El niño es el padre del hombre (sobre Manifiesto de niños, de El Periférico de Objetos)
Liliana B. López (IUNA)
"The Child is Father of de Man; and I could wish my days to be bound each to each by natural piety". William Wordsworth
Para el abordaje teatral, el territorio de la infancia -con una mirada que pretenda trascender la obviedad- suele ser resbaladizo e inquietante. Basta recordar Víctor o Los niños al poder, de Roger Vitrac, varias de las piezas del Teatro Pánico, o Los poseídos entre lilas, de Alejandra Pizarnik; en todos los casos, los autores fueron protagonistas o tributarios de las vanguardias, siempre ubicados en la transgresión, siempre generando incomodidad.
Algunas veces se ha utilizado el juego infantil como alegoría transparente del mundo adulto, como en Juegos a la hora de la siesta, de Roma Mahieu.
Excepcionalmente se ingresa a ese territorio para explorarlo desde la mirada del niño; mucho menos para prestarle su voz, una voz que se convierte en grito mediante la forma de un manifiesto teatral, como sucede en Manifiesto de niños.
La unión de estas dos formas discursivas (manifiesto y teatro) inscribe el hecho escénico generado por el Periférico de objetos en el teatro político; en sentido estricto, un “manifiesto” consiste en un escrito o declaración pública en la que los firmantes expresan una postura, y, ocasionalmente, si se desprende del mismo una voluntad programática, formulan una conducta a seguir. La exposición pública del manifiesto, necesariamente establece una ligazón con el teatro mismo: en esta ensambladura, la “puesta en escena” del manifiesto propone una participación activa del espectador que podría (potencialmente) prolongarse más allá de la duración del espectáculo.
La pregunta que intento responder(me) es: ¿cuáles son las estrategias apelativas con las que el Periférico construiría un andamiaje generador de praxis social, o en menor escala, un punto de vista o una toma de conciencia sobre la cuestión en los receptores?
Partiré de mi propia experiencia - cuya proyección podrá corroborar o discutir el lector que la haya compartido- desandando el trayecto desde la expectación hasta la reconstrucción de la lógica del espectáculo.
-la alteración dislocada de la relación sala-escena: El habitáculo en el que interactúan los actores obliga a los espectadores a ejercer una mirada voyeurista. Se trata de una room for playing (play-room), y se puede notar la trabazón entre los sentidos de to play: en inglés, es tanto “jugar” como “actuar”, dos acciones que se superponen. Si lo que se entiende por sala en la forma del teatro a la italiana, es un espacio fijo reservado al espectador, en esta instalación se desborda ese concepto: para ver lo que sucede en el interior o lo que proyectan las pantallas exteriores, es preciso moverse continuamente. Si espiar por una mirilla podría tentarnos a conectarlo con el dispositivo del panóptico, sucede lo contrario: continuamente la “acción” se desplaza o se ejerce en forma simultánea, destruyendo la ilusión de una visión completa; además, para terminar de desechar esa relación de poder unidireccional, al estilo de un “reality-show”, cualquier semejanza se diluye rápidamente, ya que el espectador, a su vez, es observado e interpelado en forma aleatoria e imprevisible1.
-la instalación promueve constantemente la elección: se desprende de lo anterior que se generan una multiplicidad de puntos de vista. No hay centralidad ni jerarquías; en todo caso, hay momentos donde la acción se concentra en algún foco, pero percibirlo como tal dependerá de la elección del que mira o si su ubicación le permite estar en el lugar adecuado y en el momento justo. Tal dislocación respecto de un centro de interés implica al receptor realizar una actividad constante, no exenta de perplejidad ante la certeza de lo inabarcable o sólo parcialmente aprehensible. Si bien esta es una característica de todo espectáculo teatral, en esta ocasión, el Periférico ha extremado los recursos para que así suceda.
- la puesta en crisis de la representación del niño: Los actores devienen niños, parafraseando a Deleuze-Guattari (dicen, en rigor, se deviene animal) ante todo por la voz. La distorsión vocal expone el procedimiento e invita a entrar en el juego del mirar multiplicado y siempre incompleto (elegir qué y desde dónde mirar es la parte del juego), y de la escucha fragmentada. El espectador espía actores devenidos niños en sus juegos. Comienza a asomar un primer planteo o dilema ético: estamos ahí para ver, lo que no deberíamos observar (los juegos infantiles pertenecen al sagrado territorio-infancia), excepto –y esto también ha sido cuestionado por algunas voces- con fines terapéuticos, como el dispositivo de la cámara Gesell2.
-la lectura de lo irremediable: La actriz Maricel Álvarez lee una lista que parece interminable, integrada por el nombre, apellido, edad, lugar y forma en que murió un niño, víctima de la violencia de los adultos. Detrás de cada uno de esos nombres, hay encerrada una historia única, que nunca conoceremos del todo. Entre nombres de países y épocas lejanas, se intercalan los cercanos a nosotros en tiempo y espacio: proximidad que produce inquietud y desasosiego (¿qué estaba yo haciendo en Buenos Aires en 1978 o en 1996?) Cada niño de la lista leída clama piedad y no obtiene respuesta. Sólo nos queda angustia e impotencia.
educar, vigilar, castigar…
“Considerando la infancia en sí misma, ¿hay en el orbe un ser más débil, más miserable, más a merced de cuanto le rodea, que más necesite piedad, solicitud y amparo, que un niño?” Emilio o la educación, Rousseau.
La niñez es un lugar incómodo, aún para pensarla. El concepto mismo de infancia nace de la modernidad, cuando el niño deja de ser visto como un “hombre pequeño” y se le atribuyen rasgos específicos. En términos de Michel Foucault, la modernidad es la superficie de inscripción del concepto de infancia, la que posibilitó la escritura de Emilio o la educación, de Rousseau (1762). Como puede verse a través de la cita, Rousseau intentaba pensar la infancia “en sí misma”, pero es una “mismidad” que se construye de carencias, de faltas, de lo incompleto o no formado respecto de un “otro”: ése es el adulto, el objetivo a lograr, y también quien tendrá a su cargo la tarea de guiarlo para convertirlo en su espejo. Primero, la figura del padre, luego el maestro: esta concepción del niño dará lugar a la pedagogía moderna; el infante como arcilla maleable a la que se le debe dar una forma predeterminada, o tabula rasa sobre la que se escribirán los mandatos. Una pedagogía disciplinaria, no carente de excesos.
El ícono más repetido del Manifiesto de niños -en el programa de mano, en las tarjetas, en las “figuritas coleccionables” y en las imágenes reproducidas por las pantallas es la figura “Struwwelpeter” (Pedro el sucio). Su autor, el pediatra alemán Heinrich Hoffmann lo ideó para ilustrar un libro de cuentos infantiles publicado en 1845, y que luego se haría muy popular. Esta figura es un emblema de la rígida y humillante educación impartida a los niños en la época3. Estos discursos y prácticas que hoy nos parecen agresivos, eran sostenidos por las instituciones dominantes –la familia, la escuela, la medicina- hasta no hace mucho tiempo. Más cerca de nosotros, Beatriz Sarlo recuerda la anécdota de la directora a la que un día se le ocurrió convocar a un barbero y rapar a todos los alumnos, sin consultar a los padres (y mucho menos, a los propios niños)4. ¿Ha cambiado de estrategia la sociedad disciplinaria en función de una modificación sobre el concepto de infancia? A nivel global, recién en 1924 la Declaración de Ginebra formuló una declaración sobre los Derechos del Niño, con ampliaciones en 1959 y 1989. En la práctica, sabemos que su incumplimiento parece la norma.
entre el nacimiento y la muerte…
En el programa de mano aparece un poema, entre otras consignas y graffitis. Una de sus estrofas dice “El niño es pequeño, hermoso /como un botón. /Cuando el botón florezca/ el niño no existirá”. Conlleva la idea de la muerte, pero una muerte no violenta, sino que da paso a otra entidad: el hombre. Ese es uno de los sentidos de los versos de Wordsworth, al afirmar que “el niño es el padre del hombre”: cada hombre es, de manera ineluctable, el resultado del niño que fue, de allí la importancia de la infancia.
Una lograda metáfora del espectáculo respecto de esta idea es la de los juguetes a cuerda: en tanto dispositivos atemporales, al mismo tiempo comportan la finitud. Máquinas con una faceta un tanto siniestra, porque una vez lograda su puesta en funcionamiento, en breves instantes ponen a quien las manipula frente a la instancia de la muerte.
Referencias
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. 1996. Mil mesetas. Barcelona: Pretextos
Foucault, Michel. 1976. Vigilar y castigar. México: Siglo XXI
Foucault, Michel. 1985. Las palabras y las cosas. Barcelona: Planeta-Agostini
Rousseau. 1969. Emilio o la educación. Buenos Aires: CEAL
Sarlo, Beatriz. 1998. La máquina cultural. Buenos Aires: Ariel.
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1 Sí se asemejaba a la idea de “reality-show” la segunda parte del espectáculo del Periférico, La última noche de la humanidad (2003)
2 Así se denominó un espectáculo dirigido por el Periférico de Objetos en 1994, cuya dramaturgia pertenece a Daniel Veronese.
3 El personaje Pedro era calificado así porque se negaba a cortarse las uñas y a peinarse.
4 En el capítulo “Cabezas rapadas y cintas argentinas” (1998)