número 23 | septiembre 2024
Dossier temático: Disidencias sexuales en el teatro
A A

¿Qué cuerpos no(s) importan en el teatro? Rumores teóricos, normalización y disidencias

Por Eva Carrizo Villar (UNA/UBA)

 

I. Introducción: La pregunta por el cuerpo

 

“La función erótica del teatro no es accesoria, porque
sólo él ofrece cuerpos y no su representación”

Roland Barthes, Eros y el teatro

 

La propuesta que se presenta en este artículo intenta ofrecer una mirada sobre los cuerpos en el teatro desde una perspectiva disidente. Para desplegarla, elegimos comenzar por una pregunta que, parafraseando a Heidegger (2019) podría ser: ¿por qué, en el teatro, hay cuerpo y no más bien nada? En efecto, ¿por qué actores, actrices y gente de teatro siempre mencionan la palabra “cuerpo”? No sólo la mencionan, sino que también la consideran algo fundamental para pensar la actuación. Pero, ¿teorizan sobre el cuerpo, pueden definirlo, caracterizarlo?[1] En un breve recorrido por el ámbito teatral nos encontramos con la respuesta agustiniana, sólo que, en lugar de referirse al tiempo, nos habla del cuerpo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé” (Agustín de Hipona, 2005, IX, 14-17).  

¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de cuerpo en el teatro? Para responder esta cuestión, mi indagación se centrará en lo que Anne Cauquelin denomina “rumores teóricos”, término que refiere a aquellos lugares comunes sobre determinados conceptos del arte que no han sido sistematizados, aunque guardan una enorme eficacia. El cuerpo en el teatro, afirmo, es uno de ellos: se trata de un “rumor”, un sonido persistente entre aulas y camarines que, a pesar de no ser conceptualizado, permite “organizar” la mirada y la práctica de la actuación.

¿Qué se esconde detrás de esos rumores? ¿De qué cuerpo hablamos cuando nos referimos a “el cuerpo” en el teatro?  Reconstruyendo las voces que remiten a los cuerpos, llegamos a la conclusión de que estos rumores tienen una historia y están atravesados de sentidos y teorías subyacentes que nos conducen al dualismo y a la naturalización. De ahí que nos cuestionaremos las implicancias que esto tiene para poder pensar el teatro y los cuerpos que lo habitan. ¿Cuál es el cuerpo socialmente configurado que atraviesa los escenarios, cuáles son sus normas y sus márgenes? Y en contrapartida, ¿cuál es el cuerpo que se expulsa, el cuerpo abyecto, aquél que no importa y, precisamente por eso, nos importa (o nos debería importar)? ¿Cómo el teatro clasifica-desclasifica, legitima-deslegitima, vigila, castiga, pero también celebra ciertos cuerpos?

La pregunta por el cuerpo en el teatro, por tanto, nos va a conducir a una indagación sobre el teatro que, bajo un ala de “liberación”, reproduce y reitera ciertas matrices sociales sobre los cuerpos, constituyéndose como una tecnología de normalización que es eficiente y también excluyente.    

 

II. Rumores teóricos: los sonidos de un silencio encarnado

Muchas veces se ha dicho -como está expresado en el epígrafe- que “el teatro es cuerpo”. ¿Pero qué quiere decir esto? Para responder a esta pregunta, la propuesta de este apartado será reflexionar sobre los discursos en torno al cuerpo que circulan en el medio teatral de la mano del concepto de “rumor teórico” que Anne Cauquelin (2016) desarrolla en Las teorías del arte.

Por “teoría del arte” la filósofa francesa va a entender “todo discurso cuyos efectos es posible percibir en el campo artístico” (Cauquelin, 2016, p.7) de modo tal que la teoría se abre a un campo más amplio que aquel en que queda consignada habitualmente. Desde este punto de vista, la autora trata tanto las teorías especulativas fundadoras –cuyas dos líneas se inician con las filosofías de Platón y Aristóteles (Cauquelin, 2016, pp.13-72)- como aquellas disciplinas que reflexionan sobre las prácticas artísticas –ciertas ramas de la lingüística, la semiología, el psicoanálisis, la hermenéutica, la fenomenología, la historia, etc. (Cauquelin, 2016, pp.73-106). Sin embargo, Cauquelin va más allá y suma la práctica teorizada de los artistas y las teorizaciones que realizan los diversos públicos de arte acerca de lo que se les muestra. Es lo que denomina “doxa teorizante” (Cauquelin, 2016, p.10) y considera que debe ser tomada en cuenta para reflexionar sobre el arte ya que esta “doxa” genera y limita las actividades artísticas. El trabajo de la doxa se tiene que pensar, entonces, no como un borrador confuso sino como “un modo de discurso de cierto género, que no es el revés miserable del logos razonable (…) sino un modo específico, que tiene sus propias reglas” (Cauquelin, 2016, p.11). 

Dentro de la “doxa teorizante”, Cauquelin hace alusión a lo que denomina “rumores teóricos”, esto es, las ideas que el público se hace acerca de la obra de arte, “… el conjunto de sentimientos, juicios implícitos, a priori latentes, que acompañan a los espectadores sin que estos lo sepan” (Cauquelin, 2016, p.127). Los “rumores teóricos”, lejos de ser algo ajeno a la teoría, constituyen una parte activa y móvil de la misma. En efecto, esta mirada sobre el arte no es inocente, no se trata de una intuición no conceptual, sino que ella misma está plagada de “lugares comunes”: “Nadie se salva, si no de la teoría propiamente dicha, por lo menos de su rumor, bajo la forma de lugares comunes” (Cauquelin, 2016, p.127).

Tomando la concepción de Cauquelin sobre los “rumores teóricos”, plantearé que estas creencias que se instalan a fuerza de repetición –y que forjan las costumbres de pensar, sentir y percibir de determinada manera– no van solamente de la mano de los espectadores de la obra de arte, sino que también forman a los mismos artistas. Se trata de “pensamientos” que se adquieren en contacto con las prácticas. Aquellas cuestiones que pueden parecer meras opiniones, gustos personales o, incluso, asuntos laterales susceptibles de variar, en realidad, remiten al eco de teorías que la comunidad artística no sospecha conocer y que actúan como un a priori. En efecto, estos lugares son “comunes” porque “todos los integrantes de la comunidad comparten esos mismos argumentos” (Cauquelin, 2016, p.128). No se trata de una teoría sino simplemente de un “rumor” ya que constituye “… una colección heteróclita armada sin ningún criterio y que no puede imponerse como teoría” (2016, p.129). Sin ser, entonces, una teoría estos “rumores” son profundamente eficaces y efectivos; manifiestan “una vitalidad a prueba de todo" (Cauquelin, 2016, p.129). Su solidez proviene de su extrema maleabilidad –se toman como “lo natural” o “lo obvio” de cada época– y se explica por el hecho de que esos “lugares” no provienen de una transmisión institucional: no se estudian en los libros, no hay textos sobre esto; simplemente se los escucha, como un ruido de fondo, pero –precisamente por eso– tienen una extraordinaria e impredecible potencia.

¿Cómo encontrar estos “rumores teóricos” en el teatro? Según Cauquelin, los “lugares comunes” se pueden identificar lo mismo que los “lugares” o tópoi de la retórica antigua, esto es, sin ningún rigor lógico sino de modo pragmático (Cauquelin, 2016, p.128). Los lugares son “lugares” porque están en todos lados y son “comunes” por su carácter compartido en la comunidad artística, de modo tal que cierto bon sens del medio se forma “a partir de la aceptación y de la afirmación reiterada de estos lugares comunes” (Cauquelin, 2016, p.128).

Vamos, entonces, ahora, a prestar atención a la formación actoral en Argentina y a ciertos “rumores” que circulan entre camarines. Si agudizamos el oído y prestamos atención al cuerpo, podemos oír frases tales como: “escuchá tu cuerpo”, “seguí lo que dice tu cuerpo”, “dejá de pensar, accioná con el cuerpo”, “el cuerpo es tu instrumento, afinalo”, “el cuerpo sabe”, “el cuerpo tiene sus razones”. Desde un abordaje etnográfico centrado en los discursos sobre el cuerpo en el teatro platense del siglo XX, Del Mármol toma nota de otras expresiones que con frecuencia enuncian actores y actrices sobre el teatro: “el cuerpo en el teatro es todo”, “el teatro es cuerpo”, “el cuerpo es lo único que tenés ahí” (Del Mármol, 2015, p.18). De esta escucha, podemos concluir que el cuerpo mismo se posiciona como un “lugar común” en el teatro, algo de lo que se habla siempre –y se considera central, fundamental y único– pero no se teoriza. Todxs saben lo que es un cuerpo y lo que un cuerpo “debe” hacer en escena.

Ahora bien, ¿de qué hablan estos lugares comunes?, ¿qué nos están diciendo y ocultando a la vez? Lo que intentaré en lo que sigue será deconstruir estos “rumores”, esto es, abrir el oído para poder dar cuenta qué se esconde detrás de ellos y, en consecuencia, que “idea” de cuerpo se presupone en el teatro, aunque no se explicita.

En la base de este análisis está presente la idea de “performatividad” de Butler quien –en El género en disputa (2010a)– la concibe como “la práctica reiterativa y citacional mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra” (Butler, 2010a, p.266). El discurso, desde este punto de vista, no es algo que se genere al margen del cuerpo, sino que, por el contrario, “hace cuerpo[2]. Y este hacer cuerpo implica que los discursos –entendiendo por discurso también los “lugares comunes” en torno al cuerpo en el teatro– construyen, en la medida que se reiteran sistemáticamente, determinados cuerpos y no otros. Estas expresiones no son casuales ni inocentes, sino que dan cuenta de todo un entramado de teorías. En efecto, el cuerpo de todo actor o actriz guarda las marcas de una idea o ideal de cuerpo: ha sido entrenado, disciplinado bajo ciertos marcos teóricos que, en la medida en que no se explicitan, se encarnan inconscientemente conformando una segunda piel. Tal como afirma Infante Guell, “una discursividad específica producirá un cuerpo y ese cuerpo (…), producirá un actor, ese actor, a su vez, perpetuará una ideología cultural específica por razón de actuar su cuerpo en el escenario” (Infante Guell, 2008, p.17).

Comencemos con frases como “el cuerpo en el teatro es todo” o “el teatro es cuerpo”. ¿De dónde surge este énfasis tan explícito en el cuerpo? ¿Por qué en el teatro es tan necesario resaltar dicha centralidad? Este lugar destacado del cuerpo, parecería responder a la existencia de algún modo alternativo de entender el teatro, tal vez, un modo en el que el cuerpo no fuera considerado un lugar central. De acuerdo con Naugrette, el teatro puede ser considerado un arte ambiguo y heterogéneo que reposa en la dualidad de la escritura y la representación escénica, aunque fueron muchos los siglos en que esa dualidad se definió de manera inconmovible sobre el texto (Naugrette, 2004, p.16). Desde este punto de vista, podemos inferir que la presente centralidad del cuerpo en el teatro actual obedece a un rechazo hacia un modo de entender el teatro asimilándolo al texto dramático.

Para situarnos en el teatro argentino –especialmente en el teatro porteño y platense–, vamos a reconstruir brevemente las diversas metodologías de actuación presentes desde comienzos del siglo XX (Mauro, 2011; Del Mármol, 2015). En su tesis doctoral, Mauro describe la existencia, en la primera mitad del siglo XX, de dos tradiciones de actuación en el campo teatral porteño: la actuación popular y la actuación culta (Mauro, 2011, pp.253-256). De ambas, comenzará a tener preponderancia la segunda, basada en los lineamientos de la declamación[3]. Hacia los años 30, se consolida una tercera modalidad: el teatro independiente que, desde un aspecto técnico, continúa basándose en la declamación. Esto recién se va a modificar con el ingreso a nuestro país de las primeras versiones del sistema Stanislavski a finales de la década del 50 (Mauro, 2011, pp.264-278). El método propuesto por Stanislavki –particularmente en su etapa más temprana– tiene el objetivo de alcanzar la “verdad escénica” desde el punto de vista de la actuación. Para lograrlo, la premisa fundamental se basa en un trabajo interno de actores y actrices para conseguir evocar emociones a través de la memoria –de ahí el nombre “memoria emotiva”– que luego serán exteriorizadas en la representación escénica: “toda producción externa es formal, fría, y sin objetivo ni significación si no está motivada desde el interior” (Stanislavski, 1999, p.140). Esta técnica acentúa la subordinación de la actuación al texto dramático y a la lógica argumental, dejando al cuerpo en un lugar marginal ya que es necesario que el mismo se encuentre relajado y carente de tensión para permitir la evocación introspectiva. En la Argentina, las bases del método se acentúan a través de la influencia de Hedy Crilla -quien se presenta como discípula de Stanislavski- y de la visita de Lee Strasberg[4] en 1970. De este modo, el método Stanislavski se convierte, en nuestro país, “en el modo hegemónico de abordaje y enseñanza de la actuación” (Del Mármol, 2015, p.20), un abordaje y una enseñanza, como dijimos anteriormente, centrado en el texto dramático y en la “interioridad” del actor/actriz. De acuerdo con Mauro (2011) y Del Mármol (2015), es a partir de la posdictadura que se comienza a dar visibilidad a otros tipos de teatro que introducen cambios importantes en el panorama de la escena nacional. Se trata de grupos que, confrontando con las tendencias dominantes del período anterior, empiezan a pensar el teatro desde un lugar diferente, donde el uso expresivo del cuerpo pasa a ocupar un lugar preponderante. Del Mármol menciona tres grandes líneas que siguen siendo tendencia hasta nuestros días: la continuación de la metodología stanislavskiana reelaborada en lo que se conoce como el “método de las acciones físicas”, de Raúl Serrano (1996), el teatro de estados o intensidades de Ricardo Bartís (2003) y la corriente de antropología teatral basada en los trabajos de Grotowski (2000). Con sus grandes diferencias, estas líneas buscan enfrentarse con el método de Stanislavski poniendo al cuerpo del actor y de la actriz en el centro de la escena, conformándose, de este modo, como “un [nuevo] discurso hegemónico acerca del teatro y la actuación en el período actual” (Del Mármol, 2015, p.31).

Esta genealogía, entonces, nos permite entender esas primeras expresiones: “el cuerpo en el teatro es todo”, “el teatro es cuerpo”, claro porque ya no es “texto”, ya no es mera palabra sino materia y esa materialidad del cuerpo lo es “todo”. Sin embargo, seguimos sin saber aún qué es ese “todo”, esto es, de que cuerpo estamos hablando cuando pensamos o hacemos teatro.

Continuemos, por lo tanto, ahondando ya no en la historia sino en las teorías subyacentes a estos “rumores” sobre el cuerpo en el teatro y acerquemos los sentidos para oír nuevamente algunos “lugares comunes”: “Escuchá tu cuerpo” implica que hay algo que debemos oír que no es lo que oímos siempre, esto es, el pensamiento. ”El cuerpo es tu instrumento, afinalo” pareciera decirnos que hay algo, nuestro cuerpo, que no nos pertenece así como no le pertenece el violín a un músico[5]. “Dejá de pensar, accioná con el cuerpo” va en la misma dirección: es que el cuerpo “sabe”, “hay que seguirlo”, “tiene razones” que, parafraseando a Pascal, la razón no comprende. ¿Cuál es la base teórica de estos rumores? Indudablemente, dan cuenta de un/a actor/actriz como un compuesto de dos partes: pensamiento y cuerpo. Siguiendo a Mauro (2010), esto nos lleva a una mirada hegemónica sobre la actuación como una actividad artística que concibe al actor/actriz como mero “intérprete”, privándolo de su rol como creador o autor de la obra de arte: “se afirma así la existencia de un original, que es creado por un sujeto que no coincide con aquél que lleva adelante la interpretación” (p.31). La tarea del actor/actriz es planteada, entonces, en términos de materialización: presta su cuerpo para la ejecución de algo que ya “fue hecho” (por el dramaturgo o por el director, verdaderos creadores de la obra). Este esquema participa de una concepción dualista del sujeto, en la que el cuerpo y el pensamiento se hallan separados: se establece, por lo tanto, como pertinente del intérprete el dominio del primero y, al mismo tiempo, se le niega lo segundo[6].

Pero no es sólo el dualismo, pareciera que lo que también se esconde detrás de estos “rumores” es cierto discurso que afirma la existencia de dispositivos sociales de los cuales debemos huir a la hora de actuar: “escuchá tu cuerpo”, esto es, “no escuches otras cosas”. ¿Qué es lo que no hay que escuchar? Se trata de ciertos dispositivos que germinan en nuestro pensamiento y hacen de nuestro cuerpo un “cuerpo dócil” a las estructuras del poder (Foucault, 1989, p.139). En contrapartida, el teatro –a través del uso del cuerpo– se constituye como un volver a nuestra “naturaleza” más primigenia, a nuestros “impulsos”, negando que esa misma “naturaleza” y esos “impulsos” no estén también (sobre)codificados socialmente. Como afirma Cauquelin ((2016), la “naturaleza” es en el arte “… uno de los principales lugares comunes, incluso y sobre todo si no se la logra definir” (p.132). En el caso del teatro, esta apelación a la “naturaleza” también se escucha en algunos requisitos –necesarios a la hora de actuar y, especialmente de “triunfar”– como el talento, los roles naturales, los cuerpos y voces mejor dotadas, el ángel, la presencia; en todos los casos, requisitos que se tienen o no se tienen cuasi desde el “nacimiento”, nunca se construyen. En conexión, escuchamos más “lugares comunes” que circulan cuando se trata de actores/actrices con éxito en el circuito: “es un animal de teatro” o “es una actriz de raza”, como si actuar tuviera que ver con condiciones innatas o con cierta clasificación donde entrarían aquellos y aquellas que son “de pura cepa”, dejando afuera a los que carecen de pedegree para la escena.

Si seguimos analizando, entonces, encontramos –como “lugar común”– una suerte de “vuelta a la naturaleza” del cuerpo. Un cuerpo “salvaje”, casi como el protagonista rousseauniano, que estaría más allá del bien y del mal. Pareciera que el teatro puede lograr una (imposible) vuelta al estado de naturaleza del cuerpo, como si esta misma vuelta no fuera, en sí misma, una ficción. Y esta ficción, dentro de la ficción que el teatro mismo es, se asocia también a un cierto “lugar común” del cuerpo casi como un “alma bella” hegeliana que ya no sería alma sino simple y materialmente cuerpo. En este sentido, este “cuerpo bello” es por un lado un cuerpo puro, no contaminado, aislado de las tecnologías de normalización y, por otro lado, un sostén de cierta idea no-cuestionada de “belleza”, tal como la misma circula en la sociedad. Un caso paradigmático de esta mirada sobre el cuerpo en el teatro lo encontramos en el método de entrenamiento para actores propuesto por Grotowski. Se trata de la famosa “vía negativa”, esto es, de ejercicios enfocados para erradicar todo aquello que bloquea la expresión del actor/actriz para así poder “recuperar” o “revelar” –términos ampliamente presentes en Grotowski– su verdadero ser. En el caso del entrenamiento vocal se plantea la existencia de una “voz natural” y de ejercicios que moldean el trabajo hacia el descubrimiento de ese sonido: “para desarrollar estos ejercicios deben buscar otra voz, su voz natural y, a través de distintos impulsos del cuerpo, abrir esa voz. No todos emplean su voz real[7] (Grotowski, 2000, p.189). Esto lleva a considerar que hay algo auténtico en nosotros –algo “real”– ficción de origen puro que el teatro –a través del cuerpo– se encargaría de develar.

Retomando la noción de “performatividad” butleriana, podemos afirmar, entonces, que, a falta de una sistematización sobre el cuerpo en la actuación, son estos “rumores” los que, en su reiteración, van conformando –de esta particular manera– los cuerpos de actores y actrices.  Estos “rumores” producen cuerpos en la escena: cuerpos que se sostienen en el dualismo y la naturalización. “En el teatro el cuerpo es todo”, ¿pero qué cuerpo lo es?, ¿que están dejando de lado estos “rumores” ?, ¿cuáles son los cuerpos aceptados?, ¿cuáles los excluidos? ¿de qué modo el teatro normaliza los cuerpos, los clasifica, los legitima y los expulsa también?

 

III. En busca de cuerpos perdidos: teatro y normalización social

El juego de palabras del título de este artículo pone en foco este tema: en el teatro hay cuerpos que no importan, pero que nos deberían importar, esto es, no importan y, precisamente por eso, nos importan. La cuestión que –vale aclarar– convoca no es meramente la inclusión de esos cuerpos. En cierta medida, podría considerarse un propósito de máxima, pero no el único. Si sólo buscásemos esa reivindicación no seríamos capaces de entender lo que Judith Butler plantea como “el problema” a tener en cuenta. En efecto, el tema “no es meramente cómo incluir a más personas dentro de las normas ya existentes, sino considerar cómo las normas ya existentes asignan reconocimiento diferencial” (Butler, 2010b, p.20). Si consideramos al teatro como una norma – toda institución lo es (Foucault, 2010)- veremos que reconoce a ciertos cuerpos mientras que a otros los esconde en la sombra. Lo que es significativo es que esos cuerpos “ocultos” por el teatro son los mismos cuerpos que la sociedad decide colocar en lugares de abyección. No hay, aquí, una “salida de lo social” ni una “vuelta a un estado de naturaleza” en el arte: el teatro está reproduciendo y reiterando matrices sociales sobre los cuerpos que son excluyentes. Tematizar esto es empezar a dar una vuelta de tuerca sobre las ausencias que dieron origen al mundo teatral tal como lo conocemos en la actualidad.

Para pensar estas cuestiones, vamos a tomar nuevamente algunas categorías de Judith Butler, quien, en sus últimos textos, da cuenta de ciertas vidas que son dignas de ser vividas y de ser lloradas (2006, 2010b, 2019). En contrapartida, hay otras vidas que no califican como vidas dentro de ciertos marcos sociales y epistemológicos: “… hay ‘sujetos’ que no son completamente reconocibles como sujetos, y hay ‘vidas’ que no son del todo –o nunca lo son- reconocidas como vidas” (Butler, 2010b, p.17). De lo que se trata es de dos conceptos que Butler hace jugar para dar cuenta de la situación actual. Por un lado, habla de una noción ontológico-existencial que remite al carácter socio-cultural de nuestra existencia: la precariedad. Es la vulnerabilidad común e inerradicable del ser-con. Nuestra existencia es precaria en tanto somos seres interdependientes de los otros; los necesitamos para vivir y sobrevivir. Esta vulnerabilidad, lejos de ser un problema, se constituye, para la filósofa, en la base de la ética y de la política: es la asunción de que no podemos todo ni podemos solos, que necesitamos lazos humanos y sociales para contenernos. Sin embargo, esta precariedad no hay que confundirla con otro concepto clave en la teoría butleriana, que se traduce por precaridad[8]. En este caso, se trata de una noción política que remite a la asignación diferencial y sistemáticamente inducida de la precariedad (Butler, 2010b, p.16). Con la precaridad, nos enfrentamos a una vulnerabilidad políticamente producida que determina que ciertos sujetos o colectivos sean más frágiles que otros. De este modo se explican aquellas experiencias en las que somos más sensibles a la marginación social, económica y cultural: éstas no sólo ponen al descubierto nuestro carácter precario como individuos –algo compartido en tanto seres humanos– sino que también sacan a la luz la precaridad, esto es, las exclusiones e injusticias de las instituciones a las que pertenecemos.

Desde este marco teórico es que queremos pensar la precaridad de los cuerpos en el teatro, donde la “institución-teatral” tiene una consistente –nunca inocente– responsabilidad. Para esto, debemos tener en cuenta también el reverso: así como Butler se pregunta por aquellas vidas que no son dignas de ser lloradas, podríamos debatir cuáles son aquellas vidas que festejamos, aquellas que celebramos ya que, evidentemente, hay vidas que son más deseables que otras. Volviendo siempre al teatro y al cuerpo, entonces, nos cuestionaremos cuáles son aquellos cuerpos dignos de subirse a un escenario y actuar, a quiénes elogiamos, a quienes aplaudimos y a quienes desconocemos por su ausencia. Lejos de cualquier naturalización del cuerpo, sostengo que éste es un resultado de ciertas operaciones de poder que son también operaciones de exclusión. Así como hay marcos perceptuales y afectivos que intervienen en la decodificación del mundo, también estos marcos nos permiten deconstruir el teatro y sus normas. Preguntar, de este modo, por la manera en que estas normas se implantan -y normalizan los cuerpos- es el primer paso para no dar por sentada la norma, en este caso, la norma corporal de la escena o para cuestionar -como plantea Butler- “cómo se ha establecido y puesto en práctica la norma y a costa de quiénes” (Butler, 2019, pp.43-4).

Volviendo a la exploración que proponemos, nos preguntamos: ¿qué cuerpos acceden hoy al teatro? ¿cuáles son más dignos de subirse a escena, de aplaudirse y de celebrarse? Con sólo ver fotografías de la cartelera del teatro porteño actual, podemos ver qué cuerpos lo conforman. Se trata, en su gran mayoría, de cuerpos hegemónicos: blancos, cis, flacos, jóvenes, capacitistas. Cuerpos, a su vez, que replican una matriz binaria, heterosexual y un perfil sociológico de clase media. Sabemos que esta afirmación es polémica y puede generar una catarata de refutaciones (o, mejor dicho, más “lugares comunes”) en tanto que el teatro –y el arte en general– es pensado como un ámbito de “libertad”: “el teatro es un espacio donde la diversidad sexual tiene lugar”, “hay más actrices que actores, eso se ve en cualquier curso de teatro”, “en una obra sobre la migración actúan mujeres de la comunidad boliviana”, “claro que hay actores/actrices gordxs, yo vi a x en una obra”, “qué me decís del teatro en las villas”, “hay una compañía donde sólo actúan personas con discapacidad”, “x tiene 70 años y sigue actuando como hace 20 años atrás”. Los rumores -teóricos- podrían seguir y, de hecho, continúan.

Vamos a analizar cada una de estas diferencias para fundamentar lo expuesto. ¿Qué ocurre con los cuerpos de las mujeres en el teatro? Las mujeres ocupan lugares en el teatro en la medida en que siguen ciertos parámetros de normalización social[9]. Podríamos decir, siguiendo nuestra clasificación, que las actrices son en su mayoría cis, blancas, heterosexuales, flacas, jóvenes, de clase media y sin discapacidad. De telón de fondo de esto está la “idea” de la estrella de cine, la diva que encarna el papel de belleza impuesto socialmente. La mayoría de las actrices que conocemos -no las que existen- entran en esa norma, precisamente por eso es que las conocemos.

Lesbianas, gays y personas no binarixs forman parte de la comunidad teatral pero pocas veces pueden exponer su orientación sexual, su elección, su deseo sobre el escenario. Quieran hacerlo o no –ambas opciones igualmente válidas– no tienen la posibilidad ya que la mayoría de las obras de teatro están pensadas desde la matriz heterosexual. Al igual que varios de los cuerpos de los que estamos hablando, lesbianas, gays y personas no binarixs llevan su lucha por fuera del escenario mientras que por dentro vuelven a reproducir la norma que permite que el teatro continúe tal como es.

Los cuerpos racializados, sólo encuentran lugar en aquellas obras en donde se presenta algún personaje con estas características. Por ejemplo, es probable que de los veinte personajes que tiene La tempestad de Shakespeare, un cuerpo racializado sólo actúe uno: Calibán. Tal vez puede hacer Otelo, pero nunca Hamlet. La exclusión social, que también es racismo, se reproduce en el escenario y ofrece una norma de lo que puede estar o no en escena. 

Los cuerpos gordos también existen de modo subsidiario: ¿quién imagina -salvo que sea una puesta “alternativa”- un Romeo gordo? ¿Y una Julieta? En la misma concepción del entrenamiento corporal para actores/actrices está presente que la gordura debe ser eliminada para favorecer la disponibilidad corporal, de hecho, es patologizada tal como se la patologiza en la sociedad.

Los cuerpos trans no han entrado, salvo excepciones, en los circuitos comerciales ni oficiales del teatro. En la norma –nunca establecida pero seguida por todxs– unx trans sólo puede hacer de trans y como no hay obras cuyos personajes sean trans, debe “condenarse” a los circuitos off del teatro. No es casual que la condena de la sociedad sea reproducida también en el teatro. 

Los cuerpos con discapacidad están igualmente forzados a recluirse en sus propias trincheras que son “apoyadas” bajo el lema de la “inclusión”. Sin embargo, nunca se lxs incluye: no hay obras cuyos personajes tengan alguna discapacidad ni hay propuestas de puesta donde los personajes sean encarnados por estos cuerpos. No hay teatro que cuestione los procesos de construcción de la norma corporal que, como afirma Preciado, “discapacita a algunos cuerpos frente a otros” (2019, p.175).

Los cuerpos viejos son aceptados en tanto que no se note esa vejez, reproduciendo lo que sucede con la norma social: es tolerable la vejez en la medida en que no se note, en que se disimule, en que un cuerpo viejo no parezca “tan viejo”.

También incluimos cuestiones de clase en nuestra aseveración. El teatro, ¿está pensado sólo para ciertas clases sociales? Nuevamente, y de manera polémica, vamos a afirmar que sí. Y esto, en principio, por dos cuestiones. En primer lugar, hacer teatro implica un vínculo con los textos, con la lectura y la escritura. Y no todxs, en nuestras sociedades lo tienen. ¿Es esta una responsabilidad de la institución teatral? No de modo absoluto, pero sí en forma relativa. Nadie que no sepa leer, escribir y comprender una obra va a poder actuarla. ¿Hay teatro en poblaciones económicamente vulnerables? Podemos decir que sí, hay experiencias teatrales, hay algunos movimientos que perduran como “teatro villero” pero no dejan de ser subalternos. Asimismo, algo que se da en la práctica teatral –volviendo al caso del teatro porteño y platense– es que aquellxs que hacen teatro necesitan ver teatro y moverse en los círculos en los que se maneja el campo teatral. Esto implica ir a ver obras de teatro –mejor si son estrenos–, ir a fiestas, reuniones, salidas, esto es, implica tener cierta disponibilidad de tiempo y dinero. En este sentido, no cualquiera puede “vivir” del teatro y, menos aún, tener una “vida digna” y a la vez celebrada con el teatro. Por supuesto, en esta cuestión, nos estamos refiriendo a la incidencia del capitalismo en el mundo del teatro –incidencia que se da en todos los aspectos de la cultura actual– pero, creemos que, si queremos pensar y cuestionar la institución teatral no podemos hacerlo al margen del contexto socio-económico en el que se despliega.

De estas afirmaciones que presentamos pueden surgir contraejemplos: “yo conozco a x que es una persona lesbiana, gay, no binarie, gordx, trans, discapacitadx, racializadx, de clase baja y actúa exitosamente”. Acordamos con esto, también conocemos unx “x”. Pero ese no es el problema. Tal vez, el problema siga siendo el “uno”: “un” caso, “un” ejemplo o, tal vez algunos, pero nunca la mayoría. Acordamos que es la normalización social la que produce ciertos cuerpos que son leídos como abyectos, menos aptos, fallidos. Es la normalización social la que excluye, aunque lo realice inadvertidamente ya que la exclusión, como afirma Butler, “se ha convertido en algo habitual, algo que se toma como el estado natural de las cosas en vez de como un problema explícito” (Butler, 2019, p.12). Ahora bien, el teatro –en tanto tecnología de normalización[10]– es el que reproduce esta producción social o, más bien, el teatro también es productor de estos cuerpos que importan y de aquellos que no importan, de estos cuerpos que son “dignos de subirse al escenario” y ser aplaudidos y de aquellos que sólo merecen, en el mejor de los casos, quedar como un ejemplo “progre” o, en el peor, ser excluidos a los territorios off donde poder desarrollar su arte tan under como el cuerpo que portan y que son.

 

IV. Reflexiones finales: Por un devenir disidente del teatro

Partimos en este artículo de los “rumores teóricos” sobre el cuerpo en el teatro. El análisis de esos balbuceos entre bambalinas nos condujo a concepciones sobre el cuerpo que se esconden en la interpretación teatral: un cuerpo separado del pensamiento (dualismo), un cuerpo que es “naturaleza”, “instinto”, un cuerpo “animal”, “salvaje”, “puro”, “bello”. Pero también un cuerpo que no es cualquier cuerpo: se trata de un cuerpo hegemónico, es el cuerpo de algunxs pero nunca el de todxs.  Efectivamente no cualquier cuerpo se sube al escenario y es celebrado, aplaudido, festejado. No cualquier cuerpo importa, hay algunos cuerpos que, definitivamente, no importan. 

Esta indagación, por lo tanto, nos permite ahora afirmar que el teatro, en tanto tecnología de producción de los cuerpos, genera una distribución diferenciada de la precariedad (Butler, 2010b) provocando que sólo ciertas clases de individuos aparezcan en escena como sujetos reconocibles. Son los cuerpos que importan.

¿Qué hacemos, entonces, con los otros cuerpos, los ocultos y silenciados, aquellos que no importan, pero nos importan? Seguramente no hay una única respuesta sino diversas propuestas que se están pensando y se están haciendo.

Sólo para aportar una reflexión final, me interesa introducir un concepto que Butler desarrolla en Cuerpos aliados y lucha política: la “aparición” (Butler, 2019, pp.31-70). Se trata de la reivindicación del “derecho a aparecer” de las minorías. Esto implica pensar los lugares de abyección no como un castigo sino como sitios de exploración. Se trata de concebir nuestra vulnerabilidad como un espacio de potencia política rompiendo con la idea de que los cambios sólo los realizan los sujetos que son libres y autónomos. Lo que me resulta interesante, justamente, es pensar un “teatro disidente” desde esta precariedad que nos constituye, confrontando con aquella socialmente impuesta (la precaridad).

Ahora bien, en esta indagación crítica, es importante tener presente que no todo cuerpo excluido es, por sí mismo, político. Ni en la sociedad ni en el teatro. Ser disidencia no me constituye, per se, en “revolucionario”. Entonces, también debemos preguntarnos cómo deviene político un cuerpo disidente en escena. ¿con qué mecanismos, con que entrenamiento, con qué miradas? Y tendremos que analizar al teatro mismo como una tecnología de normalización y subjetivación de los cuerpos. Es decir, ¿cómo el teatro produce cuerpos para ser leídos como abyectos, fallidos, cuerpos que –para que el teatro siga siendo como es– no deben aparecer en escena? Pero, por otro lado, está el deber de cuestionarnos las alternativas a esta diagramación del poder (donde hay poder, hay resistencia; nos decía Foucault): ¿cómo sería pensar otro teatro, diferente, desigual? ¿Cómo pueden “aparecer” las disidencias en escena? ¿Cómo imaginar un teatro trans, gay, gordx, lesbiano, marrón, no binarie, viejo, originario, no capacitista? ¿De qué modo se puede reivindicar el derecho de aparición (Butler, 2019) y cuestionar, en ese mismo acto, a la institución teatral misma? Esto implica, en definitiva, el desarrollo de nuevas investigaciones -que crucen la teoría con la praxis escénica- cuyo desafío será crear un devenir político de las disidencias en la escena teatral a través de miradas alternativas sobre los cuerpos, especialmente sobre aquellos cuerpos callados, silenciados y ausentes que si no(s) importan.

 

BIBLOGRAFÍA

Bartís, Ricardo (2003) Cancha con niebla. Teatro perdido: fragmentos. Buenos Aires. Atuel

Brook, Peter (1994) La puerta abierta: Reflexiones sobre la interpretación y el teatro. Barcelona. Alba Editorial.

Butler, Judith (2006) Vida precaria: El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires. Paidós.

---- (2010a) El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona. Paidós.

---- (2010b) Marcos de guerra: Las vidas lloradas. Buenos Aires. Paidós.

---- (2019) Cuerpos aliados y lucha política: Hacia una teoría performativa de la asamblea. Buenos Aires. Paidós.

Cauquelin, Anne (2016) Las teorías del arte. Buenos Aires. Adriana Hidalgo.

Del Mármol, Mariana (2015) Discursos y representaciones sobre el cuerpo en el teatro platense del siglo XX: Breve historia de un giro copernicano. Telón de Fondo, (21), 17-32

Foucault, Michel (1985) Historia de la sexualidad I: La voluntad de saber. México. Siglo Veintiuno.

---- (1989) Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Buenos Aires. Siglo Veintiuno.

---- (2010) Los anormales. Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica.

Grotowski, Jerzy (2000) Hacia un teatro pobre. México. Siglo Veintiuno Editores.

Heidegger, Martin (2009) ¿Qué es metafísica? Madrid. Alianza.

Infante Guell, Manuela (2008) Entrenando para ser transparentes. Buscando el cuerpo en el método de entrenamiento para actores propuesto por Jerzy Grotowski. Stichomythia, (7), 16-34.

Mansilla, Camila (2008) El actor isabelino: la construcción de un oficio y un lenguaje. En: Dubatti, Jorge (Coord.) Historia del actor: De la escena clásica al presente. Buenos Aires. Colihue.

Mauro, Karina (2010) La concepción del cuerpo en la actuación entendida como “interpretación”. Revista Latinoamericana de Estudios sobre Cuerpos, Emociones y Sociedad, (4), 29-40

---- (2011) La técnica de actuación en Buenos Aires: Elementos para un modelo de análisis de la actuación teatral a partir del caso porteño. Tesis de Doctorado en Historia y Teoría de las Artes. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires. Inédita.

Naugrette, Catherine (2004) Estética del teatro. Una presentación de las principales teorías del teatro y una reflexión transversal sobre las problemáticas de la creación teatral. Buenos Aires. Artes del Sur.

Preciado, Paul (2019) Un apartamento en Urano: Crónicas del cruce. Buenos Aires. Anagrama.

San Agustín (2005) Confesiones. Buenos Aires: Losada.

Serrano, Raúl (1996) Tesis sobre Stanislavski en la educación del actor. México. Escenología.

Stanislavski, Constantin (1999) Un actor se prepara. México. Diana.

 

NOTAS

[1] Como afirma Mauro (2011), los escritos que han tratado sobre la actuación son tardíos y, la mayoría, han sido realizados por directores y actores en vistas a establecer normas para la práctica teatral. Más allá de esto, “la teoría teatral no se ha ocupado sistemáticamente de la actuación y la técnica como objetos específicos” (p. 8). En este “olvido” ha quedado, por supuesto, el problema del cuerpo de los actores y actrices, así como las bases teóricas que fundamentan los discursos que, más allá de la teoría, rondan sobre este tema.

[2] Siguiendo la teoría de Butler, podemos pensar el siguiente ejemplo sobre el carácter performativo de los enunciados de género: “es una nena” en la boca del médico que se enfrenta a la ecografía de unos ansiosos padres primerizos no es una afirmación descriptiva, está produciendo –a través del lenguaje- un cuerpo, una subjetividad generizada. Por supuesto, este ojo clínico necesita reforzarse. Y se (re)fuerza: el ajuar de esta nueva habitante del planeta será rosa, lleno de muñecas, cocinas, princesas, escobas, sirenas y todo lo que la imaginación atravesada por estas tecnologías es capaz de concebir de la mano de un mercado capitalista siempre dispuesto a apoyarla.

[3] Esta técnica tiene siglos en el teatro culto, de hecho, se rastrea el origen de la declamación como un derivado de la tradición retórica de Cicerón y Quintiliano. Se centra en el buen decir del actor/actriz donde lo fundamental es la escucha de la palabra y un desempeño corporal que, fundamentalmente, no interfiera con el texto. (Mansilla, 2008)

[4] La propuesta de Strasberg -quien se convierte en un faro del cine y el teatro a partir de su renombre como director del Actor’s Studio- consiste en la acentuación de algunas de las ideas desarrolladas por Stanislavski, especialmente las más afines a su concepción introspectiva y psicologista de la actuación.

[5] Este “lugar común” del “cuerpo-instrumento” lo encontramos en importantes directores como Peter Brook, por ejemplo, “un cuerpo sin entrenar es como un instrumento musical desafinado, donde la caja de resonancia está llena de una algarabía confusa y desagradable de sonidos inútiles que impiden escuchar la auténtica melodía” (Brook, 1994, p.31)

[6] Incluso la actuación es de todas las artes interpretativas (como la música o la danza) la que más se ve perjudicada con este dualismo. En efecto, la actuación no posee como la música un lenguaje técnico preciso ni como la danza una extrema codificación técnica de los movimientos, de hecho, un actor/actriz no requiere de un cuerpo con ‘aptitudes especiales’ ya que su acción sobre el escenario no es diversa de la acción en la vida cotidiana (Mauro, 2010, pp.30-33)

[7] El destacado me pertenece.

[8] Traducimos precariousness por “precariedad” y precarity por “precaridad” siguiendo la decisión de quienes tradujeron Marcos de guerra: Las vidas lloradas (Butler, 2010b, p.14).

[9] Lo mismo se podría afirmar de la gran mayoría de los varones cis en el teatro.

[10] Nos referimos al teatro como tecnología de normalización tomando el sentido en que Foucault emplea el término tecnología para aludir a las tecnologías del sexo cuya caracterización no es meramente negativa sino también positiva (Foucault, 1985)