número 15 | septiembre 2017
dossier: performance y teatro
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La teatralidad y la performatividad de la memoria en relación al pasado reciente

Maximiliano de la Puente (Universidad Nacional de las Artes, Universidad Nacional de Moreno, Universidad de Buenos Aires, CIS-CONICET-IDES).

 

Introducción

En este trabajo reflexionamos sobre las implicancias de la actuación y la puesta en escena de la memoria en relación al traumático pasado reciente del país, entendida desde las coordenadas del lenguaje teatral. Nos referimos así a la teatralidad y a la performatividad de la memoria. Esta perspectiva nos permite recuperar el concepto de performatividad de John Austin relacionándolo con el de performance, a partir de Diana Taylor (1997; 2012), ya que para esta última las performances operan como actos vitales de transferencia, transmitiendo el saber social, la memoria y el sentido de identidad a partir de acciones reiteradas. Reflexionamos también sobre el concepto de performance a partir de las diversas asociaciones e implicancias que adquiere en el marco de los estudios teatrales contemporáneos. Indagamos en qué significa “actuar la propia memoria” a partir de la ejemplificación con las obras de nuestro corpus. Introducimos y desarrollamos para ello, finalmente, el concepto de memorias performativas, comparándolo y diferenciándolo de otras nociones similares ya existentes (de Toro-2011; Bal-2001; Costello-2013).

 

Teatralidad y performatividad de la memoria

En los últimos años el concepto de performatividad está siendo utilizado en distintas disciplinas, cada vez con mayor frecuencia, como categoría de análisis y de interpretación de diversas problemáticas sociales, históricas, políticas y estéticas. Así, distintos teóricos han abordado a partir de la performatividad el lenguaje (Austin-1998), el género (Butler-2001, 2002; Preciado-2002), la identidad  (Butler-1997) y la memoria (Taylor-1997, 2012; Del Campo-2004; Reguillo-2005). Otra distinción importante a establecer a los fines de la presentación de nuestra noción de “memorias performativas”, es la que se refiere a los conceptos de teatralidad y de performance. Ambos se utilizan para dar cuenta de distintos tipos de acciones y de actitudes. En una de sus acepciones, la teatralidad excede a la especificidad del teatro, se derrama no sólo hacia otras disciplinas artísticas sino que también se orienta a la vida cotidiana, como ya hemos mencionado con anterioridad. “Se puede hablar de la teatralidad de una obra dramática pero también de la teatralidad de la política, de la religión o de los deportes” (Taylor-2012: 46). Pero este concepto, según Josette Féral (2003), asume otra acepción posible, al dirigir su atención dentro de los límites del lenguaje teatral, sus convenciones y sus signos, “en tanto lenguaje independiente tanto del texto como de la realidad extraescénica” (Pinta-2013: 175). La teatralidad implica la noción de artificio, de artefacto construido socialmente, “connota una dimensión consciente, controlada (…) siempre política, que “la performance” en su dimensión más convencional no necesariamente conlleva” (Taylor-2012: 46), e indica también un salto al vacío que se establece entre la repetición y aquello que sucede por primera vez, vale decir, la presencia efímera del azar. “La teatralidad se da justamente en esa grieta que sucede entre aquello que se presenta (acto) y aquello que se representa” (Argüello Pitt-2013: 11). A diferencia de la teatralidad, un sustantivo sin verbo, la performance asume en su propia acepción la posibilidad de la acción y de la construcción de estrategias de resistencia, en la medida en que contiene dentro de sí el verbo (“performar”) y el actor social (performer). Cuerpo y lenguaje, como hemos visto, ocupan un lugar importante en la performatividad de la memoria. Para John Austin, en el marco de ciertos enunciados que designó como preformativos y que incluyen las promesas bajo ciertas circunstancias, “el lenguaje puede  ser un acto. Las palabras, en ciertos contextos, hacen algo. Tienen repercusiones legales. Más que una “descripción” de un hecho, la performance se convierte en el “hecho” en sí” (Taylor-2012: 111). Austin distinguió entre el acto de habla locutivo, es decir aquel que se ejecuta por decir algo, el acto ilocutivo, relacionado con la intención que el hablante tiene al decir una cierta expresión, y el acto perlocutivo, que da cuenta de las consecuencias que tienen los dichos del hablante en el oyente. De esta manera, en cada oportunidad que se dice algo, nos encontramos “frente a una acción que tendrá consecuencias y que cambiará el estado de las cosas con las que se relaciona” (Escobar Nieto y Fernández Drogett-2008). Desde esta perspectiva, el teatro performático como acción de transmisión del saber social, construye “hechos” de memoria, acontecimientos que ponen en escena diversas formas de recordar el terrorismo de Estado. No se trata entonces, bajo este prisma, de imitaciones, representaciones o falsificaciones de lo real, sino de acciones que ocasionan consecuencias en el mundo. Los enunciados performativos de Austin sólo funcionan bajo ciertos contextos y convenciones específicas que le otorgan validez legal, es por ende un concepto que explica apenas un grupo muy acotado de fenómenos, ya que sólo en esos casos las palabras devienen hechos o tienen la fuerza de ellos. La performatividad en términos de Austin constituye una noción muy limitada, puesto que impide que ella se amplíe a otros ámbitos y prácticas cuyo énfasis no radique solamente en su nivel simbólico.

No obstante, usamos aquí el término performático en un sentido ostensiblemente diferente, puesto que un discurso puede devenir teatro performático sin constituir un acto legal (Taylor-2012: 112). Las convenciones que suponen los performativos de Austin para existir, pueden ser parodiadas o no reconocerse en el marco de una obra de teatro, que sería exactamente lo opuesto a lo que él denominó como “performativo feliz”, vale decir, “un acto lingüístico que actúa dentro de su contexto y sus códigos autorizados” (Taylor-2012: 113). El teatro performativo está allí para cuestionar, incomodar, desautorizar códigos y convenciones, para recuperar y poner en escena nuevas formas de representación de las memorias de la dictadura. Ejemplo de esto último han sido los llamativos, contundentes y carnavalescos escraches que desde 1995 han venido realizando miembros de H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), agrupación conformada por hijos de desaparecidos y prisioneros políticos, junto con colectivos de artistas como el GAC (Grupo de Arte Callejero), con el fin de exigir “juicio y castigo” para los genocidas y sus cómplices. Muchos de estos escraches han sido puestos en escena en obras que integran el ciclo de “Teatroxlaidentidad”, pues hay que tener en cuenta que estos son profundamente teatrales, una acusación performática que tiene el claro objetivo de llamar la atención de los vecinos. “Marionetas gigantes, ratas móviles y, a veces, enormes carteles con las fotos de los desaparecidos, son algunos de los elementos que acompañan a los manifestantes mientras cantan y bailan por las calles” (Taylor-2012: 127). Los escraches funcionan con el fin de poner en evidencia, revelar en público, hacer aparecer la cara de una persona que pretende pasar desapercibida. Conforman una suerte de performance de guerrilla en un momento en el que los crímenes de la dictadura quedaban impunes. Nos encontramos así ante un enunciado performativo “infeliz”, puesto que los códigos, las convenciones y el marco legal que le da sentido, han sido quebrados. Como no había validez jurídica alguna en torno a los crímenes del terrorismo de Estado en la década del noventa, los escraches venían no sólo a denunciar esa falta sino a exponer públicamente, para el escarnio de los vecinos, a sus ejecutores. Como ellos mismos sostienen:

Con el escrache queremos hacer pública la identidad de estos sujetos: que los compañeros de trabajo conozcan cuál era su oficio en la dictadura, que los vecinos sepan que al lado de su casa vive un torturador, que los reconozcan en la panadería, en el bar, en el almacén. Ya que no hay justicia, por lo menos que haya condena social, que se los señale por la calle como lo que son: criminales. Que no puedan ocupar cargos públicos, que los políticos y empresarios (que en general sí conocen su pasado) deban echarlos o esconderlos para evitar la vergüenza de que se sepa que contratan asesinos --o para no perder votos ni clientes  (HIJOS capital).

Como el teatro y la performance constituyen una forma de arte que se desarrolla en el puro presente de la acción y que surge sólo para desaparecer, debido a que “ninguna forma de documentación o reproducción logra capturar el carácter fugaz del acto en vivo” (Taylor-2012: 143), podemos pensar que lo escénico es uno de los ámbitos significativos para dar cuenta de las memorias del terrorismo de Estado, las cuales tienen justamente a los desaparecidos en el centro de su reflexión y de su rememoración. Como afirma Peggy Phelan, “el ser del performance (…) deviene performance a través de la desaparición” (Peggy Phelan en Taylor-2012: 143). La performatividad de la memoria lucha permanentemente contra la posibilidad del olvido y/o contra la impotencia que implica la imposibilidad de la emergencia del recuerdo y de la escucha social de aquel, en el sentido de que las disímiles, contradictoras y a veces molestas memorias de los sobrevivientes, los exiliados y los “derrotados” de la década del setenta sean valoradas por la sociedad en su conjunto. El teatro es entonces una de las formas que ha asumido visibilidad en los últimos años, para transmitir las memorias históricas privadas y públicas, individuales y colectivas, en relación a la dictadura, ya que si por un lado se interrumpe y se desvanece por su condición efímera, por el otro perdura a través de la transferencia de valores y de identidad social, debido a su carácter ritual, ceremonial y repetitivo. Este carácter de transmisión de identidades sociales se manifiesta en las memorias colectivas, que se encuentran dotadas de teatralidad, en la medida en que, “a través de distintas puestas en escena, dan forma a los relatos e interpretaciones del pasado de los distintos grupos que conforman una cultura específica” (Escobar Nieto y Fernández Drogett-2008). Así, tal como sostiene Alicia Del Campo, Paul Connerton (2006) observa tanto en el estudio de las ceremonias conmemorativas como en las prácticas corporales,

la posibilidad de estudiar la memoria colectiva como acto de transferencia y modos de resistencia que permitirían explicar el cambio social (...) Este desarrollo de los aspectos 'habituales' y 'performativos' de la memoria abre las puertas a una noción espectacular de la memoria colectiva, tanto como producto de los sectores de poder, como de los sectores subalternos (Del Campo-2004: 75).

El teatro viene a ofrecernos una pluralidad de memorias corporales en relación al terrorismo de Estado, un saber efímero y no reproducible que requiere la presencia y la participación de las personas en la producción y reproducción del saber, al “estar ahí” en el aquí y ahora del acto en vivo, y ser parte de esa transmisión. En tanto el teatro posdramático supone un fuerte énfasis en el proceso vivo, esta sensorialidad y afectividad propia del intensificado presente escénico adquiere una destacada preeminencia. Pero al mismo tiempo el teatro, merced a una producción de secuencias ritualizadas, repetitivas y formalizadas, es capaz de generar sus propias estructuras, convenciones y códigos. De esta manera, “múltiples formas de actos corporales están siempre presentes, en un constante estado de reactualización. Estos actos se reconstituyen a sí mismos transmitiendo memoria comunal, historias y valores de un grupo/generación al siguiente. Los actos incorporados y representados generan, registran y transmiten conocimiento” (Taylor-2012: 156). La enorme cantidad de obras teatrales que se han escrito y realizado en los últimos años en relación al terrorismo de Estado constituyen distintas formas de inscripción, registro y transmisión de conocimiento social y de memorias culturales colectivas sobre aquel período. Memorias corporales ritualizadas y repetidas, formalizadas y consolidadas, propias del campo teatral, que advienen en una forma de reproducción social de valores compartidos en relación al horror de la dictadura. Esto es central porque, si tanto la performance como el teatro operan como “un sistema de aprendizaje, retención y transmisión de conocimiento” (Taylor-2012: 165), entonces los estudios sobre el campo escénico nos permiten expandir lo que entendemos por conocimiento en general, así como sobre las distintas formas de representación y transmisión de las memorias performativas puestas en juego en relación al campo de la historia y el pasado reciente. Nos referimos a un tipo de memorias inéditas, propias del ámbito de lo escénico, en las que el enfoque performativo hace hincapié en la realización de actos teatrales, en el favorecimiento de experiencias y en la estimulación de cuerpos intensamente ubicados en el “aquí y ahora” del presente de la escena. Este enfoque reivindica una comprensión concreta y material de las transmisión de las memorias del terrorismo de Estado, “una aproximación que permita liberar la realidad en tanto que acontecimiento, liberarla de lecturas previas y de sentidos impuestos, al tiempo que se reivindica un acercamiento sensorial y físico tanto al arte como a la realidad” (Cornago en Sequeira-2013: 72). Desde esta perspectiva, es la experiencia corporal, sensible y afectiva, la que posibilita la transmisión de las memorias performativas, las cuales interactúan en la relación siempre tensa y cambiante que se establece entre los presupuestos y las formas representativas ya conocidas, y la ampliación del escenario teatral y social de posibilidades. 

Con sus políticas sobre el control de los cuerpos de las personas, la dictadura generó indirectamente un cuerpo social reprimido, limitado, debilitado en su potencial transformador y revolucionario. La violencia genocida del terrorismo de Estado afecta a los cuerpos, que se convierten en sus verdaderos protagonistas, teniendo en cuenta que la memoria corporal constituye la presencia real y viva del pasado (Fuchs-2012). En ese sentido, podemos pensar que no existe una violencia puramente simbólica, abstracta, desligada de los cuerpos. A su vez, el teatro opera y circula dentro de un sistema de poder en el que el cuerpo es un producto más. La teatralidad y la performatividad, vale decir la puesta en escena de las memorias del terrorismo de Estado, construye sus propios cuerpos. El cuerpo deviene así en “escenario y arma” (Taylor-1997: 7), puesto que es a través de las obras teatrales y performáticas que “hacen visible lo que la dictadura quiso hacer invisible – los desparecidos, los crímenes, los culpables” (Taylor-1997: 7). Las memorias del terrorismo de Estado son performativas en la medida en que están encarnadas en el presente de los cuerpos, ellas se encuentran inscriptas en todas las habilidades que comporta una persona, “incluso la de testimoniar el sufrimiento de otros para evitar el olvido, crear estéticas, poéticas, gestualidades, posturas, voces” (Del Campo-2004).

La violencia es siempre un lenguaje corporal y escénico -ya que cuerpo y escena se manifiestan indisolublemente unidos, siendo muy difícil pensar el uno sin el otro-, además de simbólico, que produce deseos, afectos, subjetividades de miedo y terror, de víctimas y victimarios, y es también una instancia productora de grupos antagónicos. La insistencia de la violencia hace que surjan esos bloques enfrentados. “En el performance del poder concentrado de las dictaduras militares (…) el poder se hace visible, identificable con rostro y nombre” (Taylor-2012: 93). Se rompe con la lógica dicotómica, no con el fin de exculpar los crímenes de la dictadura, sino porque las obras contemporáneas operan sobre el telón de fondo de un mundo en el que reina el poder difuso del tardocapitalismo, que no puede identificarse ni apresarse tan fácilmente. Parafraseando a Hannah Arendt, en nuestras sociedades latinoamericanas vivimos bajo el dominio de Nadie, un estado de cosas por el cual las responsabilidades supuestamente se borran: el Estado neoliberal, presente desde su pretendida ausencia de la arena política, no asume sus compromisos y obligaciones, enmascarando sus objetivos precisos. No hay ninguna instancia a la que recurrir por el rumbo que han tomado las cosas, las responsabilidades se desdibujan: no existe nadie a quien culpar ni cuestionar. No es posible identificar al enemigo, como sí ocurría en los años setenta, en los que éste se encontraba indisolublemente asociado al aparato militar, o en todo caso ese enemigo asume ahora la forma de un proceso universal –la globalización neoliberal- que atraviesa todo el planeta. Un proceso caracterizado por políticas de ajuste estructural impuestas por organismos mutilaterales de financiamiento como FMI y el Banco Mundial, que han provocado la caída de los salarios reales, el incremento de los precios y el estallido del desempleo urbano, entre otras consecuencias, lo cual afecta principalmente, aunque no exclusivamente, a las regiones urbanas de los países en vías de desarrollo. La globalización está acompañada no sólo de graves consecuencias económicas, políticas, culturales, sociales, afectivas, sino también de procesos de unificación de lo humano, que traen aparejados procesos diversos que convergen en la unificación del pensamiento. Esta lógica es evidentemente en sí misma violenta, opera por exclusión y silenciamiento de lo otro, de aquello que no tiene lugar ni razón de ser dentro de este sistema.

El teatro, en tanto arte que se desarrolla siempre en presente, es una de las esferas en las que se crea y se recrea la violencia del terrorismo de Estado, justamente por ese estar sucediendo aquí y ahora todo el tiempo, una y otra vez, volviéndose a repetir, pudiéndose hablar así, como venimos haciéndolo, de una teatralidad performática de la memoria. El terrorismo de Estado, en tanto experiencia extrema de la violencia, impone así un individualismo gregario, en el que cada uno se encuentra totalmente aislado de los demás, y el teatro no cesa de encontrar formas nuevas de narrar y recordar sus consecuencias.

Por lo que venimos señalando, la performance concebida desde la teatralización o puesta en escena de la memoria (Taylor-1997; Del Campo-2004), se configura como una operación eminentemente política, al elaborar “nuevos lugares de enunciación que abren la posibilidad de pensar en nuevos discursos, que reviertan las lógicas normativizadas de recordar” (Escobar Nieto y Fernández Drogett-2008). Estas nuevas posibilidades enunciativas entran en tensión muchas veces con memorias ya consolidadas y aceptadas socialmente, a la vez que permiten “generar tensiones que decanten en la movilidad de nuestro pasado y por lo mismo, de nuestro presente y de nuestros futuros (Escobar Nieto y Fernández Drogett-2008).

 

Memorias performativas

Lo que planteamos entonces es la noción de actos teatrales y performativos de memoria que son propios del acontecer escénico. Las obras teatrales que abordan la época dictatorial llevan inscriptas en su matriz de generación la capacidad de transmitir estas memorias. “Actuar la memoria” implica aquí accionar la memoria desde el presente de la performatividad teatral, teniendo en cuenta el origen etimológico de la palabra “drama”, que significa “acción”; acciones y actos que construyen memorias del terrorismo de Estado específicamente performativas, memorias que se producen en el momento mismo de su enunciación, y que por lo tanto son diferentes de aquellas que elaboran otros medios, dispositivos, lenguajes o formatos. Estas memorias se expresan en formas narrativas socialmente aceptadas y comunicables, como la performance y el teatro, y conforman sus poéticas de manera parresiástica, asentándose en los huecos, los silencios, las interrupciones y las fracturas propias del acontecer traumático, convirtiéndose así en una de las maneras en que las personas construyen sentidos en relación al pasado (Jelin-2002: 27). Las memorias performativas son las huellas de aquello que ya no es posible restituir por completo en el presente, las marcas del horror inscriptas en los cuerpos, las imágenes, las gestualidades y los textos de una performance o de una obra teatral. No buscan ficcionalizar o recrear teatralmente lo sucedido, sino más bien tornar material el recuerdo. Es la presencia de esa ausencia, la presentación de algo que estaba y ya no está, borrada, silenciada o negada.

La performatividad de las memorias implica una narratividad de las mismas, el pasado reciente es incorporado en términos de acción, es decir de presentación y no de representación, a través de estos actos y prácticas teatrales que implican una apropiación y una puesta en acción de ciertos elementos del pasado, más que una reproducción de ellos. Estas memorias no generan representaciones, ya que estas últimas suponen la existencia de una instancia de mediación y de objetivación del relato. En cambio, como ya señalamos en la introducción, en una obra se trata de hacer presente un “efecto performativo”, de una manera semejante a la que se refiere Van Alphen en relación al Holocausto: “Estos actos performativos “hacen” al Holocausto o, mejor dicho, “hacen” un aspecto específico del mismo” (Van Alphen en Jelin-2002: 122). Se genera así, a través de las memorias performativas inscriptas en la acción teatral, una presentación y una re-actualización que nos permite experimentar de manera “directa” un cierto aspecto del terrorismo de Estado. A través de los gestos, las situaciones, las acciones, las palabras, los silencios, los movimientos de los actores, pero también a través de la utilería, los objetos y la escenografía de una obra, el acontecimiento traumático, la realidad de la desaparición y el horror dictatorial se reactualiza, la vivencia “directa”, “en primer plano”, es compartida  por creadores y espectadores. Las memorias performativas poseen una intensa carga afectiva y sensorial, y otorgan sentido al pasado traumático en su relación con el presente a través de la acción que implica el propio acto performativo y teatral. Estas huellas que deja el pasado en el mundo simbólico devienen performáticas, se anclan en el mundo expresivo/teatral, y se conforman como memorias significativas socialmente en tanto son evocadas y ubicadas en un marco dador de sentido. La dificultad con la que se debe lidiar es que estas memorias no sean obturadas debido a distintos factores, como la ausencia de un marco social que facilite la irrupción de las mismas, el surgimiento de mecanismos que posibiliten represiones individuales y sociales, y la necesidad de encontrar a otros con capacidad y voluntad de escuchar estas memorias, para así poder lograr que surjan a la luz. Esos otros que resultan indispensables para generar estas memorias, en tanto pueden ser portadores de una escucha atenta que permite que ellas emerjan, son los espectadores de estos actos teatrales y performativos de memoria.      

En este momento del arte teatral y performático contemporáneo, caracterizado por esa búsqueda incesante de materiales, prácticas, técnicas y disciplinas heterodoxas con respecto a los usos habituales, en este instante de ampliación de sus fronteras y del abandono de los lugares ya transitados, en esta zona transdisciplinaria y deconstructiva, proponemos aquí que las obras que analizamos elaboran memorias específicamente teatrales de la dictadura. Memorias afectivas, sensibles, performativas, que están creándose y recreándose incesantemente desde el aquí y ahora del presente escénico. La performatividad de las memorias no atañe solamente a lo que sucede durante la presentación de una obra teatral, sino que en ella, desde su momento procesualmente productivo, se encuentra inscripta la matriz de acción de estas memorias, las cuales suponen también la capacidad y posibilidad de transmisión de las mismas, es decir la posibilidad de procesar “un conocimiento cultural compartido ligado a una visión del pasado” (Jelin-2002: 36), así como saberes sociales e identidades. Esta transmisión es a la vez consciente e inconsciente, constituye el testimonio de “la existencia de cierta relación entre el pensamiento y el no-pensamiento, de cierto modo de presencia del pensamiento en la materialidad sensible, de lo involuntario en el pensamiento conciente y del sentido en lo insignificante”. (Rancière-2005: 21). Esta posibilidad de transmisión de las memorias de la dictadura desde el campo teatral supone no sólo lo que ellas “saben”, lo que transfieren explícita y conscientemente, sino que se encuentra ligada también a la brecha que existe entre una palabra o una imagen y lo que ambas dicen. El acto creativo de la transmisión ocurre también a partir de lo que resulta inaccesible e incomprensible en términos racionales y lógicos. El teatro participa de un carácter cifrado del acontecer, “pero ese cifrado no es la disimulación de alguna ciencia secreta (…) no es nada más que la inscripción del proceso mismo por el cual esa palabra es producida” (Rancière-2005: 41).

Los actos teatrales trasmiten memorias performativas contradictoras, conscientes e inconscientes, que hablan y callan a la vez, que saben y no saben lo que dicen, porque ellos operan a la manera del pensamiento, de la escritura y del inconsciente estético en términos de Rancière, vale decir, en tanto pensamiento que no piensa,

que obra no sólo en el elemento extranjero del no-pensamiento, sino en la forma misma del no-pensamiento. A la inversa, hay no-pensamiento que habita en el pensar y le da una fuerza específica. Ese no-pensamiento no es sólo una forma de ausencia del pensamiento, es la presencia eficaz de su opuesto. Hay (…) una identidad del pensamiento y del no-pensamiento que está provista de una fuerza específica (Rancière-2005: 46).

Este pensamiento corporal, afectivo, sensible, consciente e inconsciente, cifrado y explícito a la vez, es lo propio de las memorias performativas engendradas a partir de estos actos teatrales. Memorias inscriptas en el espesor de los signos del lenguaje teatral, en los cuerpos de los actores, en su carácter lumínico, en los ámbitos espaciales, escenográficos, plásticos, sonoros y temporales; memorias que instauran un poder de significación propio del acontecer teatral, que en su hacer y rehacer “presentifican” aquello que ya no está, constituyéndose como momentos de evocación de ciertas instancias del pasado reciente, en el caso de las obras que analiza esta tesis.

Son memorias encarnadas en el presente de lo teatral y lo performático que involucran enteramente al espectador, consciente e inconscientemente, afectiva y cognitivamente: será él quien lea la potencia de la singularidad de estas memorias en relación con sus competencias y su horizonte de expectativas. Memorias que, por el espesor de los elementos y recursos involucrados en la teatralidad, buscan reponer la presencia de la ausencia, con el fin de anular los estragos que el terrorismo de Estado provocó sobre las personas, sobre el ser y el estar de las personas. Son memorias que consistirían no tanto en representar o dar cuenta en forma explícita de lo real, sino que más bien buscan captar sus fuerzas y revelarlas, “en hacer sensibles en sí mismos el tiempo y la duración de las cosas, en explicar la tensión que recubren lo banal y lo cotidiano” (Besalier en Pinta-2013: 173), y que se constituyen a partir de “narrativas subjetivadas”, que incorporan los recuerdos presentes en los silencios, “en los miedos y en los fantasmas que visitan reiteradamente al sujeto en sus sueños, en olores y ruidos que se repiten” (Jelin-2002: 87). En la multiplicidad de los recursos, disciplinas y lenguajes que se ponen en juego en una obra teatral se encuentran cifradas las huellas del pasado reciente.

Las memorias performativas son entonces aquellas que se transmiten a partir de estos actos teatrales; transmisión que nunca se revela como transparente y unívoca, sino que es más bien opaca, llena de intersticios, contingencias y huecos, que debe ser restituida en sus múltiples y contradictorios sentidos mediante un trabajo de desciframiento y relectura. Por tal motivo, el lugar del espectador, en tanto es interpelado por estos actos teatrales a la realización de un esfuerzo interpretativo considerable, es determinante, en el sentido de que él participa de las experiencias teatrales que construyen estas memorias. Experiencias que implican una percepción in situ de los sentidos y que se vincula con la manera en que la entiende Heiner Müller: “hacer experiencias consiste en no poder conceptualizar algo inmediatamente. En comenzar más tarde a reflexionar sobre eso” (Müller-1996: 157). Nos referimos a un tipo de experiencia que es incompatible con la certeza, con el cálculo y la racionalidad propia de la ciencia moderna: “No se puede formular una máxima ni contar una historia allí donde rige una ley científica” (Agamben-2007, 15). Una experiencia que recupera a la imaginación como medio por excelencia del conocimiento y que reconoce que “la ausencia de camino (la aporía) es la única experiencia posible para el hombre” (Agamben-2007: 35). Nos vemos confrontados así con una experiencia escénica que rechaza la clausura del sentido que impone toda repetición de lo ya conocido y en la que la inestabilidad deviene en principio compositivo. Una experiencia escénica que toca un límite al rozar el horror del pasado traumático, que se acerca a lo “inexperimentable”, y que constituye “el límite único que puede alcanzar nuestra experiencia en su tensión hacia la muerte” (Agamben-2007: 51). Nos referimos a experiencias escénicas que traducen experiencias traumáticas que permanecen latentes como fantasmas, y que dificultan y niegan la posibilidad de traducir el terror y la tortura en lenguaje. Nos encontramos entonces con una situación ambivalente entre lenguaje y experiencia que consiste en la imposibilidad del lenguaje de reproducir las “heridas de la memoria corporal” (Assmann en de Toro-2011) y en la trivialización de las palabras frente al hecho.

Pero allí donde las palabras no alcanzan, es precisamente donde actúan las memorias performativas, que refieren a un “estar” escénico, un saber de los sentidos, un verdadero acontecimiento del cuerpo “que desplaza momentáneamente al diseño mental prefabricado de la representación” (Sequeira-2013: 84). Excediendo a la dimensión de la significación, es decir aquella que ancla, fija y estabiliza un campo de asociaciones y de sentidos posibles para todo acontecer escénico, tiene lugar una dimensión performática que genera fugas que instauran potencias desconocidas, al escapar de las condiciones predeterminadas de todo montaje teatral, y que habilita por lo tanto “nuevas experiencias, sujetos y discursos” (Sequeira-2013: 84). Las memorias performativas se transmiten a partir de este pensamiento específicamente teatral, un tipo de pensamiento que compone y articula “esa tercera cosa de la que ninguno es propietario, de la que ninguno posee el sentido, que se erige entre los dos, descartando toda transmisión de lo idéntico” (Rancière-2010: 21). Cada participante del acontecer escénico, (actores, director y espectadores), se deja afectar en la búsqueda de sus propias asociaciones, en la generación de un proceso de mutua estimulación que deviene en acontecimiento imprevisible. En este proceso el cuerpo ocupa un lugar determinante, ya que a través suyo surge una verdadera espesura de signos que da cuenta de la complejidad del acontecer escénico. “El cuerpo o lo corporal, exige una “lógica de las sensaciones”, el actor no sólo emite signos, sino que también estimula intelectualmente y sensorialmente al espectador” (Argüello Pitt-2013: 26). 

Las memorias performativas inscriptas en los actos teatrales se transmiten así de la misma manera en que operan las imágenes pensativas de Rancière, en tanto conforman un nudo entre varias indeterminaciones y funcionan como efecto de la circulación entre los creadores, el acto escénico vivo y los espectadores, y en donde se pone en juego en el instante pleno de la teatralidad, lo intencional y lo no intencional, lo sabido y lo no sabido, lo expresado y lo inexpresado, lo presente y lo pasado. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que existen regímenes de visibilidad y de “pensabilidad” de las memorias: en todo momento histórico se activan ciertas posibilidades de decibilidad y de visibilidad de aquellas, algunas adquieren preeminencia sobre otras, convirtiéndose en hegemónicas. Las memorias performativas operan en el marco de estos regímenes, dentro de un complejo y opaco intercambio de “relaciones entre lo visible y lo invisible, lo visible y la palabra, lo dicho y lo no dicho” (Rancière-2010: 94). A través de la combinatoria de los múltiples recursos que ponen en juego, estas memorias transmiten también detalles, que generan “el impacto directo de una verdad inarticulable que se imprime en la superficie de la obra desbaratando toda lógica de historia bien organizada, de composición racional de los elementos” (Rancière-2010: 77). Es esta suerte de “verdad” del horror del terrorismo de Estado la que se vehiculiza a través de estos objetos parciales, de estos fragmentos desconectados que tienen lugar cada vez que las memorias performativas advienen al mundo, en el instante mismo en que un acto teatral acontece, y que deshacen el orden de la representación para dar paso a una “verdad inconsciente” sobre aquellos años oscuros. Nos referimos a fragmentos que constituyen imágenes separadas de sus contextos, “un signo “amputado” de su entramado de origen (…) la pieza aislada de un rompecabezas, imagen singular que evidencia y pone en funcionamiento su ser parte de otros contextos y universos de sentido pero, a la vez, acarrea su falta, dado que lo que representa no está presente” (Suárez Jofré-2013: 30).

Desde esta perspectiva, cada obra de teatro que aborda la época dictatorial se constituye en un acto performativo de memoria, una suerte de reservorio de memorias afectivas, escénicas, sensibles, en el sentido en que lo entiende Rancière (2010), es decir, en tanto fijación de un común repartido y unas partes exclusivas, como división de los espacios, de los tiempos, de las formas de actividad y de los modos de hacer, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido, de lo que define a la vez el lugar y el dilema de la política como forma de experiencia. Cada obra es un acto específico de memoria teatral en relación al terrorismo de Estado, una suerte de acto estético en tanto configuración de la experiencia que da lugar a nuevos modos del sentir y que induce nuevas formas de subjetividad política, teniendo en cuenta que el teatro es capaz de perturbar la división de identidades, actividades y espacios claramente delimitados y establecidos en el espacio común de una sociedad determinada.

Alfonso de Toro en su artículo: “Memoria performativa y escenificación: ‘Hechor y Víctima’ en El desierto de Carlos Franz”, desarrolla una categoría similar, pero al mismo tiempo sustancialmente diferente en aspectos significativos, con respecto a la que abordamos en esta tesis. De Toro se refiere al concepto de “memoria performativa” y sus diversas “escenificaciones” como el término más adecuado para describir los diversos procesos tanto históricos como individuales o colectivos, en particular en lo que se refiere al pasado traumático. En el mencionado artículo, lleva adelante el análisis de la novela El desierto, del escritor chileno Carlos Franz. Ese texto le sirve para reflexionar sobre las modalidades que asumen las memorias a la hora de recordar el traumático pasado reciente. Para de Toro, tanto las memorias individuales, como las colectivas y culturales operan “como instrumentos mediático-performativos y translatológicos como un nuevo paradigma transdisciplinario para enfrentarse al pasado, haciendo posible el presente y el futuro de muy diversas perspectivas” (de Toro-2011). Desde esta posición, la memoria no funcionaría a partir de la reconstrucción de experiencias históricas, ya sean personales o colectivas, sino como construcciones “que cada vez son reactualizadas y recodificadas por cada escenificación, performancia y translación” (de Toro-2011). Este autor desarrolla así una concepción de la memoria “como algo performativo y nómada, dinámico y productivo” (de Toro-2011). Memorias performativas que sólo pueden ser subjetivas, llenas de lagunas, rupturas y vacíos. De Toro diferencia entre memoria y recuerdo, e incluye dentro de este último a lo que él denomina “performancia” o “escenificación”. Distingue así entre la memoria como sistema, en tanto “recipiente de acontecimientos vividos, experimentados o recibidos por diversas fuentes y el recuerdo que es la actualización, la puesta en marcha del proceso de memoria, su performancia y escenificación individual o colectiva, la concretización de objetos que se encuentran en el recipiente “memoria” (de Toro-2011). La memoria performativa se encuentra aquí vinculada al recuerdo, mientras que en nuestro caso estas memorias operan en la propia matriz de inscripción de los acontecimientos teatrales. Las memorias performativas no son recuerdos, sino que ellas mismas constituyen pensamiento teatral puesto en acción, en el marco de una obra, un acontecimiento escénico o una performance.

De Toro trabaja una memoria corporal asociada al recuerdo específico de la víctima de la tortura o la violación, como en el caso de Laura, el personaje protagonista de la novela de Carlos Franz que él analiza. Una memoria del cuerpo que permanece “almacenada en una recámara, en  una despensa sellada por la represión, pero las marcas, las cicatrices, el dolor quedan inscritos y grabados en el cuerpo” (de Toro-2011). Un cuerpo que lleva inscripta sus propias modalidades de escritura (y de teatralidad, agregamos), de la misma manera que el concepto de memorias performativas que aquí desarrollamos.

El escribir, [y también el hacer teatro y performance] es la mediatización, la válvula de escape, la performación y translación del tabú, es recordar, no sólo en términos individuales sino en lo que se refiere a un colectivo social: un acto performativo de memoria puede representar la salida y/o la problematización de una situación traumática, un primer paso hacia la reelaboración social por un acto de elaboración catártica (de Toro-2011).

Es central para nuestro análisis señalar que de Toro hace hincapié exclusivamente en el carácter performativo del lenguaje, tanto oral como escrito, tributario de la perspectiva de John Austin, que sería entonces lo preponderante en estas memorias desde su concepción, en cambio desde aquí desarrollamos un concepto ampliado y de mayor complejidad de memoria performativa, vinculado a la performance y al teatro, que excede -aunque también la incluye- la incumbencia de la lengua. Además, como mencionamos antes, de Toro desarrolla la categoría de memoria performativa en lo que se refiere específicamente a las víctimas del accionar del terrorismo de Estado, mientras que en nuestro caso, estamos pensando a este tipo de memorias como propias de las inscripciones del hacer teatral y performático del pasado en general, más allá del objeto de estudio específico de este trabajo: las obras que abordan la dictadura. Así, para este autor,

el sistema de la lengua, su posibilidad performativa y su capacidad comunicativa y cognitiva llega a sus límites en el caso de la víctima traumatizada e imposibilitada por la vergüenza y la culpa, por el tabú y la represión que se almacena en la memoria del cuerpo, como una virtualidad que va a necesitar de las palabras, pero de palabras que pasen por el cuerpo acompañado de la emoción, del afecto y de la consternación, que producen preguntas que “sólo se responden con la vida” (de Toro-2011). 

Desde esta perspectiva, pensamos que las memorias performativas permiten un recuerdo ejemplar del terrorismo de Estado (Todorov en Jelin-2002), en el sentido de que el pasado se resignifica en función del presente, la anécdota narrativa que constituye el punto de partida de una obra o una performance se universaliza a partir de procedimientos poéticos, metonímicos y metafóricos, y entonces “el recuerdo se convierte en un ejemplo que permite aprendizajes” (Jelin-2002). Las memorias performativas inscriptas en las obras teatrales permiten de esta forma una elaboración de los acontecimientos traumáticos, en la medida en que implican “poner una distancia entre el pasado y el presente, de modo que se pueda recordar que algo ocurrió, pero al mismo tiempo reconocer la vida presente y los proyectos futuros” (Jelin-2002: 69). Las obras que abordan la dictadura, verdaderos “hitos” o marcas que tornan visibles las memorias de diversos actores sociales, hacen su aporte a la permanencia de las memorias del terrorismo de Estado en nuestro país, las cuales dependen de las “aperturas de nuevos proyectos y nuevos espacios” (Jelin-2002), por lo que participan de una lucha simbólica y cultural que continúa desarrollándose en la actualidad.

 

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