar la lógica estática de la permanencia. Inespecificidad y transformación son los rasgos innegociables de las prácticas del presente.
Si consideramos que las relaciones de poder se imprimen en los cuerpos, es desde ellos que puede surgir resistencias, más eficaces aún si se manifiestan en el mismo sitio donde se ejercen las estrategias normalizadoras (Benavidez Franco, 2018). El poder moldea los cuerpos, termina de delinear sus contornos visibles y determina lo que cada cuerpo tiene permitido hacer, pensar o sentir, así como lo que tiene prohibido. Sin embargo, su fuerza dominadora no tendría razón de ser si no existieran múltiples resistencias. De hecho, poder y resistencia son los únicos capaces de transformar las relaciones intersubjetivas y los entornos. Si las tecnologías o los dispositivos estabilizan las técnicas de poder, el ejercicio de desestabilización también puede formar parte de un poder productivo, no pensado como reacción, sino como creación de alternativas.
La cartografía del escenario urbano nos dice dónde mirar, qué reconocer como espacio habitable; el biopoder escribe sobre los cuerpos “en blanco” para constituirlos moralmente, según la sedimentación social; la educación normalizadora adapta las corporalidades a las necesidades sistémicas de producción y eficiencia. Pero la fluidez de los discursos intracorporales no pone al poder solamente en el rol de opresor. Así como todo poder se ejerce sobre los cuerpos, es desde los cuerpos que se sostiene. Y es a partir de los cuerpos que puede resquebrajarse.
Cuando hablamos de vulnerabilidad, la invisibilidad amenaza cuerpos y territorios. No obstante, como es imposible territorializar cerrando herméticamente las fronteras, porque siempre hay fisuras a través de las cuales se producen desterritorializaciones, es igualmente imposible contener un cuerpo ontológicamente con las normas. Hay una excedencia, una suerte de rebalse, algunas veces producido por el dolor y otras por el placer. Tal vez cualquier actividad artística sea capaz de impulsar esa incontinencia, pero la danza en particular propicia el desborde, por su preminencia corporal y por la subversión de las funciones corporales habituales. Si, en general, debemos adaptar las necesidades físicas al orden disciplinario de los trabajos, los espacios educativos y las reglas de socialización, en la danza hay que adaptar la norma al cuerpo moviente. Bailar no es ejecutar un movimiento tras otro, ni aplicar un ordenamiento mecánico a ciertas partes del cuerpo para lograr un resultado, sino abandonarse a la fluidez de las transiciones, dejar que esa suma de movimientos se convierta en secuenciación. Así como la suma de 24 o 30 fotogramas por segundo no es el cine, si no interviene la velocidad que los convierte en película, la danza no aparece si no se silencia la corporalidad para dar lugar al cuerpo, pre-consciente, materialidad pura, que se abisma al fluir temporal. Es en ese fluir temporal que la corporalidad se desordena y el cuerpo resiste. Espontáneamente surgen el dolor, la ira, la descarga, la alegría, o el conjunto de sensaciones “sin nombre”, intransferibles al lenguaje, que los ejecutantes dicen experimentar.
Los invisibles danzantes
La danza pertenece a los cuerpos, y si bien es cierto que los espacios determinan condiciones de posibilidad, acceso a la información y recursos específicos, la ciudad no tiene zonas de quietud. Ya se trate de una calle en un barrio popular, una plaza en un barrio residencial, o una vereda cualquiera, los jóvenes se mueven. Estamos habituados a ver a grupos ensayando murga en las fechas próximas al carnaval, y cuando el clima es cálido, por las noches puede verse, o escucharse, alguna fiesta que abrió sus puertas para salir a bailar en la calle, fenómeno que se observa con más frecuencia en las fechas cercanas a la navidad, que es cuando los efectos de vecindad parecen desvanecerse.
Pero como las prácticas hegemónicas son, por definición, incompletas, debemos considerar las complejas y cambiantes formas en que los distintos grupos vivencian su corporalidad, en un marco de estratificación social y prácticas culturales propias de sectores sub-culturales.
En las plazas de la ciudad, en esos recreos geográficos, los jóvenes se juntan a alardear sus destrezas, que no sólo son dancísticas, dado que ahí se juegan los roles en los grupos de pertenencia, el respeto a las personalidades más elocuentes, o las condiciones de apertura a otros grupos. Es cierto que la danza no aparece en todos los encuentros, pero basta que un parlante esté conectado a algún celular por bluetooth para que, entre charlas, cerveza o mate, los cuerpos se dinamicen rítmicamente, sin interrumpir la lógica interna de las relaciones interpersonales.
Otro escenario recurrente es el terreno estéril al borde de las vías. Cuanto más escondido está de los transeúntes, más propicio se vuelve a estimular el desafío. El encuentro puede convocar a la práctica del freestyle, tanto en danza como en rap, y antes de crear una competencia se entrena, se consolida la confianza en los más experimentados, se inventa la mística que cumplirá un rol identitario en vínculo estrecho con el barrio –o manzana, estación, terrenito- de pertenencia.
En los espacios sin funcionalidad, los cuerpos “inútiles”, rebeldes, bailan desde la secreta oscuridad de la carne. Pertrechados de movimientos impuestos por la omnipresencia audiovisual, se van desnudando lentamente hasta encontrarse, o desencontrarse, desprovistos de cualquier “deber ser”, abiertos al enmarañamiento caótico de sus intensidades.
Un cuerpo con otro no es un individuo en un grupo. Un grupo no es una suma de individuos, pero tampoco es anterior a ellos. (Simondon, 2015). Por un sistema de creencias que funciona como trama de todas las relaciones posibles, los cuerpos en grupo se superponen. Es lo transindividual lo que permite el juego de relaciones trans-lingüísticas, que opera a través de significantes vacíos, susceptibles de ser llenados por las indescifrables sensaciones del cuerpo y los afectos.
La danza es un modo de gestionar los afectos, y una oportunidad para disolver la violencia de la desigualdad de los vínculos sociales. Y el espacio, que ya no es fijo, ni real ni virtual, pasa a ser “cualquier parte”. (Vercauteren, 2010). Cuerpos en movimiento, en ningún lugar, a ninguna hora, son los focos de resistencia de la metafísica del orden.
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