Entrevista a Pompeyo Audivert
Federico Aguilar (UNA/UNSAM) y Martín Seijo (UNA/UBA)
Audivert: “El teatro se debe al grito histórico”
Pompeyo Audivert es uno de los creadores más importante del teatro contemporáneo en Buenos Aires. Destacado actor, docente, director y dramaturgo, nos sorprende constantemente con sus propuestas donde la calidad, la experimentación y la identidad siempre están de la mano. En esta ocasión la entrevista se hace en relación al estreno de la obra Trastorno, reescritura de El pasado de Florencio Sánchez, obra de fuerte apuesta, que interpela nuestro presente.
En tus últimas obras tomaste temas muy argentinos o autores canónicos argentinos, pero con un tratamiento de cruce con otros esquemas conceptuales tales como rizoma de Gilles Deleuze y Félix Guattari. ¿Qué hallazgos fuiste encontrando en estos cruces?
Ante todo, esta operación de cruzar esos textos canónicos del teatro argentino con la máquina teatral que vengo investigando en el Teatro Estudio El Cuervo tiene que ver con una concepción del fenómeno teatral como arte poético metafísico, como máquina de revelación de identidad y pertenencia a una escala extra cotidiana. Para poner en obra estos conceptos, es necesario un enmascaramiento, una temática aparente, una suerte de Caballo de Troya, que concite también una unidad referencial con el espectador y que permita tender un puente con el nivel histórico en el que estamos. Estas obras sirven como enlace, como fachada, como máscara. Pero no se trata de cualquier obra, cada una fue elegida porque tiene ciertas características que las vuelve parientes de mi investigación. Son textos en los que late el tema de la identidad de distintas maneras a escala individual y colectiva. Ya sea en Muñeca, de Armando Discepolo, donde el personaje protagonista es ese ser monstruoso y todopoderoso rodeado de una corte de parásitos aduladores que intentan complacerlo entregándole a una chica de la que se ha enamorado pero que, en realidad, es la amante de su ahijado y lo rechaza. Allí, la máscara como frontera entre la identidad sagrada (lo que uno siente ser, puertas adentro del cuerpo), y la identidad histórica (lo que uno finalmente es en esa forma física que le ha tocado ser), es el avatar. En La farsa de los ausentes, donde César tiene en su poder a esos seres que llevan un número en vez de un nombre, que no se sabe si son esclavos o invitados que se han quedado a vivir allí y a los que él les da de comer una comida de mentira, escenográfica, que ellos rechazan y no obstante no se van pues temen al páramo desértico que los rodea más que a los caprichos del César que los detenta para unos fines inenarrables. En este caso, la idea es más beckettiana, un plano de realidad dorsal de lo histórico, un limbo en el cual estos personajes son abducidos para cumplir con unos fines metafísicos que Roberto Arlt plantea de una manera muy abierta. Ahí también está en juego el tema de la identidad, en la suposición de la reencarnación desvirtuada por un poder supraterrenal. Y en Trastorno vemos una malversación de la identidad histórica en la cima del poder, un conflicto familiar en la misma madriguera de la clase dominante. Son tres materiales que me permiten volver a poner en juego la operación teatral desde este concepto del rey como máquina desmitificadora del frente histórico. La operación teatral permite des-ocultar la estructura de la presencia, de la identidad sagrada, más allá del nombre propio que la clausura en un nivel unidimensional epiléptico que impide a esa estructura radial poética desplegar toda su conectividad, sus variaciones y su multiplicidad. Creo que el frente histórico es una lápida que impide acceder a la verdadera dimensión de base de la presencia individual y colectiva. A través de ciertos procedimientos teatrales, se pueden producir rasgaduras en esa apariencia, des-ocultar y poner en crisis ese nivel identitario ficcional histórico. Se trata de sospechar al respecto de la existencia de otro nivel subyacente, dorsal, anulado, y entrar en contacto con esa valencia metafísica de la presencia. La operación teatral necesita de alguna fachada o condición histórica para poder producirse, un referente convencional que subvertir, eso son las obras canónicas con las que trabajo, la superficie de inscripción de la rasgadura poetizante del teatro, que tiene a su vez sus propias temáticas de base. No obstante, no siempre es así. Acá en el estudio trabajo de una forma distinta. En la investigación puertas adentro desarrollamos unos procedimientos que llamamos máquinas teatrales en donde no usamos esas excusas o apariencias de convención. La escena aquí es más salvaje y no plantea versiones de identidad ni de pertenencia, se declara huérfana de todas esas coordenadas, hace su jugada en la intemperie acéfala. Los actores son, aquí, cartoneros metafísicos del fin del mundo.
¿Por qué creés que es necesario plantear esas coordenadas fuera del estudio?
Es una decisión política entrar en otras condiciones de producción. Camuflar la propuesta de “obra de teatro convencional” para acceder a un frente histórico más vasto y tomar contacto con otros espectadores que no están acostumbrados a ver un teatro tan radicalizado en sus propios asuntos y que, por lo tanto, necesitan de un espejo aparente que funciona como carnada, como puente. Al cabo de un tiempo, luego de haber entrado en una relación convencional, nos podemos permitir una distorsión del código y pasar a otra forma de producción, apedrear el espejo. Y ahí el público acepta gustoso el cambio de enfoque, ya es familiar de esos signos que ahora se distorsionan y abren un campo de misterio del que se siente parte. En ese momento se puede desembarcar las fuerzas poéticas que aguardaban desde el principio, larvadas a la espera de poder manifestarse.
¿Influyó en tu decisión de interpretar a Rosario este presente en donde ya empieza por fin a aceptarse que las identidades no son cosas inmutables sino que están en tránsito, en construcción permanente?
No. En los noventa, ya había dirigido El pasado de Florencio Sánchez tal cual era, sin adaptarla. En esa ocasión, le pedí a Carlos Belloso que fuera la madre. Ya sabía que ese corrimiento le da a la obra un calibre de otra naturaleza, un parásito que está ahí adentro del personaje jugando no solamente con esa mentira en relación a la identidad del hijo, sino también a su propia identidad, a la identidad de la actuación histórica como fenomenología siniestra. Cuando decidí reescribir la obra pensé en volver a hacer lo mismo. Por otro lado, como actor tengo necesidad de entrar en algunas jugadas que me lleven más lejos, ampliar el espectro de mi experiencia teatral, entrar en otras zonas. Y eso me gustaba, sentía que en El pasado había algo para mí.
Todo lo conceptual que se puede inferir se fue armando en el proceso de trabajo. Me fui dando cuenta en la medida en que lo iba haciendo que estaba cruzando muchos géneros y lenguajes en un punto de encaje sintético que es la obra, el grotesco, el sainete, el realismo criollo o rioplatense, el circo. En el sistema de puesta en escena hay también un cruce entre el realismo y una operación más metafísica en el sentido de su planteo secuencial y en su misma dimensión existencial, una desmesura en el propio código de dirección. Se asiste a un estallido de lenguajes a la vez inscriptos en una dinámica teatral maquínica que tiene sus propios objetivos.
Mencionaste al grotesco y al sainete, sin embargo, la obra se define como un culebrón metafísico.
Eso es una especie de broma. Quise de algún modo informar que era una suerte de comedia. Pero la palabra “metafísica” revela a la vez una pretensión que tenemos. No es un culebrón en un sentido estricto, pero sí lo es en un sentido aparente.
La noche que fuimos a ver Trastorno coincidió con la desconcentración de la marcha del “Sí, se puede” en el Obelisco. Incluso se produjo un intercambio de cánticos e insultos en la puerta del Centro Cultural de la Cooperación. Luego, era inevitable relacionar algunos guiños de la obra con el contexto político actual. ¿Cómo dialoga esta versión de El pasado con el presente y con el futuro?
Creo que el teatro se debe al grito histórico. Ese grito aporta una energía y una intensidad para el desgarramiento que produce la operación teatral en el plano de la identidad parásita. Esto debe ser considerado por los artistas. El teatro se inscribe en un presente, es fruto de ese presente por más que su operación de fondo no esté vinculada a lo histórico sino a la des-ocultación de la identidad sagrada de base o de la naturaleza metafísica y existencial del ser individual y colectivo. Esa rasgadura o des-ocultamiento lo hace en un frente histórico ficcional que oculta estas cuestiones de base. La obra toma estas cuestiones mítico-históricas, la clase dominante, la oligarquía, las gestas de liberación del pueblo, sus mitos y convenciones, como fachada o carnada para esa otra operación. La obra como piedra de toque, como punto de encaje, como tema aparente que concita identidad y pertenencia en quienes lo están viendo porque habla de un momento en el cual uno esta posicionado, pero para llevar adelante una jugada que quiere ir más lejos. Nuestro objetivo de fondo siempre es más anti-histórico que histórico, por más que usemos apariencias históricas. Las obras dialogan con su presente a la vez que con los misterios que se agitan detrás del espejo. En La farsa de los ausentes, era inevitable verlo a ese César como una especie de Macri, un oligarca, ya en una escala extrañísima donde todo se distorsionaba y alcanzaba una latitud sobrenatural. En el caso de Muñeca, el tipo era un millonario en su palacete, la casa del poder, la obra aludía a nuestra circunstancia nacional, aunque uno podía ver a la vez a esos seres como muñecos títeres que pertenecían a otra dimensión temporal y espacial, a una zona misteriosa y preexistente de naturaleza metafísica. Siempre pienso el teatro como una estructura sin coartada, como una máquina desnuda de las obras con las que se reviste en su función histórica, como si los actores quedaran ahí en el escenario y uno fuera a las cuatro de la mañana y los viera rezumando los restos y fragmentos de identidades con las que se han cubierto en algún momento, sosteniendo su propia existencia de máquina desnuda, con sus propias temáticas de base, sondeando identidad y pertenencia por fuera de los estrechos límites de las ficciones, los actores como remanentes de una estructura dramática desahuciada. Siento que hay algo de eso, un señalamiento que, por detrás de todo, de todas esas máscaras, de esas apariencias, se hace. Torvas fulguraciones de un ímpetu abolido. En realidad, ya está todo destruido y por detrás, lo que queda, es la propia estructura de la presencia perdida, sin norte, sin sentido, es lo que plantea Becket con Hamm, Clov, Vladimir o Estragón, esos seres que están ahí y que ya no tienen función que cumplir. El teatro debe traslucir, por detrás de las ficciones con que se reviste, su propia identidad de máquina.
Tan solo esperar…
Claro, es una espera o un hacer juegos para pasar el tiempo. Nos disfrazamos de esto o de aquello, pero en el fondo señalamos que no es una ficción sino una operación teatral, persistimos en hacer señales detrás de la máscara (susurra): “Estamos ahí y somos otros”. El teatro de algún modo juega con esa sospecha: “Nosotros otros”. Prismar otras valencias de la presencia.
En tu reescritura de El pasado, aparece en el personaje de José Antonio cierta simpatía con el anarquismo. ¿Esto está relacionado con Florencio Sánchez, con su militancia política? ¿De alguna manera quisiste rescatar esa faceta del autor?
No, no lo tuve en cuenta. No tengo más conocimiento que la data fundamental, me fui enterando de esas cosas más adelante. También me gusta mucho Los derechos de la salud, una obra extraordinaria. En Operación nocturna la rompí, la usé de manera fragmentada. Era una máquina demencial, cruzaba lo histórico y lo sagrado como una pesadilla. Produzco teatro en dos sentidos, a veces hago estos trabajos donde establezco marcos referenciales estables y subvierto desde allí, y otras veces como con Edipo en Ezeiza u Operación nocturna me aflojo más en el sentido de que ya no condesciendo con la idea de una apariencia ficcional, y establezco un teatro que funciona como un caleidoscopio dentro del cual se agitan los fragmentos de una dramaturgia con los de un derrumbe histórico.
Es más fácil para el público entrar con una obra como Trastorno que con Edipo en Ezeiza, mucho más radical.
No lo sé realmente. El público necesita entrar en una relación teatral de otra naturaleza, ellos también están sedientos de un desenfoque y dispuestos a dar un salto a otra latitud. Se trata de tener estrategias que no frustren ese deseo, que no lo dejen afuera. Con Edipo en Ezeiza intentamos que haya una empatía, una familiaridad con esos acontecimientos demenciales en los que entra esa familia argentina. La actuación de Julieta Carrera, Hugo Cardozo y Francisco Bertín es central para este propósito.
En estos momentos, ¿qué estás proyectando en tu producción?
Ahora, además de Trastorno en el CCC, estoy haciendo El farmer en La Comedia y Museo Ezeiza en el Centro Cultural Haroldo Conti. El año que viene vamos a mostrar máquinas teatrales del estudio, lo llamaremos Teatro de la fuerza ausente. Vamos a hacer una muestra permanente de estos procedimientos que tienen muchos enfoques, muchas máquinas. Quiero decir, hay máquinas colectivas, máquinas de cinco, máquinas de uno. Voy a empezar a mostrar el laboratorio. Por otro lado, estoy terminando de escribir una adaptación sobre Macbeth que se va a llamar Habitación Macbeth, para 5 actores, eso seguramente lo hagamos también con Rodrigo de la Serna. A la vez, estoy en un proyecto del San Martín que va a dirigir David Amitin sobre La metamorfosis de Kafka, donde voy a hacer de Gregorio Samsa.
¿Qué rol te gusta más o qué podés hacer en un rol que quizás no podés hacer en otro?
Yo soy actor, de ahí nació mi ser docente y de mi ser docente nació ser director, y a partir de ahí empecé a escribir también, hace un par de años que escribo. Me di cuenta que tenía que meter mano en la escritura, porque si no quedaba envuelto en actuar en obras de otro y la verdad es que no me gustaba mucho. No es fácil para mí ceder a una propuesta, en general tengo mis ideas, mi forma de ver el teatro, de desarrollar un pensamiento propio con respecto a la teatralidad. Me siento cómodo básicamente en la actuación y en la dirección, me gusta mucho adaptar materiales o también construirlos con los actores, tener procesos de dramaturgia que se van produciendo con investigaciones en el campo escénico, me gusta la gestión de la teatralidad en todos esos niveles, simultáneamente, por eso actúo, dirijo y escribo. Generalmente co-dirijo con Andrés Mangone, con quien también desarrollamos desde hace años la investigación en el Teatro Estudio El Cuervo.
Mucho de tu trabajo se desarrolla en dupla con alguien. ¿Qué te aportan estos artistas?
Agradezco siempre el cruce. Con Andrés Mangone tengo ya una alianza histórica, hace muchos años que trabajamos juntos. Me sorprende su mirada siempre, es de una dimensión artística descomunal. Con Rodrigo de la Serna fue un encuentro extraordinario, nos hermanamos en el escenario, sus aportes de dirección y actuación fueron centrales para poner El farmer. Es un actor poético y metafísico.
¿Tenías algún prejuicio con respecto a él?
No, porque me pareció siempre un actor formidable, con una suerte de sobrenaturalidad que se escapa de la escala general de su generación, y cuando empezamos a tener charlas con él me gustó mucho lo que pensaba en todos los sentidos.
¿Cómo se dio ese encuentro?
Yo había empezado a hacer El farmer, lo había presentado en el San Martín y me lo habían aceptado. Lo iba a hacer como un monólogo, pero ya me había dado cuenta de que iba a ser imposible hacer entrar ese texto en un solo cuerpo, era abrumador, me había metido en una trampa. En eso estaba, abrumado sin saber qué hacer, cuando una noche en un restaurant aparece Rodrigo y me dice: “Me enteré que estas preparando El farmer. ¿Por qué no lo hacemos juntos? Yo quiero actuarlo”. Y yo le digo: “Pero estoy haciendo yo”. Y él me responde: “Sí, pero yo también quiero actuarlo”. “Bueno, lo pienso”, le dije. A la noche se me ocurrió cómo hacerlo de a dos: el Rosas biológico que se está muriendo y el mítico que nace a la inmortalidad a partir de esa muerte que ya lo está rondando. Es un diálogo de ellos dos, o sea, de Rosas consigo mismo. Nos pusimos a hacer la adaptación, todo ese proceso fue muy rico. El otro te ayuda también a confiar en tus propias ideas, además de aportarte ideas nuevas, a veces te afirma en tu propia identidad. Siempre uno se sospecha todo el tiempo, la tarea del artista también es muy paranoica, pero al final del proceso de ensayo te aparece la verdad y ahí lo terminás de hacer como vos querés, pero al principio y en el medio uno convive con la sospecha.
Otra dupla se da en el trabajo musical de tus obras.
Siempre trabajo con Claudio Peña, su música es central para mi teatro. Crea atmósferas y climas netamente teatrales. Es un maestro.
En Trastorno tocás además un instrumento.
Es que yo toco el piano sin haber aprendido, me sale naturalmente, se ve que en alguna otra vida habré tocado. Si miro las teclas me trabó, pero si no miro me aparece una música extraña, un tema que se presenta y lo sigo. Pero eso es secundario, lo principal es la música de Claudio Peña que está en El farmer, en La farsa de los ausentes, Muñeca, Trastorno, en todo lo que hago. Va a las clases, viene a todos los ensayos desde el primer día hasta el último. En un momento aparece con el cd y empieza a probar con su chelo sobre lo que trae grabado. Siempre es hermosa su música, crea una suspensión temporal y espacial, inspira. Nos llevamos muy bien, hace muchos años que laburamos juntos, con él y con Andrés Mangone.