Toda la culpa es de Duchamp
José Luis Valenzuela (director, dramaturgo. Resistencia (Chaco).
RESUMEN
El término “dispositivo”, aplicado a las artes escénicas, toma plena pertinencia a partir de las veladas dadaístas del Café Voltaire, donde todo estaba dispuesto para que el público respondiera visceralmente a las “manifestaciones” del escenario. Si los heterogéneos elementos que componen un dispositivo son, siguiendo a Foucault, del orden de lo dicho y de lo no dicho, es decir, de lo enunciable y de los sensible, cabe conjeturar destinos diferentes para el dispositivo antirrepresentacional dadaísta según se privilegie en él una u otra clase de componentes. El presente artículo se detiene en esta virtual divergencia, ejemplificándola en los derroteros creativos de Tristan Tzara y Marcel Duchamp y extrayendo consecuencias para la práctica contemporánea de un teatro no representacional.
PALABRAS CLAVE
Tristan Tzara, Marcel Duchamp, realidad, real, simbólico, representación.
SUMMARY
The term "device", applied to the performing arts, takes full relevance from the Dadaist evenings of Café Voltaire, where everything was arranged so that the audience responded viscerally to the "manifestations" of the stage. If the heterogeneous elements that compose a device are, following Foucault, of the order of what is said and what is not said, that is to say, of the enunciable and of the sensible, it is possible to conjecture different destinies for the Dadaist antirepresentational device according to what is privileged in it. one or another class of components. The present article dwells on this virtual divergence, exemplifying it in the creative paths of Tristan Tzara and Marcel Duchamp and extracting consequences for the contemporary practice of a non-representational theater.
KEYWORDS
Tristan Tzara, Marcel Duchamp, reality, real, symbolic, representation.
Se ha creído –y quizá seguimos creyéndolo- que basta con presentar un cuerpo, un objeto o un suceso en su desnuda visibilidad y tangibilidad para exponer una verdad directa y definitiva, a salvo de las falsedades o las distorsiones a que se prestaría la re-presentación de ese mismo cuerpo, objeto o suceso. Enmarcado en (o precedido por) un discurso jurídico, la mostración cruda de las cosas tendría la fuerza de la prueba irrefutable, del indicio indestructible que pone fin a las orquestadas falacias de una defensa. Si la exhibición de una realidad sin afeites tiene lugar en una sala de teatro, donde el público –o la mayor parte de él- espera asistir al desarrollo de una ficción escénica cautivante, tal exabrupto bien podría tener el impacto del accidente, la incontrolable irrisión del gag o el efecto inquietante de una inesperada franqueza, al modo de la parrhesia de los cínicos griegos.
Mucho antes que la proclamada crisis o decadencia de la representación escénica fuera moneda corriente entre los teatristas y los teatrólogos, Dadá había hecho de la conmoción del espectador una cuestión de tratamiento metódico. Cuando Tristan Tzara evocaba los tiempos tumultuosos del Café Voltaire de Zürich, señalaba que “Dadá era él mismo el escándalo, que se identificaba con su modo de vivir y de manifestarse [1]. (…) Dadá mismo constituía un escándalo frente al sistema estabilizado de los valores consagrados” [2].
Aquella voluntad de provocación brotaba, claro está, del asco y el horror ante una civilización cuyas pretensiones de progreso y refinamiento habían desembocado en la Primera Gran Guerra. Frente a la hipocresía mortífera de una cultura agotada, sólo cabía –parafraseando a Nietzsche- hacer arte a martillazos, hasta alcanzar el grado cero de las materias y las formas. “El artista nuevo protesta: él no pinta más / reproducción simbólica e ilusionista / sino que crea directamente en piedra, madera, hierro, estaño" [3]. Por ello Tzara elogia a Francis Picabia, quien “escribe sin trabajar, presenta su personalidad, no controla sus sensaciones” [4], y también a Jean Arp por
…la traducción que da a sus estados de espíritu momentáneos, sin ninguna preocupación por las leyes estéticas, una especie de transposición inmediata y natural que sale de los movimientos de sus manos, [y eso] es un elemento nuevo y precioso en el arte, pues nos enseña que los cabellos y las uñas empujan sin voluntad y sin control, libremente, y que la belleza es sólo la constatación de una vitalidad sin esfuerzo [5].
Acabar con el arte representacional y con las prácticas que lo hacían posible era, para los dadaístas, dar fin a “la era infernal del cinismo” iniciada en el Renacimiento y cuya fórmula era:
La anécdota como centro, como principio; es decir, historia contada al ricachón para despertar en él un “sentimiento”; 64% de piedad, el resto: humildad, etc., + el olvido de un instante incómodo en que se ha hecho un buen negocio [6].
Y de esa tradición anecdótica y complaciente no escapaban el cubismo ni el futurismo, que habían optado por seguir representando las cosas bajo un mero cambio en la manera de mirarlas:
Cézanne pintaba una taza 20 cms más bajo que sus ojos, los cubistas la miran desde lo alto, otros complican la experiencia haciendo una sección perpendicular y disponiéndola sabiamente al lado. (…) El futurista ve la misma taza en movimiento, sucesión de objetos uno al lado del otro, agregando ladinamente algunas líneas de fuerza. (…) Tenemos bastantes academias cubistas y futuristas: laboratorios de ideas formales [7].
Destronados el objeto artístico y su creador tras un largo reinado instalado en el Quattrocento, al dadaísmo le restaba ocuparse de un tercer componente que no podía quedar intacto en el camino hacia la refundación de un arte que había perdido sus vínculos con las fuerzas vitales. Me refiero por supuesto al público receptor, de pronto homenajeado por Tristan Tzara en estos términos: “Si el pintor nuevo crea un mundo, (…) este mundo no está especificado ni definido en la obra; pertenece, en sus innumerables variaciones, al espectador." [8]
Si la vida “es interesante de otro modo” que por la Belleza y el Sentido de las obras consagradas o por la fatua mascarada del pequeño mundo de los artistas, tal vez la intensidad dadaísta de “la vida concentrada” estuviera del lado de los receptores del arte, en la medida en que éstos pudieran ser interpelados “de cuerpo presente”. Si el lector o el contemplador solitario es un “animal simbólico” obsesionado por los significados y los sentidos de lo que se le presenta en la página, en el lienzo, en la piedra o en la madera, quizá su confrontación directa con el artista lograría detener la incansable maquinación hermenéutica de aquel contemplador-lector.
Las veladas dadaístas, antecedentes de los happenings sesentistas y las actuales performances, eran así, para los artistas involucrados, un momento necesario de la creación literaria, plástica y musical, aun cuando ninguno o muy pocos de ellos hubiesen recibido alguna formación como actores, bailarines o intérpretes musicales. Era justamente esa ignorancia o “inocencia” escénica lo que los hacía anteponer la experiencia viva compartida con el público a cualquier pretensión de “representar” un texto o un espectáculo cuidadosamente ensayado. Era la “intensidad” y no la forma legible lo que tomaba el escenario por asalto, mientras que
…la sala estaba hasta tal punto excitada y la atmósfera hasta tal grado sobrecargada, que otras sugestiones tomaban la apariencia de realidad. (…) Un solo hilo pasaba por los cerebros de los mil quinientos espectadores [9].
El propósito de aquellas “veladas” se vuelve explícito en las palabras de Tzara:
La presencia de Dadá en la actualidad más inmediata, la más precaria y provisoria, era su respuesta a esas búsquedas de la eterna Belleza que, situadas fuera del tiempo, pretendían alcanzar la perfección [10].
No obstante, la “intensidades” suscitadas entre el público generalmente derivaban en batallas campales que sólo podían prolongarse, una vez concluida la velada, en fervorosas adhesiones o en rechazos definitivos y habitualmente mayoritarios. Las “manifestaciones artísticas” en el Cabaret Voltaire se prolongaron durante seis meses, y
…cada noche se hundió el tritón de lo grotesco del dios de lo bello en cada espectador, y el viento no fue suave: sacudió tantas conciencias el tumulto y la avalancha solar, la vitalidad y el rincón silencioso cercano a la sabiduría o a la locura, ¿quién podía precisar las fronteras? [11]
Seis meses habían sido suficientes para agotar, en Zürich, el número de espectadores dispuestos a exponerse al “tritón de lo grotesco” y para que el caos pudiera engendrar algunos hijos recalcitrantes. Más allá de ese breve lapso, la experiencia seguramente hubiese degenerado en festivo esnobismo o en inofensivos clichés:
9 de abril: octava velada Dadá en Zürich. Fecha a retener, pues se aprende que la verdad no gusta a los espectadores. La sala estaba llena (1000 personas) y el tumulto comenzó ante el manifiesto del Sr. Serner, transformándose en la psicosis que explica guerras y epidemias. [12]
Perdurar vitalmente, desplegar las promesas y los precios de la transformación subjetiva contenidas en la “dictadura del espíritu” dadaísta, entrar en una fase recompositiva que reemplazaría al “gusto” tras la descomposición de los parámetros de recepción convencionales, hubiese demandado a los artistas una reconciliación con el trabajo formal que no parecía estar en los planes de aquel dadaísmo inaugural: “lo inmediato de lo exteriorizado es para mí una verdad que me basta”, escribía Tzara a Breton en 1919. [13]
De hecho, un escenario “intervenido” por poetas, compositores y pintores oficiando provocativamente de actores o bailarines y una sala poblada por un público acostumbrado a los efectos edificantes o sublimatorios del arte, constituía un dispositivo anti-representacional sin precedentes en los ámbitos de la Alta Cultura. Las cosas sucedían como si el espectador hubiese caído en una trampa, descubriendo –quizá demasiado tarde- que era él mismo el objeto de la experiencia artística: todo estaba dispuesto, en las veladas del Café Voltaire, para poner en aprietos las educaciones recibidas, las valores heredados de generaciones pretéritas y los instrumentos de medida de los estetas. La sala en ebullición
…excede las fronteras de la familia y de la convención; desnudada ante su conciencia, la desesperación de tener que rechazar lo aprendido en la escuela, le hizo hurgar en los bolsillos para arrojar sobre la escena lo que allí había encontrado y la miserable doblez del alma. (…) Por primera vez en el mundo no sólo se nos arrojan huevos, lechugas y monedas, sino también cortes de carne vacuna. Ese fue un gran éxito. El público fue muy Dadá. Ya habíamos dicho que los verdaderos Dadás estaban contra Dadá. [14]
“Más vale arder que durar” bien pudo haber sido la consigna pulsional del dadaísmo de Zürich, y no nos sorprende la corta y catártica vida del Cabaret Voltaire. Y tampoco debería sorprendernos que un dadaísta tangencial (casi un “Dadá contra Dadá”) como Marcel Duchamp, operando en uno de los bordes del dispositivo inaugurado por Tzara y sus amigos, haya dado perdurabilidad a la ruptura del juego representacional.
Sin que podamos atribuir a Duchamp el propósito de eternizar su propia obra o su propio influjo, la sombra de sus astucias nos cubre desde hace ya más de un siglo como consecuencia de una inversión decisiva: en lugar de desnudar y desagregar la materia -al modo “dadaísta clásico”- para liberar sus energías insospechadas, el artista francés emprendió una desconcertante desmaterialización del arte.
Si la total extinción del aura artística por la renuncia a embellecer los cuerpos y las palabras había impactado de lleno en el rostro solemne de la Crítica, Duchamp apuesta a la intangible potencia de lo no realizado y no desdeña el juego productivo del malentendido. Si Tzara había erigido su dispositivo anti-representacional extremando su lado informe y absurdo –es decir, montándolo sobre lo que se da a los sentidos sin abrirse al sentido-, Duchamp se desplaza hacia el polo de lo enunciable para empujar al contemplador al límite de sus propias palabras, más allá del cual lo acecha el verdadero silencio.
La íntima amistad mantenida con Francis Picabia en la segunda década del siglo XX había impregnado a Duchamp del espíritu dadaísta, aunque éste nunca se consideró un miembro militante de ese grupo. Desde luego, conocía y compartía el rechazo del “gusto” y la simpatía por la potencia insospechada de las cosas banales y aun abyectas que caracterizaban a Tristan Tzara y sus seguidores, a la vez que coincidía con ellos en la necesidad de demoler toda solidez y estabilidad esencialistas, tanto las del objeto de arte como las del artista mismo. Pero en Duchamp tal postura no derivaba en una rehabilitación de lo “espontáneo y natural” sino más bien en el reconocimiento y explotación de la inagotable capacidad de artificio que mueve y sujeta al ser humano y que le lleva a reordenar y recombinar lo dado tal como lo encuentra arrojado en su habitat. Lo “dado”, en Europa y en el ambiente cultural de la segunda década del siglo XX, era para Marcel Duchamp el descubrimiento del tiempo como cuarta dimensión del espacio, el maquinismo todopoderoso, la geometrización cubista… y la apasionante racionalidad del ajedrez.
Es precisamente en el ajedrez donde el artista había visto despuntar la fuerza inmaterial de lo irrealizado y los atisbos de lo que mucho después se llamaría “arte conceptual”:
En el ajedrez, cuando se habla de una bella resolución de un problema, ello proviene de un pensamiento abstracto que se resuelve en la forma física de un Rey haciendo esto o de una Reina haciendo aquello. Como si algo abstracto se volviera vivo. Rey y Reina se convierten en animales que se comportan según un pensamiento abstracto, pero tú ves a la Reina haciendo eso, sientes a la Reina hacerlo, la tocas…, mientras que una belleza matemática permanece abstracta. [15]
Desde sus primeras incursiones creadoras Duchamp, reciclador de artificios, echaba mano a los conceptos, las formas, los procedimientos, los objetos y las prácticas que poblaban su entorno, asumiendo esa apropiación “un carácter conflictivo y conjuratorio”, según las palabras de su amigo Robert Lebel. Por lo tanto, la Cultura no era para él sólo un ídolo a demoler, sino también una promiscua y promisoria caja de herramientas. Duchamp, explorador de bordes, hizo de cada una de sus obras lo que en física llamaríamos un “experimento crucial”. Permítame el lector o lectora detenerme en uno de ellos, producido en la temprana época en que el artista, fascinado por los juegos del tiempo, investigaba las posibilidades de la pintura futurista.
Luego de pintar su famoso Desnudo descendiendo la escalera (1911-1912) en que había dado una vuelta de tuerca al canon cubista, Duchamp inició una serie de trabajos en que convergían algunas de sus obsesiones que lo acompañaron durante toda su vida –el erotismo, los juegos de lenguaje y la máquina- con sus intereses predominantes en ese período: el ajedrez y la representación del movimiento. A Dos personajes en un automóvil (febrero de 1912) le siguió Dos desnudos: uno fuerte y uno veloz (marzo de 1912). La pareja, la velocidad y la fortaleza insistieron en un estudio de abril de 1912: El Rey y la Reina atravesados por desnudos veloces, donde el tema del ajedrez es dominante. Las dos piezas soberanas aparecen allí atravesadas por diagramas indicativos de los “desnudos veloces”, a saber, de los movedizos peones y de las maniobras de los jugadores humanos. Ese mismo mes de 1912 pintó la acuarela El Rey y la Reina atravesados por desnudos en velocidad, retomando los trazos futuristas y las formas maquínicas de las obras de febrero y marzo. Finalmente, en mayo de 1912 pintó el óleo El Rey y la Reina rodeados por desnudos veloces, donde las figuras reales se muestran como robots ensamblados, escalonados y babélicamente imponentes. Alrededor de ellas se agitan formas subsidiarias, arrastradas por una incontenible energía cinética. El color vidrioso, casi lumínico, de los soberanos contribuye a “desnaturalizarlos”, acentuando la supuesta perennidad simbólica de sus investiduras.
Debe decirse que los juegos de lenguaje duchampianos, trabajando desde los títulos de sus obras y operando nocionalmente sobre el público, parecieran actuar sobre la materia pictórica o escultórica imponiéndoles movimientos virtuales (“…tú ves a la Reina haciendo eso, sientes a la Reina hacerlo, la tocas…, mientras que una belleza matemática permanece abstracta”) que, tras un tiempo de exposición a estas fuerzas, inducen al contemplador a decir(se) algo sobre lo que ve sin ver o hace sin hacer. Por lo tanto, bien podemos dejarnos llevar por esa maliciosa invitación interpretativa y virtualmente performativa que el artista nos obsequia.
El consentimiento -casi reivindicativo, en un campo marcado por el anti-intelectualismo de algunos movimientos de vanguardia- respecto de las formas, las estructuras y las ideas complejas por parte de Duchamp, no anonada su percepción carnal y concreta de los individuos que insisten en sus intersticios y de la Naturaleza que aún ronca en ellos. Comentando el cuadro de mayo de 1912, Lebel se refiere al Rey y a la Reina como a “dos impecables robots remachados el uno al otro por la fatalidad de la pareja”. Y esa pareja está constituida, en la serie de ese año, por “las máquinas padre y madre”.
Y es aquí donde Duchamp nos asesta una de sus bromas geniales: la versión definitiva de El Rey y la Reina rodeados de desnudos veloces está pintada en el reverso de una tela fechada en 1910, cuyo título es Paraíso (Adán y Eva en un paisaje). De un lado quedan, entonces, los Padres Primordiales de la humanidad y, del otro, los nuevos Padres de una era maquínica que ya no admite reversión histórica. Reforzando esta distante correspondencia, el Rey y la Reina reproducen las mismas posiciones relativas que ocupan Adán y Eva al otro lado de la pintura.
Como ha quedado indicado más arriba, las figuras de los soberanos ostentan, en esta última composición de la serie duchampiana, una solidez con pretensiones de eternidad –se asemejan a torres de Babel, a máquinas blindadas-, pues sus investiduras incuestionables quedan exentas de la transitoriedad humana y exceden a sus portadores ocasionales. En una palabra, el Rey y la reina asumen la estabilidad impersonal y abstracta del símbolo.
A esa condición simbólica de los reyes se contrapone el movimiento incesante de los “desnudos veloces” que existen a condición de perecer, que pagan su concreción y su carnalidad con la fugacidad de una existencia tan activa como breve. Pero, a la vez, la velocidad de los “desnudos” –que a lo largo de la serie pictórica vacilan entre atravesar y envolver a las figuras reales- de algún modo socava y fragiliza la perennidad (simbólica) de los soberanos. Dicho en pocas palabras, lo real de la muerte que portan los “desnudos” carcome lo simbólico de la realeza.
Al símbolo debilitado y amenazado de los reyes, le responde la solidez arquetípica de Adán y Eva al otro lado de la tela. Como señala Antonio Correia de Carvalho en un brillante ensayo [16], lo simbólico de los Primeros Padres aparece como “no-artificial”, como “innato a la humanidad misma y, por lo tanto, a cada individuo”, dejando así la investidura de los reyes en “el dominio del artificio”: estos últimos conforman un símbolo vacío que hace de sus portadores meras piezas de un juego, en contraste con el símbolo “lleno” -atravesado y rodeado de Naturaleza- que habita en los Padres Primordiales. El Paraíso, en tanto perdido, tendrá siempre una persistencia de la que carecerá la interminable sucesión de representaciones que intentarán evocarlo a lo largo de la historia humana. De un lado y del otro del cuadro de Duchamp tenemos imágenes, representaciones, pero una de ellas quedaría así connotada como “de primer grado” con respecto a la otra, afectada de artificialidad y secundariedad.
Sin embargo, la astucia duchampiana reside en dificultarnos la jerarquización simple que podríamos derivar de la contraposición mencionada. Correia de Carvalho nos dice que
El efecto de la representación de Adán y Eva en el reverso de El Rey y la Reina…, simbólicamente escondida aunque presente, implica sugerir que sólo nos es posible producir artificios, que las relaciones con lo real sólo son humanamente posibles a través de sus representaciones artificiales. Pero, al mismo tiempo, la presencia –aunque escondida, puesto que está en el reverso- de Adán y Eva en El Rey y la Reina…, puede tomarse como la sugerencia simbólica de que, a pesar de todo y citando a Wittgenstein, “es siempre gracias a la naturaleza que alguien sabe algo”. [17]
Según esta interpretación, la pintura de 1910 está, en el óleo de dos años más tarde, realmente presente y sin “hablarnos” (está “simbólicamente escondida”), al modo de una Naturaleza que oficiaría de fondo y garantía muda de todo artificio (aunque el verdadero fondo natural no sería ya recuperable “en sí”, puesto que inevitablemente se ha cristalizado en representación). A la vez, para que algo podamos decir del cuadro de 1912 (para que éste “algo nos diga”, para que algo podamos “saber” sobre él), necesitaríamos dar vuelta la pintura y enterarnos de la “presencia escondida” de Adán y Eva a espaldas de los reyes. Tal sería, en suma, el derrotero hermenéutico inducido por el doble simbolismo del cuadro bifronte de Duchamp. Para Correia de Carvalho, esto nos permitiría intuir la naturaleza detrás del mundo artificial de El Rey y la Reina…, y ese respaldo otorgaría “credibilidad” (o verosimilitud) al artificio de la segunda pintura. Alguien podría objetar, claro está, que un crítico o un teórico bien podrían escribir numerosas páginas sobre el cuadro de 1912 sin saber lo que se oculta en su reverso. Sin embargo, a partir de esa fecha, estamos ante una pintura doble, ya no ante un cuadro simple.
Lo que subyace a esta lectura es una concepción de lo simbólico afín al pensamiento de Ernst Cassirer o al de Paul Ricoeur, donde la multiplicidad de los encadenamientos asociativos -virtualmente infinitos- que podría suscitar un objeto artístico dado, reclama, tarde o temprano, el hallazgo o la postulación de un anclaje no-artificial, no-convencional, que evite la dispersión del discurso y sus giros en el vacío. En este caso, ese zócalo confiable para El rey y la Reina… sólo sería accesible a la percepción o a la memoria “a través de representaciones como la de Adán y Eva". [18]
La interpretación de Correia de Carvalho se apoya sin embargo en una premisa inobjetable: debemos considerar a Paraíso y El Rey y la Reina… como una única obra bifronte, intencionalmente producida de ese modo por su autor, al menos en el momento en que se dispuso a pintar su segunda faz. Pero el juego de Duchamp es aún más inquietante de lo que parece. Si bien hay que considerar ambas pinturas como inseparables, tenemos dos cuadros, dos representaciones que no podemos contemplar simultáneamente: cuando vemos una de ellas, la otra está ausente (fuera de la vista), pero aún actuando en la memoria del espectador. Y bien podemos decir, dada la pregnancia de las figuras de uno y otro lado, que se afectan mutuamente como símbolos. La desaparición de una de las imágenes da lugar a que algo de ella perdure como presencia simbólica, pues es lo propio del símbolo el presentarse como ausencia, y de ello depende su eficacia, es decir, su poder ordenador y su “darnos de qué hablar”. Estamos aquí en la tensión entre lo visible y lo enunciable señalada por Foucault en el seno de los dispositivos (y el cuadro doble de Duchamp es un dispositivo).
La bifrontalidad del cuadro estaría concebida para que en la imagen titulada El Rey y la Reina rodeados de desnudos veloces persista el recuerdo retiniano de la imagen de Paraíso y, a la vez, para que en la primera sobrevuele el “pensamiento abstracto” que en la segunda “se resolvió en forma”. Otro tanto puede decirse invirtiendo los términos: la forma de El Rey y la Reina…, así como las cualidades de su huella visual, subsisten en la imagen de Paraíso. El “pensamiento abstracto resuelto en forma” es lo simbólico en un sentido no-hermenéutico, es un trazado separador y articulador, pero desprendido de todo contenido singular, por lo cual puede “viajar” de una imagen a otra.
Así, en la obra doble de Duchamp, una imagen (circunstancialmente visible) evoca a su correspondiente reverso (circunstancialmente no-visible) pero, del mismo modo, algo de la organización simbólica de un cuadro actúa tácitamente en el otro. Se diría entonces que el supuesto Artificio (el de los reyes en el mundo mecánico y veloz) contiene a la Naturaleza (la de Adán y Eva en el Edén) tanto como la Naturaleza contiene (virtualmente) al Artificio. Ambos términos del par binario se mantienen así en igualdad de jerarquía, sin que podamos señalar a uno de ellos en el lugar de la Verdad y al otro en el del suplemento inauténtico. Naturaleza y Artificio –o Naturaleza y Cultura- quedan de ese modo evidenciados como dos representaciones de un referente último que se sustrae tanto de una como de la otra.
Estoy aquí, como se ve, valiéndome de una concepción de lo simbólico próxima a la de Jacques Lacan, una noción carente de esa garantía o fondo circunscriptor de significancias postulado por el simbolismo hermenéutico. Y es que si el symbolon era para los griegos “la coincidencia de dos partes que nuevamente se reúnen” (Herodoto), antes de la reunión debió haber una separación, un corte, de modo que, aunque las dos mitades de un anillo amistoso o amoroso encajen perfectamente luego de años de apartamiento, una ínfima ranura entre ellas delatará una totalidad irrecuperable. El énfasis puesto en lo definitivamente perdido o, por el contrario, en la re-totalización de lo disperso diferencia, respectivamente, lo simbólico lacaniano de lo simbólico hermenéutico.
El cuadro bifronte de Duchamp nos pone, por lo tanto, ante una remisión mutua entre dos representaciones que no están causalmente ligadas sino enlazadas en un bucle que las hace dialogar entre sí: el contorno de las figuras protagónicas de una de las pinturas organiza –literalmente, desde su calco, o figuradamente, desde su evocación- las líneas de fuerza que componen la otra, aunque entre ambas representaciones medie la distancia estilística que va del post-impresionismo al futurismo.
Lo que nos muestra (o nos demuestra) el experimento crucial duchampiano que he venido analizando es nada menos que el funcionamiento de lo que muchas décadas más tarde (en 1964, para ser precisos) Arthur Danto llamaría el “Mundo del Arte”, ese entramado cultural que es capaz de dar existencia artística a un objeto o hecho cualquiera, a condición de que cierto consenso de eruditos permita y produzca semejante consagración. “Es arte lo que la red de saberes y poderes conformada por museos, críticos, galerías, coleccionistas, académicos, curadores, etc., dice que es arte”, nos propone –palabras más, palabras menos- la teoría institucionalista pergeñada por Danto y George Dickie, aunque muchos otros teóricos afirman que las bases del institucionalismo artístico ya están dadas en el más famoso de los experimentos cruciales de Duchamp: su Fuente de 1917.
De un modo quizá más contundente que la teoría institucionalista, el cuadro bifronte de 1910-1912 materializa el modo en que las obras de arte se entrelazan otorgándose mutua existencia, conformando una red demiúrgica de la que una par como Paraíso-El Rey y la Reina rodeados por desnudos veloces constituye su unidad mínima. De hecho, el mismo tipo de entrelazamiento verificable en estos dos cuadros es extensible, aún dentro de la obra de Duchamp, a toda la mencionada serie pictórica de 1912, a la fotografía –tomada en 1924 por Man Ray- en que el pintor francés y Bronia Perlmutter Personifican a Adán y Eva, al cuadro de 1911 Chica joven y hombre en primavera, etc., para no hablar del entramado infinito que podríamos extender fuera de la obra duchampiana.
El Mundo del Arte de Danto o el Círculo del Arte de Dickie trazan un marco teórico –quizá tardío- a la genial maniobra de Duchamp cuando éste presenta en New York su urinario firmado; pero, sobre todo, estas nociones esclarecen, amplían y superan la sospecha de Tristan Tzara en el sentido de que es el público el verdadero objeto de toda operación artística. A los primeros dadaístas, que interpelaban a sus espectadores en tanto que sujetos de pulsión, les faltaba aún asumir rigurosamente la dimensión colectiva de la recepción del arte. Ese aspecto transpersonal del destinatario de la creación nos autoriza a designarlo como un Público con poderes productivos y no sólo con competencias receptivas. Si las provocaciones dadaístas orientadas a arrancar respuestas viscerales de sus espectadores constituían el momento destructivo y desorganizador de la “dictadura del espíritu” Dadá, el paso a la fase reconstructiva –sin abandonar la ética del sacrilegio, por así decirlo- hubiese requerido especificar e interpelar a ese Público llamado “Mundo del Arte” mediante un trabajo que ya no sería el de la pura mostración escénica de la materia obscena, desprovista de ornamentos formales, sino una operación dramatúrgica capaz de entretejerse con las líneas de saber, de poder y de subjetivación que dan sostén y consistencia al sujeto colectivo de enunciación llamado Público. Esa “dramaturgia del Público” es precisamente la que Duchamp desarrolla, de manera precursora, a lo largo de su obra, y es de ella que los teatristas tenemos aún mucho que aprender.
En tanto que realizadores teatrales, estaremos sujetos a las limitaciones del primer dadaísmo si pensamos que la “salida de la representación” o la producción de un “teatro performático” consiste presentar la realidad de los hechos, los cuerpos o los objetos sin el velo de la ficción. La enseñanza de Duchamp, en cambio, nos deja entrever que no vale la pena salir de la fábula escénica para afirmar la realidad de las cosas (una realidad que rápidamente será recubierta por el discurso interpretativo-hermenéutico), sino que la fuga más inquietante, aquella cuyas ondas expansivas habrán de perdurar hasta mucho después que se apaguen las luces de la sala, no es hacia la realidad sino hacia esa imposibilidad llamada lo real. Permítame el lector o lectora aclarar este punto.
En “condiciones normales”, cuando un individuo contempla una obra que lo atrae, se siente interpelado por ella e invitado a entrar en una relación que compromete su sensibilidad, sus saberes y su voluntad de goce. El contemplador puede sostenerse así, durante cierto tiempo, en la ilusión de un encuentro uno-a-uno que habitualmente está sembrado de altibajos, conexiones, páramos, satisfacciones, desconexiones, perplejidades, cóleras o iluminaciones. Brevemente dicho, entabla con la obra una relación en que se entremezclan disfrute y trabajo en proporciones diversas. En cualquier caso, se ve a sí mismo como un participante imprescindible, sin el cual el objeto artístico quedaría reducido a materia inerte.
Si el espectador llegara a tener la sensación de que las obras dialogan entre sí –como Paraíso y El Rey y la Reina…- estaría cerca de verse a sí mismo como un convidado de piedra, como el testigo de un enlace que le da la espalda y que perduraría aun en su ausencia. Las cosas no lo necesitan para entenderse o desentenderse entre ellas; el mundo no lo reclama para seguir andando o seguir agonizando…, tal como sucederá una vez que la muerte –ese apagón inconcebible, ese real por antonomasia- lo haya alcanzado. Si el cuadro bifronte de Duchamp cumpliera su cometido último y no fuese neutralizado por la pasión interpretativa del espectador, éste habrá sido llevado hasta el borde del Gran Silencio, y esa experiencia será incomparablemente más intensa que la de haber sido provocativamente expuesto a la materia informe o a la “verdad” de unos actores que no representan. La salida de la representación no reside en mostrar la realidad desnuda allí donde se esperaba la envoltura confiable y placentera de la ficción, sino en propiciar el destello de lo real, ese imposible que “no cesa de no escribirse” y que pacientemente acecha entre las mallas de la realidad. La importación de la experiencia duchampiana al campo teatral nos enseñaría tal vez que esa delicada y compleja tarea es de orden dramatúrgico –concerniente a una dramaturgia de la recepción y no sólo a una dramaturgia del objeto espectacular- mucho más que de orden estético o anti-estético.
NOTAS
[1] Tzara, Tristan; Oeuvres Complètes. Tome 5 (1924-1963), Paris, Flammarion, 1982, pág. 355.
[2] ___________; Oeuvres Complètes. Tome 4 (1947-1963), Paris, Flammarion, 1980, pág. 393.
[3] ___________; “Dada”, en Dada Zürich-Paris 1916-1922: Cabaret Voltaire, Der Zeltweg, Le coeur à Barbe, Paris, Éditions Jean Michel Place, 1981, pág. 142.
[4] ___________; Oeuvres Complètes. Tome 1 (1912-1924), Paris, Flammarion, 1975, pág. 407.
[9] Op. cit. (4), págs. 566-567.
[10] Op. cit. (1), pág. 353.
[13] Sanouillet, Michel; Dada à Paris, Paris, Flammarion, 1993, pág. 459.
[14] Op. cit. (4), págs. 561 y 596.
[15] Duchamp, Marcel; Entretien avec James Sweeney, Philadelphia Museum of Art Archives, 1945.
[16] Correia de Carvalho, António José; O campo da arte segundo Marcel Duchamp, Coimbra, Departamento de Arquitectura, Universidade de Coimbra, 1999.