Bufarra y la hombría como simulación[1]
Martín Rodríguez (IIT UNA - CONICET)
La literatura argentina, afirma Viñas, comienza con una violación. Violencia de clase ejercida por el pueblo (y no contra el pueblo que es su forma más usual) que es también violencia de género en la masculinidad mancillada del joven unitario desnudado y violado y violencia contra el género en la violación de las convenciones del artículo de costumbres por parte de la narración que irrumpe. El estallido del unitario que literalmente revienta de rabia (con borbotones de sangre saliendo de su interior) y la forma narración son en cierto modo homólogas: la narración es grito y estallido, punto de encuentro de la palabra con el cuerpo que la soporta. Sin embargo la narración parece no ser lo suficientemente expresiva para Echeverría: “la escena que se representaba en el matadero era para vista, no escrita”, dice, y en esa frase y en la misma palabra “escena” se condensa su teatralidad potencial.
Entre las muchas obras que han recuperado este aspecto (la teatralidad) se destaca El corte de Ricardo Bartis, en la que el matadero deviene carnicería, con dos carniceros que se disputan la paternidad de un hijo/hija a quién desean carnicero (cuando en verdad ni es ni desea ser hombre ni tampoco su vocación parece ser la carnicería) y a quien finalmente carnean (en una suerte de ritual taurino) y guardan en el refrigerador, congelando así su cuerpo y su deseo. Los padres de El corte son la tradición: no casualmente recuerdan todo el tiempo a Areco, “cuna de la tradición” y lugar de la confusa concepción del hijo/hija. En la carnicería/matadero, nadie puede desear nada que no tenga que ver con la carne (se puede desear cortarla o comerla, se puede desear matar o morir o ser padre de un hijo carnicero, pero ahí terminan las opciones). Verdadera metáfora de la república (de la orgía y de la muerte del deseo que la sucede), la matanza no impide que la carne esté ahí con toda su fuerza metonímica: chorizos y tiras de asado que cuelgan, un lechón de plástico puesto en primer plano que casi parece real, la contundencia de los cuerpos de los carniceros que desean meter los dedos en la picadora de carne para “saber qué se siente” o del hijo/hija cuando en el momento de la revelación exhibe sus pechos de manera insinuante (“me están creciendo alitas”, dice). No resulta casual que El corte escenifique el deseo a través de procedimientos propios del actor popular (del sigilo y el desparpajo como gestos constitutivos de los sectores populares que la caricatura condensa): el cuerpo del actor popular es un cuerpo pensante que produce sentidos específicamente actorales y que, a diferencia del actor culto, pone en primer plano las pasiones al tiempo que se aleja del llamado “decoro interpretativo”. Mientras que el “decoro interpretativo” disfraza a las pasiones de mesura y objetividad, la actuación popular las pone en primer plano, evidencia la constante lucha que existe entre ellas a través de un gesto y un tono que no renuncian a la contradicción y al exceso.
En este sentido resulta fundamental pensar cuáles son las formas que el decoro interpretativo y la actuación popular adquieren en la actualidad: quizás la neutralización del gesto y ciertas formas asociadas a la performance sean los modos en los que el decoro pervive como forma de despreciar el cuerpo. En estos tiempos en que la lógica del matadero y la simulación parecen volver a dominar nuestras vidas (los crímenes perpetrados por el estado argentino en los últimos tiempos y la increíble manipulación de los medios masivos sobre los sujetos serían las caras más visible de ese retorno) la pregunta por la actuación se vuelve imprescindible. Esa pregunta es la que sobrevuela espectáculos como El cuerpo de Ofelia de Bernardo Cappa, Bufarra de Eugenio Soto, La liebre y la tortuga de Ricardo Bartis o La guiada de Gustavo Tarrió, espectáculos en los que tampoco está ausente la pregunta por el vínculo con el espectador.
En Bufarra, no están ni el matadero ni la carnicería, sólo el patio de una casa (la obra transcurre en un patio verdadero, el patio del Espacio Polonia) en el que Vicente (un gerente del Banco Nación) está preparando un asado para agasajar a su amigo Silvio, padrino de su hijo adoptivo Ángel y sospechado de pedofilia. Los otros personajes que van completando la escena son Susana (esposa de Vicente) y Román el carnicero (su amante). El asado se hace en vivo: hay una parrilla real, hay fuego y olor a carne y a chorizos asándose. Nótese que en la secuencia de la carne, la parrilla es el escalón más bajo: campo, matadero, frigorífico, carnicería y parrilla, la carne pasa por diversos intermediarios hasta llegar al consumidor, en este caso, Vicente. La carne circula, son los hombres los que la hacen circular, y en torno a ella se despliegan luchas que en Bufarra se hace muy difícil separar: hay lucha de géneros, pero también lucha de clases en torno a la carne, en torno a ese espacio emblemático que es la parrilla.
Comencemos entonces por la clase. Dentro de la lógica del pensamiento medio (del imaginario de las capas medias) es indudable que el gerente de un banco posee una jerarquía superior a la de un carnicero, independientemente de los ingresos que puedan percibir uno u otro. El gerente desarrolla una actividad predominantemente intelectual mientras que el carnicero desarrolla una actividad manual: el gerente no se ensucia las manos, no tiene contacto con la carne ni huele a carne y casi no tiene contacto con la plata, como sí lo tienen un cajero o un carnicero. El gerente realiza un trabajo más bien aséptico y suele tener otras aspiraciones más propias de las capas medias: viajar (Vicente organiza en secreto un viaje a Brasil) o vivir en un lugar tranquilo, donde se pueda dejar la puerta abierta sin riesgo y donde los chicos puedan jugar tranquilos en la calle (en última instancia. el imaginario del country que se desarrolla durante la década menemista y que ha sido objeto de estudios y ficciones).
Pero en Bufarra la carne y la parrilla invierten esta lógica que entrecruza género y clase. Dentro de la lógica de la carne, el gerente del banco es un mero consumidor, cosa que el carnicero se encarga bien de resaltar, mientras que el carnicero es el proveedor: es él quien provee la carne que consume Vicente pero también la carne que consume su mujer Susana: Susana encuentra en el carnicero la carne que Vicente (a quién trata con evidente desprecio) parece no proporcionarle. La imagen casi caricaturesca del fornido carnicero que ingresa a escena con botas de goma blancas, delantal con manchas sobre el torso velludo y un piloto, contrasta con la sigilosa y débil imagen de Vicente: el carnicero es casi un emblema de la virilidad popular, es el Matasiete de Echeverría y condensa la seducción y el rechazo que la barbarie ejerce sobre las capas medias (barbarie que en este caso está matizada por el habla relativamente depurada de este personaje). La situación vuelve visible un aspecto de los sectores medios del que poco se habla pero al que la literatura y el ensayo se han aproximado de manera recurrente: el temor de que los sectores populares se queden con lo que les pertenece, especialmente con la mujer y que, en el peor de los escenarios, lo hagan con su consentimiento (podría pensarse cómo opera el caso inverso, pero no resulta funcional a este análisis). Los sectores medios tienen que cuidarse porque, llegado el caso, podrían pasar por la experiencia del joven unitario y este temor profundo y fundacional configura todo un sistema de alianzas y hace difícil cuando no imposible la alianza real entre la clase media y los sectores populares. El razonamiento es el siguiente: si los sectores populares son peligrosos sin tener nada, ¿qué no serían capaces de hacer si tuvieran plata y cultura? Mejor para eso aliarse con la burguesía para conseguir un puesto de gerente en un banco, vivir en un lugar tranquilo y poder pagar un viaje a Río de Janeiro para sorprender a una mujer cuyo deseo está en otra parte.
Vemos entonces como ante nuestros ojos se despliega la lucha entre el empleado del banco (consumidor) y el carnicero (proveedor) que se disputan el cuerpo de Susana que, dentro de las jerarquías que la obra despliega, se encuentra por encima de Vicente a quien manipula, degrada y traiciona de múltiples maneras. Esta relación de poder encuentra un quizás involuntario eco en la disposición espacial de los actores: ella viene de arriba, le habla erguida desde la escalera, mientras que Vicente le responde desde abajo con la espalda siempre ligeramente encorvada como si tuviera un peso permanente sobre ella: vemos ahí cómo la maquieta pone en escena la dominación y esta actitud de caminar con la espalda encorvada será la constante del personaje (salvo momento excepcionales en los que logra momentáneamente “levantar la cabeza”).
Pero hay una segunda lucha que articula otros rituales y otras complejidades no del todo separados de lo desarrollado hasta acá: es la lucha por el cuerpo sacrificial del hijo devenido en trofeo que poco a poco hace ingresar la imagen del matadero como espacio que retorna y que no cesa de explicarnos. Esta lucha se despliega en un espacio otro del que Susana y el carnicero no participan directamente (lo cual no significa que estén del todo ausentes en él): es el espacio del asado con su lógica y sus rituales, cuya autonomía (triste remedo del carnaval bajtiniano) es relativa y temporaria. Durante el asado el mundo parece cerrarse sobre sí mismo: no hay un afuera o, por lo menos, se pretende olvidar ese afuera en el que el carnicero reina como macho proveedor en pos del presente del ritual, en este caso del ritual que despliegan Silvio y Vicente, dos viejos amigos humillados.
Hacer un asado es una actividad predominantemente masculina y la parrilla es un espacio aglutinador. Los hombres se agrupan alrededor del asador que, en el acto de hacer el asado, deviene momentáneamente “jefe de la manada”: se pica algo (un salamito, un quesito, como en Bufarra) se toma vino o un vermucito (en Bufarra la petaca de whisky, la “meme” como la llama Silvio), se habla de fútbol por lo general con un volumen de voz elevado y circulan las jodas, las cachadas y los chistes sexuales (en la tradición realista sucede el encuentro personal que desata el conflicto), mientras que las mujeres se agrupan por lo general en otro espacio y tienen a su cargo actividades menores como hacer las ensaladas o poner la mesa. El ritual se cierra con la ingesta de la carne y con un aplauso para el asador. Podemos decir que la parrilla es, como la pulpería en el Facundo y en la gauchesca, el espacio del discurrir masculino y de la confesión y de allí emergen los tonos que son los tonos de la patria de los que habla Josefina Ludmer: el desafío y el lamento.
Algunas de estas cosas suceden en Bufarra: un amigo recibe a otro con un asado y en ese encuentro aparecen la militancia en el peronismo de derecha, la lucha armada, el chiste procaz, el acercamiento sexual entre los amigos que parece remitir a encuentros sexuales que tuvieron en el pasado y la charla inevitable sobre la supuesta pedofilia de Silvio que da nombre a la obra, sobre la cual el personaje desarrolla un relato tendiente a desmentirla: todos los males y padecimientos actuales parecen encontrar su procedencia en esta acusación que él dice falsa. Humillado y degradado, Silvio sostiene su relato en gestos y tonos del actor popular argentino que remedan y parodian los gestos del pueblo. Son los gestos y los tonos que dan sustento a un relato (el relato de su inocencia) que se desarrolla como un gran lamento: lamento por las supuestas injusticias de las que ha sido víctima asociadas a otros pequeños relatos, a veces verdaderos, a veces no, pero siempre tristes. El tono del lamento es aquí el tono de la simulación, de ese fingir asociado a la supervivencia popular al que el tango tantas veces se ha referido (“y así aprendí que hay que fingir, para vivir decentemente, que amor y fe mentira son…” dice por ejemplo la letra de Madreselva). Llorar para mamar, para sobrevivir, es la lógica del cambalache que Silvio ha aprendido bien. No importa que casi nadie le crea (sólo le cree o simula creerle su amigo de la juventud); él habita esos tonos que le permiten seguir vivo frente a las acusaciones de todos. Patético hasta el desagrado, lo llamativo es que Silvio tiene un costado que lo hace simpático y hasta querible, aunque todo indica que es un abusador de menores, quizás responsable de la muerte de una joven. Los espectadores desean que no sea el bufarra que da nombre a la obra (en un país donde personajes como el Bambino Veira gozan de la simpatía y la admiración popular) aunque todo indique que lo es. Militante de la derecha peronista, Silvio es cobarde y manipulador. Vive en una mentira que buena parte de los espectadores eligen (elegimos) creer y el tono desafiante que adopta en sus arranques de valentía, sólo nos confirma su cobardía. Bufarrón y cobarde, la revelación de quién es en realidad (ese que no deseábamos que fuera y al que encontramos en una mirada lasciva dirigida al niño) es un verdadero “cross a la mandíbula” del espectador condescendiente.
Nos enfrentamos entonces a la pregunta acerca de qué significa ser hombre, cómo se es hombre frente a los otros y frente a uno mismo. En Bufarra la amistad entre hombres y sus códigos, el diálogo entre los cuerpos (masculinos), la palabra vociferada, los silencios, el modo de vincularse con las mujeres y de referirse a ellas, enmascaran temores, bajezas, deseos inconfesables, desvíos, traiciones y cobardías. Esos códigos y lo que ocultan encuentran su forma en gestos y tonos propios del actor popular cuya función predominante es sostener la simulación. Los rasgos distintivos que definen lo masculino dentro del orden falologocéntrico son puro simulacro; la identidad sexual inamovible esconde los encuentros sexuales que en el pasado parecen haber tenido Silvio y Vicente; el valor asociado a la militancia y a la lucha armada, enmascara la cobardía que emerge a la hora de los bifes; la indignación asociada a la defensa del honor se sobreactúa para que sea el otro quien cometa un crimen y para estar más cerca del niño-objeto, del niño víctima de los deseos más bajos del personaje y, por último, el deseo sexual desviado encuentra su disfraz en actitudes paternales (regalarle golosinas y la máscara de Batman), en mentiras, en relatos inocentes y en rituales iniciáticos cuyo único objeto es el acceso carnal (hacerlo beber y fumar para que se haga hombre, para que el niño aprenda a ahogar el dolor en el alcohol y en el humo). Ángel (el niño) es acosado por sus compañeros de escuela y el ritual iniciático que Silvio desarrolla va acompañado de un mensaje: no dejarse avasallar y, si es necesario, “cagarlos a tiros a todos”. El niño va a entender ese mensaje al pie de la letra y su verdadera iniciación será la que suceda al intento de violación de Silvio, la iniciación que comienza con el crimen. En buena parte de la tradición literaria argentina “disgraciarse” es hacerse hombre, el hombre se vuelve hombre cuando mata y Ángel mata a Silvio con la máscara de Batman puesta: gordo, culón y abusado, lo hace frente al desinterés de su madre y frente a la complicidad de su padre que elige creer en la inocencia de su amigo. Dentro de las jerarquías y luchas que la obra despliega, Ángel es sin dudas el eslabón más débil y, sin embargo, es quien tiene a su cargo la acción más determinante y la mirada final. Son luchas que están en las palabras pero que encuentran su mayor intensidad y eficacia en las acciones y en los tonos: en el lamentarse y en el fingir de Silvio, en la compasión/complicidad que genera en su amigo y en el público pero también en el tono desafiante que lo único que pretende es que el que vaya al matadero sea siempre el otro. Lamentarse, victimizarse forman parte de ese fingir que le permite seguir en pie: a Silvio y a la patria/matadero que habita en esos tonos.
BIBLIOGRAFÍA
Drucaroff E. (2015). Otro Logos, signos, política, discursos, Buenos Aires: Edhasa.
Ludmer, J. (1988). El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Sudamericana: Buenos Aires.
NOTAS
[1] Bufarra (2016) fue estrenada en el Espacio Polonia con dramaturgia y dirección de Eugenio Soto. Actúan: Leilén Araudo, Facundo Cardosi, Leo Espíndola, Martín Mir, Darío Pianelli; Diseño de vestuario: Lucía Scarselletta; Espacio escénico: Félix Padrón; Diseño de luces: Félix Padrón; Fotografía: Mariano Martínez, Juan Francisco Reato, Franco Vaca Braylan; Diseño gráfico: Juan Francisco Reato; Asistencia de dirección: Mara Beger, Nerina Carunchio; Prensa: CorreyDile Prensa.
En un artículo aparte y complementario de éste, estamos desarrollando aspectos referidos a la dirección, al espacio y, fundamentalmente, a la actuación: nos limitaremos por ahora a decir que Bufarra ha tenido dos nominaciones para los Premios Teatro XXI: Facundo Cardosi fue nominado como Mejor Actor, y Félix Padrón como Mejor Espacialización. En cuanto a Eugenio Soto, recibió el Premio Trinidad Guevara 2017 como Director Revelación