PRÁCTICAS DE LO REAL
JOSÉ ANTONIO SÁNCHEZ (Universidad de Castilla-La Mancha)
La creación escénica contemporánea
no ha sido ajena a la renovada necesidad de confrontación con lo real que se ha
manifestado en todos los ámbitos de la cultura durante la última década. Esa
necesidad ha dado lugar a producciones cuyo objetivo es la representación de la
realidad en relatos verbales o visuales que, no por acotar lo representable o
asumir conscientemente un determinado punto de vista, renuncian a la comprensión
de la complejidad. Pero también a iniciativas de intervención sobre lo real,
bien en forma de actuaciones que intentan convertir al espectador en
participante de una construcción formal colectiva, bien en forma de acciones
directas sobre el espacio no acotado por las instituciones artísticas.
El auge del documentalismo ha sido
uno de los signos más claros de esa necesidad cultural por devolver la realidad
a los centros de representación privilegiados (incluida la televisión). Que
largometrajes documentales puedan competir con películas de ficción en salas
comerciales indica hasta qué punto los excesos de la cultura simulacral habían
producido una urgencia por recuperar una distinción nítida entre ficción y
realidad, sin que ello implique la renuncia a jugar con ambos elementos. El
auge del documentalismo, sin embargo, no es más que una de las caras de un
fenómeno que tiene su otra cara en los televisivos “espectáculos de realidad”
que prolongan y democratizan un fenómeno más antiguo: la prensa del corazón y
la prensa sensacionalista. La confusión de realidad y ficción se mantiene en
ese tipo de programas mediante la inducción de realidades artificiales, sólo
concebidas para su conversión en espectáculo, y mediante la espectacularización
de lo privado que perpetúa la suplantación de la realidad histórica (colectiva)
por lo real (individual) casi siempre insignificante.
La representación de la realidad es,
en efecto, un problema muy distinto al de la irrupción de lo real. En algunos
casos ambas acciones pueden coincidir y la presencia de lo real puede servir
para garantizar la efectividad de una representación. Sin embargo, en muchos
casos, la representación de lo real no es más que una excusa, incluso una
trampa, cuando de lo que se trata es precisamente de renunciar a una
construcción de los hechos con sentido, es decir, de una realidad compartida o
susceptible de ser compartida. Si la “televisión-realidad” es la cara fea del
documentalismo, la proliferación de lo trivial es una de las dimensiones de la
preocupación por lo real que puede acompañar el esfuerzo por construir la
realidad.
El documentalismo no es el único
signo de interés por la realidad en la producción cultural contemporánea.
Podríamos referirnos al resurgir del activismo, que en ocasiones adopta formas
teatrales o performativas, en paralelo a un activismo artístico, reconocible
incluso en formatos teatrales o cinematográficos. En el ámbito de la escritura
habría que referirse al éxito de la literatura periodística o la crónica
política, con su contrapartida en los textos literarios que utilizan las claves
de estos géneros para poner ficciones con un anclaje más o menos puntual o
remoto en la realidad, además de las múltiples narraciones de la memoria, sea
en formato literario o cinematográfico.
En el ámbito de las artes visuales,
la preeminencia de la realidad y el interés por los procesos ha dado lugar al
desarrollo de las artes de archivo, un tipo de producción artística que parte
de lo documental o que se produce ya no como composición sino como acumulación
de materiales en interacción con los otros. El desarrollo de las llamadas
prácticas relacionales ha contribuido notablemente a la necesidad de recurrir
al archivo como medio de exhibición de los resultados, que, para mantener la
coherencia con la idea de participación, nunca pueden dar lugar a una obra
cerrada.
También las prácticas de relación y
las artes de archivo tienen derivaciones no deseadas: la construcción del
archivo puede degenerar en acumulación obsesiva de lo insignificante, del mismo
modo que el interés documental puede transformarse en obsesión reproductora o
voyeurismo acrítico, la literatura periodística en una aceleración de la
escritura contraria al pensamiento y la profundidad artística y las narraciones
de la memoria en una atomización y canalización del relato histórico una vez
más regalado al poder.
Sin embargo, las perversiones
de un medio o de un género no pueden ser suficientes para descalificar todo lo
que se produce en él, del mismo modo que los epígonos no pueden justificar el
rechazo de la obra o del artista que les sirvió de modelo. Argumentos de este
tipo sirvieron también para descalificar muchas de las obras que se produjeron
en el período posmoderno, sin atender suficientemente a la diferencia entre los
planteamientos críticos de los complacientes, los originales y arriesgados de
los seguidores ciegos de la moda.
Por otra parte, muchos de los
procedimientos arriba señalados no son nuevos: no se trata de una ruptura
tajante con el período anterior ni de un retorno a la modernidad. En efecto,
muchas de las prácticas artísticas actuales heredan formas y procedimientos
ensayados o madurados durante el período posmoderno, si bien con una
intencionalidad distinta. La incorporación, por ejemplo, de fragmentos crudos
de lo real, en forma de documentos, rupturas o provocaciones fue un recurso
habitual en la década de los ochenta, si bien entonces esos fragmentos servían
para apoyar composiciones y narraciones de intencionalidad no realista. Del
mismo modo que la politización del cuerpo y del espacio privado son conquistas
del arte de los setenta sin los cuales resultaría difícil comprender muchas de
las nuevas formas de intervención en la esfera pública. La posibilidad de
documentales que se presentan con la calidad de ficciones sería difícilmente
comprensible sin la existencia previa de toda esa serie de falsos documentales
que animaron la literatura, el teatro o el cine de los ochenta.
Que no exista ruptura ni regresión
no significa que la inflexión no resulte evidente. En las producciones
escénicas del período anterior se mostraba una relación con la realidad que
cabría calificar como tímida. Esa relación se mantenía aún, debilitada
por la memoria, en la obra tardía de quienes biográficamente vivieron un
espacio de transición entre lo moderno y lo posmoderno: Heiner Müller y Tadeusz
Kantor. Pero resultaba ya mucho menos visible en los espectáculos de Robert
Wilson, Pina Bausch, Robert Lepage, Jan Fabre o Carles Santos, por citar sólo
algunos nombres emblemáticos de este período, así como en los de Wooster Group,
Els Joglars o Dumb Type, que convirtieron esa distancia en tema o núcleo
instrumental de sus obras.
No es casual que dos de las piezas
fundadoras del teatro posmoderno, Hamletmaschine (1977), de Heiner
Müller y La clase muerta (1975) de Tadeusz Kantor, propusieran espacios
de representación secundarios. La acción de Hamletmaschine ocurría en el
espacio teatral, o en el espacio teatral habilitado en el interior del cerebro
máquina del autor, dentro del cual retorna, atravesado por múltiples
mediaciones, lo real. En tanto la de La clase muerta transcurría en otro
espacio mediado: la máquina de la memoria que Kantor identifica con los bancos
de la antigua escuela. Este desplazamiento de la realidad a un segundo o tercer
nivel de referencia anunciaba los planteamientos de gran parte de las
producciones del teatro de creación de los ochenta y los primeros noventa.
Fueron muchos los factores de tipo
ideológico, tecnológico y económico que abocaron a esa conciencia de pérdida de
la realidad que afectó a la creación con especial intensidad en la década de
los ochenta. La crítica posmoderna se encargó de analizarla y poner de relieve
las razones del falso entusiasmo tanto como las de la melancolía. En Simulacro
y simulación (1981), Jean Baudrillard describía la cultura contemporánea
como una fábrica de imágenes con las que ya no se pretende representar la
realidad, una industria que habría provocado, por reacción al desvanecimiento
de lo real, una especie de artesanía de lo inmediato, de la experiencia vivida,
de la realidad cruda. El término “transparencia”, usado por Baudrillard,
aparecía también en la reflexión de otro de los críticos más influyentes de la
postmodernidad, Gianni Vattimo, quien, tras reflexionar sobre los efectos de
los media en la vida social, certificaba el cumplimento de la profecía de
Nietszche: la conversión del mundo en fábula. “Realidad –escribía Vattimo en
1989- para nosotros, es más bien el resultado del entrecruzarse, del
“contaminarse” (en el sentido latino) de las múltiples imágenes,
interpretaciones y reconstrucciones que compiten entre sí, o que, de cualquier
manera, sin coordinación “central” alguna, distribuyen los media”1.
Retrospectivamente, podemos
contemplar todo el período como el triunfo y la magnificación de lo que Guy
Debord ya en 1967 había definido como “sociedad del espectáculo”: la
transformación de la vida social en “una inmensa acumulación de espectáculos”
y de “todo lo directamente experimentado en representación”2.
De hecho, Baudrillard reconocía su deuda con los situacionistas y la lucidez de
Debord al pronosticar que, en la segunda mitad del siglo XX, la imagen
reemplazaría al tren y al automóvil como fuerza conductora de la economía.
Por supuesto, no todo lo que se
produjo en ese período estuvo condicionado por la misma distancia respecto a la
realidad: en esos mismos años se produjeron otros espectáculos, se escribieron
otros libros, se filmaron otras películas que no compartían esa dificultad para
mantener los perfiles de lo efectivo, ni tampoco jugaban irónicamente con ella.
O incluso obras que, utilizando algunos de los recursos puestos en juego por
los creadores anteriores, seguían manteniendo una conciencia directa de sus
referentes materiales. Sin embargo, esas producciones singulares deben
entenderse en un contexto cultural claramente marcado por una percepción de la
realidad huidiza y distante.
Un caso paradigmático puede ser el
teatro histórico de Arianne Mnouchkine, y especialmente Norodon Sihanouk,
rey de Camboya, en colaboración con la escritora Helène Cixous, estrenado
cuando el rey estaba aún exiliado en Francia. A pesar de que el objeto era real
y la preocupación histórico-política, la acumulación de teatralidades
(preocupación por la imagen, incorporación de técnicas orientales,
reutilización de procedimientos ya presentes en las puestas shakesperianas), la
introducción de lo poético fantástico (el fantasma del padre) y la centralidad
del individuo reforzaban más la historia en cuanto relato que la realidad de la
historia y la referencia al presente concreto, además de situarse en ese
resbaladizo territorio denominado “multiculturalismo” que convirtió eventos
serios y bien intencionados en instalaciones peligrosamente similares a las
ferias internacionales o los parques temáticos.
Ejemplos más claros de resistencia a
la espectacularización de la realidad podemos encontrar en el ámbito del
pequeño formato, en los teatros de cabaret, en el arte de acción y en otros
modos de prácticas alternativas, algunas de ellas de carácter participativo. La
inmediatez y la relación directa favorecían la ruptura del marco
representacional y la aparición inmediata de lo real. Sin embargo, es frecuente
que, en gran parte por las peculiaridades del propio medio, lo real apareciera
siempre asociado al individuo, al cuerpo individual o a la perspectiva del
individuo que contempla, que interpreta, que traduce.
El solipsismo fue uno de los rasgos
más destacados de la cultura posmoderna, un solipsismo que llegó a ser
representado en las formas más extremas de una vida virtual propuestas en
películas como Abre los ojos de Alejandro Amenábar. En las prácticas de
resistencia anteriormente citadas, se hacía evidente la necesidad de recuperar
una intersubjetividad perdida. La pérdida de la realidad estaba íntimamente
ligada a la pérdida de la intersubjetividad. De ahí los esfuerzos por
reconstruir un “nosotros” cada vez más disgregado, con éxitos sólo parciales y
transitorios.
La radicalización de las prácticas
solipsistas era coherente también con la pérdida del sentido histórico. La
pérdida de legitimidad de las metanarraciones, de los grandes relatos, expuesta
por Lyotard, había puesto en cuestión la posibilidad de la historia, una
disciplina también muy cuestionada por los estudios “arqueológicos” de
Foucault. Sin embargo, la apuesta posmoderna por el microrrelato y la
heterotopía fue pervertida interesadamente por quienes se empeñaron en propagar
la creencia en el mito del fin de la historia. Los acontecimientos posteriores
a 1989 mostraron que ese mito nunca había funcionado, que la historia
continuaba su curso y que la supervivencia (del arte, de la cultura, de la
civilización) dependía de la adaptación a una realidad cambiante, que había que
seguir redefiniendo para acoger las inesperadas irrupciones de lo real. Si el
fracaso previsible del sesenta y ocho fue el detonante para el inicio de la
época del desencanto y la desrealización, la caída del muro de Berlín en 1989
fue detonante para el inicio de un nuevo período, cuyos rasgos comenzaron a definirse
algunos años después. La primera guerra de Irak y, sobre todo, la guerra de los
Balcanes constituyeron la dramática constatación del cambio de paradigma
geopolítico y de una nueva concepción de la realidad, que se hizo también
visible en otras dimensiones de la experiencia, y que se vio confirmado por los
brutales atentados del 11 de septiembre en Nueva York y del 11 de marzo en
Madrid. Cuando nuevamente se descubrió que ni la calma ideológica, ni los
avances tecnológicos ni la bonanza financiera la garantizaban, el reencuentro
con la realidad volvió a aparecer como un proyecto urgente.
La experiencia de la pérdida de la
realidad que se manifestó durante el período posmoderno no era un fenómeno
nuevo. Había ocurrido con anterioridad, de forma visible en los primeros años
del siglo veinte, cuando los escritores sintieron la impotencia de las palabras
para representar una realidad que no se dejaba conceptuar y que les asaltaba
(Hofmannsthal) o se retrajeron a una construcción visionaria de lo real que obligaba
a la destrucción de la sintaxis y de los esquemas de representación; el
expresionismo hizo entonces del solipsismo un programa artístico (“ya no hay
nada exterior; sólo yo soy real” proclamaba Hatvani), ante la imposibilidad del
sujeto de ordenar el caos de la realidad externa de otro modo que desde su
propia visión. El retorno de lo real se produjo en los años treinta, de forma
traumática, precedido por las llamadas de atención de la nueva objetividad y
del teatro épico.
La búsqueda de lo real más allá de
la imagen presenta ciertos paralelismos con la búsqueda de la realidad más allá
de la palabra propuesta por los escritores vieneses y después por los
expresionistas. Desde ese punto de vista, cabría considerar muchos de los
juegos posmodernos de deconstrucción de la imagen y los media como paralelos a
la destrucción sintáctica practicada, desde distintas ideologías, por
expresionistas, dadaístas y surrealistas. La sospecha hacia la palabra habría
sido sustituida por la sospecha hacia la imagen compleja de los medios
espectaculares de comunicación y entretenimiento. El convencimiento de que esos
medios no restituían la realidad quedaba neutralizado por la fascinación que
sus construcciones de realidad producían.
La reacción se produjo a mediados de
los noventa. “El retorno de lo real” fue el título de un influyente ensayo
publicado por Hal Foster en 1996: partiendo de una descalificación de la
lectura “simulacral” de Warhol realizada por Barthes, Foucault, Deleuze y
Baudrillard, abordó el estudio de la obra de éste desde la idea de lo
traumático formulada por Lacan, para plantear una nueva interpretación del
hiperrealismo, del apropiacionismo y del arte de lo obsceno y de lo abyecto.
Dos años más tarde, Maryvone Saison expondría en Los teatros de lo real
(1998), la preocupación manifestada durante la década de los noventa por
dramaturgos y directores, especialmente franceses, por recuperar la capacidad
de relación con lo real, una preocupación ambivalente, ya que muchos de los
ejemplos citados por Saison parecen más bien responder al efecto de reacción
descrito por Baudrillard, la búsqueda de la experiencia inmediata, que al
esfuerzo de construcción de realidades que incluyan nuevamente lo real oculto.
Frente a la disociación de lo real
(reducido durante la época posmoderna al ámbito de lo privado) y la realidad
(concebida como construcción ilusoria, acumulación de imágenes), en la década
de los noventa resurgió la necesidad de buscar una conciliación, de encontrar
vías para permitir la inclusión de lo real en la construcción llamada realidad
y liberar al mismo tiempo a la realidad de su andamiaje virtual para anclarla
nuevamente en el terreno de la experiencia concreta y, de ese modo, poder
intervenir sobre ella. El “retorno de lo real” implica también, obviamente, la
opción por una práctica artística directamente comprometida en lo político y en
lo social3.
Las prácticas escénicas en esta
última década se han hecho eco de ese interés por lo real más allá de su
conversión en signo, en elemento narrativo o en imagen demudada. No se trata de
mostrar la posibilidad de presentar lo real prescindiendo de cualquier
construcción, sino de mostrar que la incorporación de la composición formal o
incluso de la ficción al tratamiento visual y narrativo de lo efectivo no tiene
por qué acabar ocultándolo. En la misma línea cabría entender la atención
renovada hacia la palabra como antídoto a los trucos de la imagen: de ahí el
auge del periodismo literario y la imbricación de ficción, autobiografía y
documentalismo en la producción literaria contemporánea. Por último, habrá que
referirse a la aceptación del cuerpo como medio ineludible de relación con lo
real, rescatando una tradición que arrancó en los años sesenta, y a los modelos
relacionales, que impiden el solipsismo mediante la necesidad de la respuesta.
El retorno a la realidad no implica
la recuperación del realismo. Aunque resulta inevitable reconocer ciertos
paralelismos en las motivaciones de aquellos escritores y pintores que a
mediados del siglo XIX decidieron romper con los modelos de representación que
ocultaban lo real y se lanzaron a la construcción de una literatura y un arte
comprometidos con la restitución de la realidad a los lectores, una restitución
que favoreciera la comprensión y facilitara la acción. De ahí que sea necesario
volver al realismo para poder entender, al menos, las relaciones que se
establecen entre la realidad, lo real, la representación y la ilusión, que
justificaron a lo largo del siglo XX diversas estrategias alternativas a las propuestas
en el siglo XIX y que condicionan nuestra comprensión actual del problema. Se
tratará a continuación sobre la primera aparición del conflicto entre “la
realidad y lo visible” tal como se formuló en la época de las vanguardias
históricas, la respuesta de Brecht y la reaparición de sus planteamientos en la
obra reciente de William Kentridge. De modo que las técnicas de extrañamiento
brechtianas sobrevivieron y se reinterpretaron en la época posmoderna, esto
servirá para comprender la intencionalidad crítica de quienes hubieron de
resistirse, no siempre con éxito, a la fascinación de una sociedad y un mundo
convertidos en espectáculo. En la última sección de este capítulo se abordará
la reinvención del realismo o del hiperrealismo, en la obra de directores como
Ostermeier y Alain Plattel en la época de la hipervigilancia mediática y la
realidad virtual.
“La irrupción de lo real” se produce
sobre todo a raíz de la conciencia del cuerpo y de las consecuencias que para
la creación escénica tuvo la aceptación de su centralidad. La crisis del
concepto de representación, ya presente en Artaud, se manifestaría
escénicamente en la obra del Living Theatre y en una nueva concepción de la
actuación, la del actor que no abandona su realidad, y que daría lugar a un terreno
híbrido de creación entre lo teatral y lo performativo. El teatro de la
vivencia, inaugurado por el Living Theatre, tendrá continuidad en algunas
propuestas de Tabori o Albert Vidal que se alimentan de forma más o menos
conciente de las prácticas más radicales del arte corporal y permiten ciertas
conexiones con el cine corporal e iconoclasta de Lars von Triers. La
iconoclasia, asociada a la búsqueda de lo real como traumático, practicada por
el Living en espectáculos como La prisión o Frankenstein, reaparecerá
en el teatro de Reza Abdoh, en la escena pretrágica de la Societas Raffaelo
Sanzio o en las recientes producciones de colectivos como el brasileño Teatro
da Vertigem o el español Atra Bilis.
Las tentativas de representación de
la muerte y del genocidio trasladan el discurso del ámbito de las ficciones
construidas para la comprensión de lo real, al ámbito de la realidad narrada o
dramatizada. La representación de la muerte privada, abordada por Wim Wenders
en Relámpago sobre el agua será el punto de partida para un recorrido
sobre las imágenes de la enfermedad y la muerte en el arte y el teatro
contemporáneos. La cuestión de la relación entre lo público y lo privado
aparece entonces como un tema inevitable: la epidemia del SIDA multiplicará las
razones para trasladar la experiencia privada de la enfermedad al terreno de la
discusión política, tal como planteó Reza Abdoh especialmente en sus piezas
neoyorkinas. Esta interpenetración de lo privado y lo público permitirá otras
aproximaciones a ese otro límite de lo representable: el de las masacres y los
genocidios. La perspectiva de Atom Egoyan en Ararat (sobre el genocidio
armenio) y la de Peter Weiss y Erwin Piscator en La indagación (sobre el
genocidio judío) introducirán el estudio de una obra que resume muchas de las
preocupaciones sobre lo real, la construcción de la realidad, la comprensión de
la alteridad y el conocimiento del dolor ajeno, Ruanda 94, de Groupov,
una obra surgida por la conmoción que produjo en sus creadores el genocidio
tutsi.
Sin abandonar el territorio de lo
afectivo, se abordan en el último capítulo aquellas prácticas que rompen la
idea de representación y apuestan por una activación del diálogo o del
conflicto con los receptores. La superposición de historia y memoria, paralela
a la superposición de lo público y lo privado, constituye un punto de partida
recurrente en el trabajo escénico de numerosos colectivos latinoamericanos
(TEC, La Candelaria, Escambray, Yuyachkani) para quienes la restitución de lo
acontecido constituye en sí mismo un instrumento de intervención social. La
voluntad de dar voz a los otros tiene continuidad en la obra de quienes
pretendieron directamente hacer actuar a los otros, por medio de prácticas
participativas de carácter revolucionario, o por medio de juegos subversivos,
concebidos como ejercicios de afirmación o resistencia. La síntesis de
Bourriaud y su definición de una “estética relacional” servirá para abordar un
trabajo en el que se resumen muchas de las intenciones y las formas presentes
en los anteriores: el proyecto C’undua, desarrollado entre 2001 y 2003 por Mapa
Teatro en la ciudad de Bogotá. La idea de relación y diálogo tendría otros
desarrollos en las grandes ciudades del primer mundo, donde daría lugar a
prácticas reflexivas, que renuncian a la espectacularidad en beneficio del
encuentro. El abandono de la teatralidad en los teatros tiene su
correspondencia en la teatralización de la política y su respuesta en los
activismos teatrales, tanto los practicados conscientemente por artistas de
formación escénica como los diseñados por ciudadanos y colectivos para quienes
la teatralidad es simplemente un modo de aumentar la eficacia comunicativa de
su acción política.
Lo primero será retroceder ciento
cincuenta años, en busca de los orígenes del problema, cuando la representación
fidedigna de lo real no sólo era legítima sino deseable y contenía en sí misma
un proyecto de transformación de la superestructura que no se adecuaba a
ella.
De Prácticas de lo real en la escena contemporánea,
Madrid, Visor Libros, 2007. Agradecemos al Dr. José A. Sánchez la autorización
para publicar este fragmento de su libro.
1
Gianni Vattimo, La sociedad transparente (1989), Paidós, Barcelona,
1990, p.81
2
Guy Debord, La sociedad del espectáculo (1967), Pretextos,
Valencia,1999, p.37
3
Maryvonne Saison, Les tetares du réel. Pratiques de la représentation dans
le théâtre contemporain. L’Hartmattan, Paris, 1998,19.