número 24 I abril 2025
Críticas
A A

La Madre del Desierto, de Ignacio Bartolone, dirección de Mary Palacios

Federico Aguilar (DAD, UNA)

 

Dramaturgia: Ignacio Bartolone

Actúan: Adrián Azaceta, Carolina Britos

Diseño de vestuario: Agustín Betbeder

Diseño de escenografía: Agustín Betbeder, Mercedes Chiodi

Música en vivo: Juan Iñaki, Jenny Nager

Diseño de iluminación: Mercedes Chiodi

Fotografía: Mery Palacios

Diseño gráfico: Jolpher Campos

Asistente de cocinera: Victoria Marazzi

Cocinera: Maria Furnari

Dirección: Mery Palacios

 

La Madre del Desierto, de Ignacio Bartolone y dirigida por Mary Palacios, es una muy interesante propuesta que se desarrolla en las Sierras Chicas de Córdoba. El exquisito y provocador texto teatral, abundante en procedimientos poéticos cultos en cruce con lo popular, toma un camino singular de la mano de la directora cordobesa. Reconocida por dirigir Carnes Tolendas retrato escénico de una travesti, con la actuación de Camila Sosa Villada, en esta ocasión Mary Palacios ofrece una puesta en escena que destaca por su calidad artística en muchos aspectos, pero que resalta especialmente por su calidad de experiencia.

El espacio de encuentro pactado con el público, desde donde nos dirigiremos al lugar de representación (la casa de la directora), es el Centro Vecinal de Salsipuedes, un pequeño pueblo de las Sierras Chicas, llamativo por su nombre, claro. Por este lugar cruza un pequeño río que podemos observar (también oler, tocar y escuchar); lo sensorial comienza a despertarse y tomar protagonismo desde un principio.

Después de disfrutar del paisaje por unos minutos, nos dirigimos a nuestro destino. Como es costumbre en Sierras Chicas, para llegar a los lugares hay que subir la pendiente de algún cerro. Sortearemos en esta crítica los detalles sobre la dificultad para estacionar o que, de camino, hubo que empujar el auto atascado de uno de los asistentes al teatro. Una vez que llegamos a la casa que oficia de teatro, la directora, junto con un equipo gastronómico (cocinera y asistente de cocinera, vestidas de rojo) nos esperan con algo para picar y un aperitivo preparado con amargo obrero; la evocación a lo popular nos llega por la boca. La vista también hace su juego: la mesa, donde luego se servirá la comida después de la función, tiene su propia puesta en escena. Como corolario de esta especie de prólogo, desplegado en el rústico foyer, hay un altar a la Difunta Correa. Este altar, que honra la estética de los que vemos en la ruta, no se reduce a lo visual, sino que abre (o profundiza) lo liminal: tal como explica la directora, se pueden hacer ofrendas a la santa popular, que luego serán dejadas en otro altar público. Después de este recibimiento, somos convocadxs al espacio de la obra.

Nos dirigimos al patio de la casa, sitio con pequeños desniveles y vegetación característica de la zona. Un arco formado por dos árboles que se cruzan en sus copas oficia de telón para el espacio de la obra. Los objetos que se utilizarán están desplegados en el suelo en medio de ramas, hojas y pequeños peladares de tierra. La obra comienza…

Lxs actuantes, Adrián Azaceta y Carolina Britos, encarnan principalmente dos personajes: La Deolinda Correa y su hijo, Bebo Puraleche. También interpretan, en una escena con tono paródico, a Baudilio Bustos (enamorado de La Deolinda y padre del bebé), quien es reclutado para el ejército federal, y a Facundo Quiroga, su general. El registro actoral se corresponde con los procedimientos literarios del texto de Bartolone, en una triangulación entre lo cómico, lo trágico y lo poético, que no pocas veces deviene grotesco. Lxs actuantes sostienen con destreza esta miscelánea de registros. El vestuario se enlaza coherentemente con del altar que vimos durante la espera. Son los colores típicos de la estética de la santa popular, con evocaciones tanto en el color como en las referencias temporales al contexto histórico en el que se desarrolla la obra: el enfrentamiento entre unitarios y federales.

La dirección logra orquestar los diferentes lenguajes no solo desde lo artístico propiamente dicho, sino también en su expansión a lo real, que se presenta de diversas formas: lo sagrado en el altar, el espacio natural como escena, los sabores del principio (ya veremos que esto se presentará también al final), o las experiencias aleatorias en la travesía para llegar. Todo contribuye a la experiencia que propone esta obra.

La historia que se cuenta finaliza como ya sabemos: con la Deolinda ya sin fuerzas, derrotada por la sed y el hambre, en encuentro frontal con “la huesuda”, pero al mismo tiempo dando vida al mito. La reescritura de esta historia por parte de Bartolone y la puesta de Palacios, sin embargo, dan su giro particular, cuando en los últimos textos de la obra, se termina de constituir ese, podemos decir, espejo que nos refleja en la trama.  La Deolinda es el mito, pero también es la Patria, que sigue intentando alimentarnos a pesar de todo. La obra culmina con esa madre dando, en sus últimos suspiros, nombre a su hijo; lo llamará El Desierto. Un desierto vacío, pero también repleto de historias heredadas y por venir. En su constante juego con lo real, la obra acentúa esta identificación y nos conmueve en el reflejo en el que nos vemos, un poco como hijxs de esa madre del desierto.

Al finalizar la obra, regresamos al espacio donde inicialmente picamos y tomamos algo. Esta vez, la propuesta gastronómica nos mantiene conectados sensorialmente con la obra. El mantel es una obra plástica que hace referencia al mito, interpretado desde una perspectiva feminista por la dibujante, quien es también la cocinera. Sobre ese original mantel, se sirve una propuesta gourmet, pero, tal como relata la cocinera, todo tiene una base de arroz, que fue la comida típica en las campañas tanto de unitarios como de federales. Destaca, desde lo simbólico, la salsa de rosas, que inevitablemente asociamos con el histórico caudillo federal. Así, la obra, que habla del hambre (pero también de la abundancia nutricia de esos pechos), sigue actuando en nuestras mentes, en medio de una multiplicación poética no solo semántica, sino también sensorial.