Testimonio. Entrar a amar
Severo Callaci (Director y actor, Rosario)
Cuando éramos chiquitos, los domingos venían a visitarnos nuetrxs abuelxs a la casa. Compartíamos un asadito en familia y después de comer, cuando ya estaban todxs medios adobados, se giraban hacia afuera las sillas de un lado de la mesa para armar la platea, y ahí se iniciaba el juego. Con mi hermano menor tomábamos la boina peluda de mi abuelo Severo, el salto de cama azul de mi vieja, los lentes culo de botella de mi abuela Lidia, la pipa de Popeye de mi viejo, el pañuelo verde de nuestro hermano mayor, y algunas otras cositas más, y comenzábamos a imitarlxs. Recreábamos improvisando situaciones cotidianas que nos divertían mucho: mis viejxs discutiendo por cualquier boludez, mi abuela cocinando en un quilombo mientras mi abuelo puteaba trabajando abajo en la fábrica, mi hermano re loco tocando el piano a lo Charly García mientras la casa se venía abajo, y así. Ellxs se doblaban de la risa y nosotros también. Algo se alivianaba en la existencia de todxs, quizás reírnos de nosotrxs mismxs, tal vez mostrar lo que no se hablaba. Por un momento nos unía una profunda emoción y alegría, por un rato éramos felices.
Los años y las vueltas de la vida me llevaron a transitar por diversos escenarios con mi profesión. Nunca pensé que esas imágenes de la infancia iban a ser tan definitivas en mi andar, en mi forma de sentir este camino. En realidad, esas reuniones en mi casa venían de mucho más atrás, y me proponían recordar uno de los rituales más antiguos de la humanidad.
¿Pero cómo? Si a mí me habían enseñado en la escuela que el teatro nació entre griegos y romanos.
El miedo más grande de los teatros es el fuego. Sin embargo, es allí donde todo comenzó.
Un día, hace miles de años, por alguna razón, un grupo de familias decidió alejarse de la manada para vivir su aventura. Al cabo de las estaciones de lluvias y monzones, cierto tiempo después, volvieron a reunirse con la tribu debajo de aquel árbol donde se habían despedido. Lxs aventurerxs comenzaron a narrar todo lo que habían vivido desde su partida: bailaban para contar de las serpientes que lxs habían atacado, cantaban para que se escuche el sonido de las aves que lxs habían guiado hasta el rio, tocaban instrumentos de madera y hueso, dibujaban figuras en la tierra, jugaban con las sombras. Con sus cuerpos hacían el todo: el rayo, los pumas, la laguna, la cacería, la montaña, el pez. Agradecían, ofrendaban, sanaban, elaboraban la vida, uniéndose a ella en rituales sagrados. Siempre alrededor de un fuego.
Hace ya casi 530 años llego a América una cultura que no quiso aprender de lo que aquí ya sucedía desde hacía muchísimo tiempo. Esa misma cultura es la que rige hoy en día, la cultura hegemónica, la cultura del conquistador. Esa cultura eurocentrista que repetimos (como colonia cultural que seguimos siendo) tiene como verbo “el conquistar”: conquistar a la chica, conquistar a mi jefe para ascender, conquistar al público que me vino a ver. La conquista se impone, no pregunta, no escucha, solo quiere dominar, para lograr su provecho, para ponerlxs a todxs a sus pies y que repitan sus palabras y modos, para manejarnos con sus premios y castigos. Incluso el machismo está totalmente relacionado con esta forma: las culturas primitivas tenían una cosmovisión mucho más femenina entre sí a través de su relación estrecha con la naturaleza. Así fue como la cultura europea salió a conquistar el mundo aplastando, destruyendo, borrando todo vestigio de memoria ancestral. Amparadxs en la teoría de la evolución justificaron sus masacres, haciéndonos creer que la vida es una carrera, que para llegar a ser el mejor o la mejor de la selva hay que pisar a todxs, y que no nos importe más nada que llegar a la cima. Es mentira que el espíritu de la naturaleza es de competencia. La vida de la naturaleza está regida por la convivencia, son ciclos, es equilibrio que se sustenta y se regula a sí mismo. El tema es que nos cuesta asumir que ese equilibrio incluye a la muerte.
Los pueblos que atesoraban esa cultura milenaria en esta región resistieron cientos de años sufriendo las atrocidades que todxs sabemos. Su estocada final fue la conquista del desierto, sobre ese terrorismo de estado es que se fundó esta idea de país. Los inmigrantes ocuparon la franja central: Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Córdoba, San Luis y Mendoza. Según la economía, estas son las provincias “más ricas” hoy en día. Las otras tres culturas madres quedaron totalmente desplazadas: la quechua del noroeste, la guaraní del noreste y la mapuche del sur; sin contar todos los otros grupos más pequeños.
A veces escucho personas que se preguntan de dónde viene la violencia que estamos viviendo. Quisiera recordarnos que toda la gente que vive en las villas miserias de nuestro país son lxs tataranietxs de los pueblos originarios exterminados por nuestro estado. Que esx muchachx que está en la esquina de la avenida, pidiendo para comer o pidiendo permiso para limpiarnos el parabrisas, sigue viendo con sus propios ojos al conquistador, mientras su sangre recuerda y se retuerce de injusticia.
La cultura no es una industria, no genera productos estandarizados e iguales que deban posicionarse en algún mercado, no busca vendernos una receta o una patente para que repliquemos una idea. La palabra cultura viene de cultivo, de toda expresión que nace en un lugar y en un tiempo determinado. La cultura es una artesanía que se nutre de su propia diversidad, que no es igual a nada ni a nadie, que es libre, pieza única e irrepetible. La cultura que siempre estuvo y que siempre estará es aquella que con su voluntad vuelva a soplar ese fuego inicial. Aquellas obras de arte que nos ayuden a sanar como comunidad, a seguir elaborando los misterios de la vida, con todos sus dolores y todas sus alegrías.
La palabra personaje viene del latín per sonae, que quiere decir para hacer sonar. Esto significa que cuando componemos y calibramos con nuestro cuerpo-instrumento, estamos vibrando, imantando, invocando energías del universo para que nos habiten.
Es nuestro desafío hacer convivir estas dos culturas de una nueva manera, despertando y eligiendo que cultura queremos vibrar: la de ser y conquistar, o la de estar y convivir.
Propongo pues cambiar el paradigma y el enfoque: ya no salir al escenario a ser amadxs…, sino entrar a amar.