IUNA
 
número 1 | mayo 2007
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Territorios baldíos de la crítica teatral

Liliana B. López (IUNA)

What are the roots that clutch, what branches grow Out of this stony rubbish?

            La referencia del título y el epígrafe que cita dos versos del poema de Eliot pretende avanzar hacia el tema propuesto por dos vías: por un lado,  puede leerse como un homenaje al crítico y poeta, y por el otro, a la reverberación de la imagen poética cargada de propuestas de múltiples sentidos1.
            Un territorio baldío – una zona que se recorta de otra mayor- es un espacio que la actividad humana ha dejado librado a su suerte, y esta imagen reproduce un fenómeno que  viene ocurriendo de manera casi imperceptible en los últimos años con el teatro de experimentación en Buenos Aires, y que precisamente, quiero poner en evidencia, al tiempo que plantear algunas hipótesis al respecto.
            Cuando desde los espacios académicos el discurso crítico enarbola la muletilla de la “crisis” del teatro como una marca de la época, sin advertir que ese estado le es constitutivo para su vitalidad, o, desde los medios se recorta un canon repartido entre el teatro oficial y  el comercial, habría que pensar si no estamos frente a una “crisis de legibilidad” discursiva, y también, de legitimidad.
            Y si esta suposición es fuerte, habría que pensar que la razón por la que esta zona subsiste y crece, es gracias a un público que –claramente- ha obviado la mediación crítica.
            Reflexionar sobre la crítica cuyo objeto es el teatro de experimentación  abre el panorama hacia varias problemáticas. Nos coloca en la coyuntura de nuestro quehacer, pero también podría dar cuenta del estado de la actividad teatral. En primer término, la pregunta se vuelve ineludiblemente sobre sí misma: ¿qué es la crítica teatral?, o más bien, ¿cuáles son sus funciones?. Extenderse sobre su entidad y propósitos, si bien excede el marco de este trabajo, nos permitirá al mismo tiempo situar la mirada sobre el objeto de la investigación.
            Cabe preguntarse si el hecho de investigar sobre una zona de la dramaturgia no lleva, finalmente, a la producción de un discurso crítico sobre la misma, aunque ese no haya sido el objetivo inicial. En todo caso, aquí propongo algunos deslindes y abro otros interrogantes,  antes que dar respuestas tajantes o presentar grillas clasificatorias que pretendan contener y abarcar las multiplicidades de la escena. Ante todo, soy consciente de estar efectuando de manera voluntaria un recorte de la totalidad de los espectáculos que integran la cartelera porteña, al que hemos dado en llamar –me refiero a la investigación del que este trabajo forma parte-  “zona de experimentación”. Despojados de condicionamientos geográficos, sin el lastre de etiquetas como “under”, “off” o “nuevo”, y sus respectivos sinónimos, los rasgos distintivos del teatro en la zona de experimentación son relativamente intrínsecos y se caracterizan por la voluntad de inscribirse en algún tipo de ruptura o innovación con respecto al uso convencional de los lenguajes que integran el espectáculo teatral, e incluso de abrir los límites del mismo hacia otras manifestaciones estéticas y extraestéticas –como por ejemplo la inclusión de las nuevas tecnologías- poniendo en cuestión a los modelos canónicos.
            Sus producciones pueden ser vistas tanto en una sala oficial, tanto como en un espacio céntrico o de la periferia. Si bien predomina el modo de producción independiente, en su mayor parte cuentan con algún tipo de subsidio mínimo,  oficial o privado, nacional o extranjero. A pesar de esto, la crítica poco se ocupa de ellos, y cuando lo hace, los lee desde parámetros y presupuestos que les son ajenos.
            Este recorte seguramente no coincide con los más usuales, y es por esto que también deriva implícitamente en una propuesta de lectura: desde un ángulo que privilegie los lenguajes del espectáculo, sin someterlo a la medida de los moldes consagrados por una  tradición que asimila los cambios con  lentitud respecto de la velocidad con que se producen los fenómenos teatrales.
            Tal disimetría temporal y conceptual entre la producción teatral y el discurso crítico no es inocente (y mucho menos inocua), ya que el acontecimiento efímero de la puesta en escena demanda –ante todo- la mirada contemporánea que tienda a una producción significante. No es éste el lugar para extenderme sobre las posibilidades de la crítica para la producción de un discurso relativamente autónomo de su objeto. Simplemente me limitaré a tratar de desmontar los presupuestos sobre los que el discurso crítico –tal como se ofrece hoy- elabora las condiciones de legibilidad de la dramaturgia en Buenos Aires. Esto nos permitirá descubrir las hendiduras por las que se filtran las miradas, las grietas de la significancia, parafraseando la paradoja de Levy-Strauss, quien ubicaba al arte precisamente en ese “hueco”, ese vacío de sentido entre el exceso del significante en oposición a un efecto “natural” del significado. 

     I

            Con el problema del significante entro de lleno en una de las cuestiones medulares que afecta a la facultad de la “interpretación”: la cuestión del sentido, que para el discurso de la crítica constituye aún una herencia de la modernidad. Tributaria de la legalidad del mercado –especialmente la crítica periodística-, arrastra esa consigna que acompaña a su praxis desde hace casi tres siglos: se auto-adjudica la función de mediación hermenéutica entre el artista y el público consumidor de bienes culturales.
            Ahora bien, es posible observar a lo largo de la historia del arte, y del teatro en particular, momentos en que la crítica se enfrentó a callejones sin salida. Sin embargo, estas aporías –en tanto efecto de lectura, por lo que podría decirse que son extrínsecas al objeto- no permanecieron inmutables, sino que el discurso sufrió reubicaciones, expandiendo sus propias fronteras epistemológicas2.  Una de estas instancias fueron las vanguardias históricas, que pusieron a prueba los mismos límites de lo que se consideraba arte. En el campo teatral, desde los escandalosos estrenos de Alfred Jarry, pasando por Antonin Artaud hasta llegar a Samuel Beckett, los ejemplos son abundantes. “Absurdo”, “non- sens”, fueron algunas de las etiquetas para incluir -con no pocas resistencias- a tales producciones en la grilla del arte teatral.
            Estas absorciones se produjeron más por el influjo de otros artistas y de una porción del público -quienes vieron en esas manifestaciones una productividad provocadora-  que por la voluntad de la crítica misma. Para el teatro en general, y con más razón para  el experimental,  existen escasas chances de trascender el instante, exceptuando la posibilidad de la reproductibilidad técnica, con todas las reservas que se pueden plantear sobre la misma.  Es aquí donde se advierte el valor de una crítica que pueda producir una lectura simultánea y contemporánea a la visión de los espectadores, y no con un propósito exclusivamente  historicista y sobre la centralidad de un texto dramático.         
            Mucho se ha dicho sobre la crisis del relato como uno de los rasgos que anunciarían el fin de la modernidad, y esta es una marca de esta zona de la dramaturgia, aunque no sea excluyente. Si postulamos que la crítica suele edificar hipótesis de sentido principalmente a partir de la presencia de este elemento, ya estaríamos frente a uno de los primeros desajustes, al juzgar mediante parámetros –llamémosles provisoriamente “modernos”-, un objeto construido con prescindencia de los mismos.              
            Desde la revisión de las categorías aristotélicas, reflotadas por los humanistas del Renacimiento, y más tarde cuestionadas por los románticos, la noción de fábula ha resultado insoslayable para la consideración dramática: “respetando” o no las unidades, con las variantes atribuidas a cada “género” –otro concepto moderno- que se quieran,  su omnipresencia la volvió indiscutible e ineluctable. Se constituyó como el principal amarre del sentido, la punta del ovillo que conduciría, como hilo de Ariadna, a la salida del laberinto.
            La línea seguida por las vanguardias, entonces,  se visualiza como una madeja enmarañada, con nudos y cortes que obstruyen la vía hacia el sentido. Continuador del formalismo ruso, el estructuralismo realizó la operación de solidarizar los conceptos de fábula e intriga –“historia” y “discurso” según las variantes lingüísticas-, cuya aplicación al teatro moderno resultaba sumamente funcional: ya sea el drama romántico –abundante en peripecias que complicaban la intriga- al drama burgués, y sobre todo, para el teatro “realista”.
           Permitía responder sin atajos a una pregunta fundante para la discursividad crítica: “¿de qué trata?”  y su derivada, “¿cómo lo hace?” (que incluiría el amplio espectro de otros conceptos como “las particularidades estilísticas”, “la estética”,   “la ideología”, entre otros).
              Ahora bien, el teatro de experimentación suele romper voluntariamente con tales esquematismos preestablecidos, y esto se traduce, muchas veces,  en la perplejidad crítica, lo que podría explicar, en parte, la causa por la que muchos de los espectáculos que integran el corpus de la investigación, o bien carecen de críticas, o lo que es casi lo mismo, publican un desglose –sin demasiadas aportes- de las gacetillas de prensa que sus mismos productores han entregado.
             Aunque sería objeto de un apartado propio, podemos incluir también otra noción que constituye un presupuesto fuerte de la crítica –y también de otros ámbitos ligados a la práctica- que consiste en señalar la correspondencia  -por presencia o ausencia- con respecto a la denominada “estructura dramática”. De procedencia stanislavskiana, resultó extremadamente operativa como herramienta de los directores y actores para el abordaje práctico del texto dramático, en la medida en que el dispositivo teórico permite ubicar la fragmentación de la escena en la totalidad de las tensiones de la acción de manera causal. Con reformulaciones y derivaciones locales, pasó de ser un instrumento privativo del trabajo del actor, a erigirse como un modelo desde el cual se lee el texto. El estructuralismo, por otras vías, y con propósitos muy diferentes, coincidió con esta lectura en la formulación de categorías abstractas que pretendían una aplicación universal. Con las debidas distancias, tanto el “modelo actancial” como la “estructura dramática” se constituyen como un programa previo –con variaciones controladas- al cual se amoldarían tanto el texto dramático como la puesta en escena.
            ¿Cómo lee la crítica una propuesta escénica que no responde al modelo canónico de estructura y donde no se puede armar (en la recepción) un “relato”, una narración?  En el siguiente ejemplo, el crítico reitera su “desconcierto” frente a lo que, sin embargo, le resulta muy potente visualmente:

Es cierto también que el trabajo posee una dramaturgia confusa que intenta abarcar al mismo tiempo demasiados temas y niveles de relato. Quizá por estos motivos (seguramente hay más) el trabajo desconcierta, deja al espectador malparado sin saber exactamente qué está ocurriendo en términos lineales.3

            Otra crítica sobre la misma puesta, hace hincapié en la cuestión del “sentido” como el objetivo último de la propuesta, pero también del trabajo crítico como aquello que hay que “traducir” al lector-espectador4. El siguiente extracto resulta revelador en cuanto a  la preferencia del crítico por una estructura no fragmentaria:

La obra tiene una estructura de fragmentos, escenas que se mezclan y situaciones que continúan casi caprichosamente. La pieza presenta una galería de personajes que aparecen o desaparecen en un cerrar o abrir de alguna de las tantas puertas que rodean el espacio escénico5.

            También hace referencia al estatuto de los personajes, y esta es otra punta del ovillo (del sentido) que deriva de la misma matriz  narrativa que ordena la lectura. En muchas críticas se habla de los actores –pocas veces de las actuaciones-, en lugar del personaje, como si fueran términos equivalentes; ¿no será éste un modo de evitar esta problemática en el teatro contemporáneo?
            Si desde Beckett en adelante se ha desplazado y puesto en cuestión la noción del “personaje” construido a partir de rasgos icónicos y lingüísticos que buscan crear la ilusión de semejanza con una “persona”,  cuando la crítica habla de los actores, en principio está mezclando el nivel de ficcionalización con el de realidad. Eludir la cuestión del personaje, o lo que algunos teóricos caracterizan como la desintegración del personaje sustancialista (Abirached: 1994) significa también soslayar la crisis de la noción de sujeto que caracteriza a esta instancia del final de  la modernidad. Personajes escindidos, habitados por múltiples subjetividades y voces,  que son afectados por devenires (Deleuze y Guattari: 2002) o atravesados por comportamientos maquínicos, son más que frecuentes en la escena experimental.  Su análisis crítico queda en blanco,  y de este modo vemos como la grilla (Foucault: 1970) que ha sido tan funcional al discurso de la crítica constituye otro espacio baldío6
            A modo de conclusión provisoria, sugiero que estas nociones, como estructura, fábula, relato, historia, personaje, etc, son agenciamientos del sentido, lugares hipercodificados que permiten su estratificación (Deleuze-Guattari, 2002, 315). Para la crítica, han sido desde hace más de un siglo, el objetivo a perseguir, el que justificaba su existencia; sin embargo, buena parte del arte contemporáneo huye deliberadamente del mismo, y pone el acento en otras indagaciones.

II

            La crítica se mueve bajo la impronta del deseo taxonómico (movimiento clasificatorio), una herencia del positivismo y del cientificismo; rotular el objeto implica, de algún modo,  una dominación sobre el mismo. Las estéticas canónicas y las divisiones genéricas aún siguen siendo un punto de referencia, que suele deshacerse frente al fenómeno teatral, lo que se traduce en la utilización frecuente del prefijo “neo” adjuntado al anclaje de lo ya conocido. Así, “neorrealismo”, “neonaturalismo”, o “neocostumbrismo”, se alternan con el uso del  “hiper” en casos donde se sospecha que un género o una estética ha sido llevada a sus límites. 
            Varias experiencias recientes han generado un enorme desconcierto al ir más allá de esos supuestos “límites”, en referencia a las experiencias teatrales con “no actores” –si es que esta categoría es válida-  como las dirigidas por el alemán Stefan Kaegi (Torero portero, Córdoba,  2001), la directora alemana residente en Barcelona Lili Tezner (Estando de sitio, Córdoba, 2001). La crítica produjo una asociación con los reality-shows, que en ese momento irrumpían en la televisión argentina7. En el mismo artículo periodístico se incluye en esta categoría a los espectáculos del ciclo Biodrama, que se llevan a cabo en la sala Teatro Sarmiento, dependiente del Complejo Teatral de Buenos Aires; en ese momento, el ciclo recién comenzaba, y la referencia era para Los 8 de julio, dirigido por Beatriz Catani. Sin embargo, creo que no se trata del mismo caso, ya que en los Biodramas se exponen historias tomadas de “la vida real”, pero en las que intervienen actores profesionales, mientras que en las puestas de los alemanes, los porteros y los desocupados, los que actúan no son profesionales. De todos modos, el intervenir en una situación de actuación ¿no los convierte automáticamente, por obra del pacto ficcional que se crea en la situación de enunciación (en un espacio escénico que forma parte de una sala, y frente a un público), en personajes?. Aún más curiosa resulta la siguiente reflexión con respecto al estatuto ficcional de los siguientes espectáculos: 

Los espectáculos del dramaturgo y director Daniel Veronese ("Mujeres soñaron caballos", "Open house", "Dramas breves", con textos del francés Phillipe Minyana, y hasta "El suicidio", junto al grupo El Periférico de Objetos) son una clara muestra de expresiones en las que la ficción parecería no tener sentido8.

            Como no resulta aclarado, de las entrevistas realizadas en la misma nota a Daniel Veronese y Beatriz Catani podría derivarse como inferencia que, en el ámbito de la ficción (la que estaría atravesando por una crisis de representación –al igual que la estructura social, especialmente a partir de los acontecimientos políticos de diciembre de 2001-) se filtran categorías de la no-ficción –el no-actor, la no-actuación, la historia tomada de la realidad, el espacio no teatral (casa particular, comercio, fábrica, etc.)- que afectarían su estatuto de maneras impredecibles. Aquí despunta una problemática que muy pocas veces ha sido tratada por la crítica, y que merecería una investigación aparte: cómo el contexto (en el caso argentino, de profunda crisis social, económica y política) afecta las condiciones de producción teatral. He hecho referencia a la crisis de la representación en su aspecto social, y se podría extender su esfera hacia otras manifestaciones; por ejemplo, dejando entrever la hipótesis de que el enorme crecimiento de  los grupos independientes y de los programas de autogestión, generados en los últimos años, también responden a la necesidad de concretar proyectos que no tendrían cabida en los espacios existentes, especialmente oficiales. Se podría objetar que éstos son cuantitativamente insuficientes para albergarlos, y que de todos modos les ofrece apoyo mediante subsidios, préstamos, becas y premios. Sin embargo, podrían pensarse también razones que obedecen más al campo de las estéticas y las ideologías dominantes, reacias a la experimentación. 
            La crítica deja baldío también este territorio a investigar, pero que es ocupado por las secciones de la prensa gráfica que se ocupan de los fenómenos sociales. Tal es el caso de la nota titulada “Teatro nuevo, salas llenas”9. La contundencia de los números suele despertar atención, y obliga a examinar lo que se considera un “fenómeno social”. Una pieza de Moro Anghileri, en la Papelera Palermo, otra de Muscari en el Abasto Social Club, y la de Ciro Zorzoli en Del Abasto, llevan a la siguiente afirmación:
Lo político del nuevo teatro porteño radica hoy más en los modos de producción y en los rudimentos de socialización que propone, antes que en los contenidos (la "épica progresista" de los 70).
            Pero cuando el artículo se dedica a las estéticas, divide las aguas entre el realismo y el anti-realismo, una vieja dicotomía construida por la crítica teatral porteña de la década del sesenta. Como representante de la segunda tendencia, (“Escena 2: la única verdad es el anti-realismo”)  se consultó a Rafael Spregelburd, quien acababa de finalizar la saga de Bizarra (2003. Y por la “otra” tendencia (“Escena 3: un poco de realismo puede ser mucho”), se entrevistó a Cristian Drut, además de recordar que en 1998 dirigió La historia de llorar por él, de Ignacio Apolo, en la que se criticaba explícitamente el realismo teatral.
            Ahora bien, como la crítica acostumbra a encasillar tanto a los autores, directores y actores en tendencias, estéticas o géneros determinados, los desplazamientos hacia otras zonas, una operación que precisamente es propia de la actitud experimental, producen escozor y desconcierto. Tal es el caso de dos de los espectáculos dirigidos por Daniel Veronese, La forma que se despliega (2003) y Un hombre que se ahoga (2004), donde investiga esa estética. En la primera, se experimenta con los niveles de ficcionalización, y la integración de algunos espectadores al espacio escénico. La segunda, versión de Tres hermanas de Antón Chéjov –que por ser uno de los autores canónicos del realismo es el más solicitado a la hora de adaptar- ha suscitado más que exiguos comentarios en la prensa gráfica, como el aparecido en Clarín (12-11-2004), titulado significativamente “Aquí nunca pasa nada”, firmado por María Ana Rago10.
            Como cierre de este apartado, prefiero citar la opinión de Ana Longoni (autora de los textos poéticos de La Chira (2004), espectáculo dirigido por Ana Alvarado), porque advierte con claridad sobre esta construcción dicotómica discursiva:

Existe hoy una tensión entre los que se preocupan por dar cuenta de la historia o la política y los que prefieren otras estéticas, y las defienden en nombre de la bandera de la autonomía o la experimentación. Es una polaridad, desde mi punto de vista, bastante estéril, un parteaguas además engañoso y distorsionado, como lo fue Boedo versus Florida, en los años treinta.11Las mixturas de géneros  (teatral, fílmico, plástico, fotográfico, etc.), las hibridaciones, la intertextualidad, la parodia,  operaciones complejas y que requieren una determinada competencia, suelen estar ausentes de la mirada crítica y nos preguntamos si esto se debe a que quiebran la unidad del discurso.

III

            Para intentar responder a la pregunta recién formulada, parto de la hipótesis que consiste en presuponer que existe una dificultad en  la crítica al enfrentarse con la multiplicidad. Esta cuestión, que la excede, y que de acuerdo con  Deleuze-Guattari (2002)12 es constitutiva del pensamiento occidental, aflora a través de los diferentes discursos, y el que estamos tratando no sería ajeno a esta característica.
            En el siglo XX, el estructuralismo no hizo más que afirmarla, y proporcionó el dispositivo teórico-práctico para legitimar de manera discursiva y  con pretensión cientificista lo que ya era un supuesto. Abandonado rápidamente por los mismos que lo difundieron –en especial, la crítica francesa- en el campo teatral tuvo una perduración mayor y ciertos esquematismos de la mirada subsisten aún hoy. La combinación con la semiótica aplicada al análisis teatral, bajo el dominio de la macrovisión estructuralista no produce mejores resultados, porque el empeño (la mayoría de las veces infructuoso) de la decodificación de todos los signos del espectáculo, se resuelve como un problema del mismo, y no como un efecto de la lectura. Pensamos que en la base se encuentra un malentendido con respecto al carácter del hecho escénico como un fenómeno comunicacional, que no admitiría puntos ciegos, signos “vacíos”, inmotivados, o no justificados. Estas lecturas, que funcionan muy bien con una puesta “respetuosa”, por ejemplo, de Tennessee Williams  o de Arthur Miller, son las que precisamente tornan “ilegibles” –como ya hemos dicho, en el más llano sentido, “que no se pueden leer”- muchos espectáculos de los que me estoy ocupando.
            Más que un problema de la semiótica, es una falla de su aplicación. La proliferación de signos y de lenguajes, en lugar de verse como un procedimiento  termina “anulando” la posibilidad de lectura, al no poder arribar a una síntesis, es decir, a la unidad.
            Veamos dos ejemplos que se refieren a la  misma puesta en escena (El suicidio, 2002):     

No porque el suicidio sea un tema trascendente necesita de tantos símbolos como los que aparecen en este último trabajo creado por Ana Alvarado y Daniel Veronese, donde el icono máximo es la vaca. (...) Las llamadas “lecturas” sobre ésta y otras secuencias pueden llegar a ser infinitas. Depende de los espectadores que se animen a encontrarle significados a este experimento escénico, acaso anticipo de una hecatombe. (...)”. Quedan, por lo tanto, a cargo de los espectadores no sólo la recepción de esos signos sino su comprensión o reelaboración. En este aspecto, puede decirse que El suicidio es, más allá de la desacertada abundancia de símbolos, una obra que no pasa inadvertida: incita a preguntarse sobre la desintegración y sobre el hecho teatral, sin quedar por ello entrampada en la tragedia. (...) Pero éstas son nada más que humildes lecturas elaboradas desde la platea. Como apunta en la obra uno de los personajes: “¿Estamos tan seguros de que lo que decimos en el escenario significa para el espectador lo que nosotros queríamos decir?”.

Con esta enumeración no se arriba a ninguna síntesis conceptual o dramática. La sucesión de imágenes ya angustiantes ya irónicas sin orden y sin fin anula toda unidad.14

            Si he podido encontrar estos ejemplos, es porque se trata de un grupo ya prestigioso en el campo teatral.  Podría mencionar muchísimas otros casos que responden a características similares,  que no han sido objeto de críticas. Los integrantes de El Periférico de Objetos, juntos o por separado,  desde siempre han transitado no sólo por la experimentación sobre la multiplicidad de signos, sino también por la de diversos lenguajes y soportes. Pero recién con Máquina Hamlet (1995) concitaron la atención de la crítica.  Daniel Veronese, por su parte, desde la escritura ha venido buceando en estos procedimientos, ya  en las piezas que integran Cuerpo de prueba (1997), pero mucho más intensamente en La deriva (2000). Una de las obras que integran ese volumen, El líquido táctil –estrenada en 1997- resulta un claro ejemplo de lo que estamos afirmando, ya que el teatro y cine en tanto lenguajes se interconectan mediante el cruce de ambas series.
Dos de los espectáculos dirigidos por Ana Alvarado (Los débiles (2003) y La Chira(2004) integran lenguajes de la plástica y la fotografía a la escena. De Luis Cano, Ruidosas rosas (Niñas piden auxilio por el conducto de ventilación) (2004) también incluye la plástica y el lenguaje musical  con un propósito de indagación en la interrelación de estos lenguajes con el teatral. Excepto en alguna revista especializada y en los sitios web,  estas obras no han tenido espacio para la lectura crítica. Podríamos agregar muchos más ejemplos: Imaginaria, de Alfredo Rosenbaum (2004), El topo (2004) de Luis Cano, Traducciones en un espacio amplio (2003) de Martín de Goycoechea, entre muchas otras que no han sido siquiera consideradas por la prensa gráfica.      
            Al partir del presupuesto que el posicionamiento de la crítica frente a la experimentación siempre ha sido complejo y tardío, esta conducta recurrente de la actividad discursiva deriva en la cuestión del canon.

IV

            Cuando se ingresa a la problemática del canon, parece irremediable remitirse a Harold Bloom (1994) y a los estudios locales que han entrado en polémica con él15. Sin embargo, por mucho que se le pueda cuestionar, es innegable que el canon existe; un modo de comprobarlo es observar las instancias de legitimación que suelen estar en manos de la crítica (aunque algunas veces, en el campo teatral, es el público con su presencia sostenida, quien atrae la atención sobre un espectáculo). Pero institucionalmente, la crítica es la que crea ese canon y lo legitima a través de los premios, que se han multiplicado en los últimos años. 
            Aunque reciban cuestionamientos (que no se vieron todos los espectáculos, cómo se constituyen los rubros, quiénes los otorgan, etc.), siguen siendo la instancia más visible de legitimación de un producto estético, y los premios tienen un peso relevante a la hora de aspirar a una continuidad en el sistema.
            Ahora bien, al revisar a los ternados y/ o premiados de los últimos cinco años, vemos que de la zona de innovación o experimentación, son muy escasos los espectáculos, actores, directores y otros rubros,  que aparecen en ellos, y son relegados –en el mejor de los casos- a la categoría “off” o “under”.   
            Lo más frecuente es –aunque cambien los nombres, y esto haga parecer que existe una renovación- la ratificación de una estética. Si como dice Bloom, ampliar  demasiado el canon sería destruirlo, podríamos aseverar que, por el momento, el canon del realismo está asegurado. Cuando se habla de “canon de la multiplicidad”, habría que preguntarse para quién, y si no es un horizonte ilusorio, además de una contradicción conceptual.

V

            Quiero volver al fragmento de La tierra baldía, de Eliot: “¿Cuáles son las raíces que prenden / qué ramas brotan de estos escombros?” para repensar este panorama, bastante desolador, y arriesgar algunas opciones. La crítica es necesaria, en tanto mediación simbólica entre productores y receptores, artistas y público. ¿Pueden aparecer otras formas no convencionales dónde estas funciones reaparezcan?
            En forma paralela a esta ausencia y desplazamientos de la actividad crítica, el arte contemporáneo se ha vuelto cada vez más autoreferencial. Es el mismo objeto artístico el que crea su crítica, el que crea un ojo para que pueda ser visto, a partir de la singularidad de un lenguaje que inscribe su propia teoría. Así como de manera exageradamente apocalíptica, Arthur Danto (2002) alertaba sobre la muerte del arte, podría pensarse en el fin de la crítica, ya que muchas de funciones han sido reemplazadas por los propios artistas que establecen un pacto sin intermediarios con el  público.
            Rafael Spregelburd en la entrevista realizada para esta investigación (2003) interpretaba su distancia frente a la crítica como un elemento más de la crisis de representación que afecta a nuestra sociedad.
            El segundo espacio donde los artistas ejercen una suerte de crítica, es en los paratextos que acompañan  las obras (programas de mano, reportajes, textos independientes). Si bien no es una opción ideal, ya que está cargada de su propia subjetividad y suele indicar el camino a seguir por las posteriores lecturas,  la proliferación de tales paratextos es sintomática de las carencias señaladas.       
            Si hasta aquí he generalizado al hablar del discurso crítico como un bloque homogéneo,  es justo mencionar las excepciones. Ya se sabe de los condicionamientos que los grandes medios imponen a los críticos, como la premura, el poco espacio en la página, etc. y el lugar que el teatro ha perdido en los últimos años frente a otro tipo de espectáculos (televisión, cine, recitales, etc.). No es el caso de las revistas gráficas especializadas en teatro, cuyo número ha mermado de manera alarmante, pero que suelen tener un espacio para la reflexión crítica (Teatro al Sur, Funámbulos).  Y hay que registrar otro fenómeno: el crecimiento cuantitativo y sostenido de las páginas web especializadas: Alternativa teatral,  El Muro, Suelo absoluto, Telón de fondo, entre otras.  El tiempo dirá si el crecimiento de esta última opción sustituirá las funciones que antes ejercía la crítica de los medios gráficos.

Bibliografía

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Abirached, Robert. 1994. La crisis del personaje en el teatro moderno. Madrid: Asociación de Directores de escena.
Bachelard, Gastón. 2004. (1934-36). “Crítica preliminar al concepto de frontera epistemológica”, en Estudios. Buenos Aires: Amorrortu.
Bloom, Harold.  1994. El canon occidental. Barcelona: Anagrama
Danto, Arthur. 2002. Después del fin del arte: el arte contemporáneo y el linde de la historia. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles y  Guattari, Félix. 2002. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. (5ª edición). Valencia: Pretextos.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. 1990. Kafka. Por una literatura menor. México: Era.
Foucault, Michel. 1970. La arqueología del saber. México: Siglo XXI.
Jitrik, Noé. 1996. “Canónica, regulatoria y transgresiva”, en Orbius Tertius. Revista de Teoría y crítica literaria. Año I. No 1. Universidad Nacional de la Plata. 153-176
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Said, Edward. 2004. El mundo, el texto y el crítico. Buenos Aires: Debate.
Veronese, Daniel. 1997. Cuerpo de prueba. Oficina de publicaciones del CBC. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires.
Veronese, Daniel. 2000. La deriva. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

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1 La mención de Eliot no es azarosa: su tarea como crítico  no puede escindirse de su creación poética. 

2 Tomamos el concepto de “frontera epistemológica”, como límite ilusorio que debe ser traspasado, del precursor ensayo de Gastón Bachelard (2004)

3 “Variaciones sobre la muerte”, por Alejandro Cruz. La Nación, 19-10-2002.

4 Por Ivana Costa. Clarín,  15-10- 2002

5 “Desparejo trabajo de Alberto Félix Alberto”, por Alejandro Cruz.  La Nación, 13-05-2004. (Sobre Elma Mut en la bañera)

6 Foucault (1970) en el capítulo “Las regularidades discursivas” desmenuza diversas composiciones de las grillas discursivas.

7 La Nación, 12-11- 2002- “Teatro que se nutre de la realidad”, por Carlos Pacheco.

8 ídem nota Nº 7.

9 Clarín, 1º-11-2003, por Pablo Schanton. Informe: Socorro Estrada:
 “Números: 100.540 espectadores asistieron en setiembre al IV Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires. De 10.000 butacas dispone el teatro independiente porteño. 156 espectáculos ofrece la ciudad un sábado (hay más que en Londres, por ejemplo). Según una investigación de Juan Garff y Ana Groch, fue a partir de la crisis del 2001 que se empezaron a abrir más salas independientes (a razón de 10 por año desde entonces), cumpliendo con el mandato de resistencia cultural que inauguró el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta en 1931. Detrás de tanta oferta y demanda, subsidios estatales (mínimos), becas e invitaciones a Festivales europeos, ¿habrá un teatro nuevo gestándose? Salgamos a ver qué hay este fin de semana.”


10 Mucho más amplia es la crítica aparecida en La Nación (16-09-2004) por Carlos Pacheco, “Chéjov actual, con la mirada de Daniel Veronese”

11 Entrevista en:  “Señales de una escena que se mantiene viva”,  por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins. Página 12, 24-12- 2004.

12 Puede verse en la introducción a Mil mesetas, “Rizoma”, que reproduce el texto independiente del mismo título (ed. española de Pretextos, 1977)

13 Página 12,  23-10- 2002, por Hilda Cabrera.

14 Clarín, 15-10-2002 por Ivana Costa, “Fórmula probada”.

15 Me refiero en especial al artículo de Noé Jitrik (1996) luego reproducido en la compilación de Susana Cella (1998).

 
 
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