número 15 | septiembre 2017
Entrevistas
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Entrevista a Rafael Spregelburd

Federico Aguilar (UNA) y Martín Seijo (UNA/UBA)

 

Spregelburd: “La función del teatro público es proponer grandes temas y no achicar el pensamiento”

Rafael Spregelburd no necesita de presentaciones. Podemos mencionar, sin embargo, que esta entrevista encuentra a este prolífico actor, autor, director y traductor, probablemente en el cénit de su carrera. A nivel internacional, sus obras, a veces dirigidas por él mismo, son montadas en diferentes salas del mundo por grupos de renombre. En Buenos Aires, meses atrás, estuvo presentando La Terquedad, última obra de su aclamada Heptalogía de Hieronymus Bosch, serie inspirada en La Rueda de los Pecados Capitales de El Bosco. Y si bien la excusa del encuentro era conversar sobre la gran temporada que tuvo ese espectáculo en el Teatro Nacional Cervantes, Spregelburd despliega generosamente su saber para reflexionar también de política, filosofía, historia, medios de comunicación, redes sociales, ética, realidad, ficción.

 

En el texto que escribiste para el programa de mano, afirmás que el debate sobre La Terquedad era merecedor de un espacio público central como el Teatro Cervantes. Concluida la temporada, ¿de qué forma se hizo operativo este debate y qué reflexiones surgieron del mismo? 

Cada vez que hacemos teatro contemporáneo tratamos de definirle una función. La suposición de que el teatro está allí para generar debate es un apósito relativamente nuevo. Así como en cada época las definiciones de para qué sirve el arte son redefinidas de acuerdo a un conjunto de otros factores, en el caso del teatro, es explícito. En momentos de crisis, el teatro se vuelve más propagandístico. En momentos de apoyo a la cultura de sectores oligárquicos, el teatro suele volverse curiosamente de experimentación. Yo, por mi relación previa con el teatro público en Argentina, que era básicamente casi ninguna, no tenía una experiencia clara para medir todo aquello que se decía de mis obras porque siempre había trabajado en escala pequeña. Y a su vez no significa ni más ni menos. Una cosa es más popular y llega a más gente, y otra es menos popular. Pero sobre este principio de la popularidad que tienen los lugares centrales, hay gente que piensa y decide una política cultural. Alejandro Tantanian hace mucho tiempo que sentía que La Terquedad debía ser hecha en un espacio de gran visibilidad. Yo tenía mis dudas. Esta obra se estrenó en teatros públicos del mundo y aquí el proyecto lo presenté varias veces al Sarmiento, al San Martín, y ni siquiera levantaron el teléfono para decirme que no les interesaba. Lo cierto es que por las dimensiones de la obra tampoco se podía hacer en un teatro independiente como a mí me hubiera gustado porque la escenografía impediría el funcionamiento normal de la sala durante el resto de la semana. Si la obra dura tres horas y veinte con intervalo, entonces no se pueden hacer dos funciones por noche, con lo cual la sala no llegaría a pagar ni el gasto de luz. Por no hablar de los actores que no cobrarían su sueldo. Quiere decir que la espera de diez años para estrenar la obra tuvo sus motivos muy concretos. En esa espera, naturalmente, la expectativa mía fue aumentando. No quería ver la obra en menores condiciones de aquellas que había tenido en otros lugares del mundo porque me hubiera entristecido más que alegrarme estrenarla empequeñecida y reducida en todos sus posibles alcances. Y por otro lado me parece que se juntó este deseo mío de estrenar en grande con la necesidad de Tantanian de zarpar con el Cervantes con una nave insignia. A él le parecía que tenía que ser una obra importante. Fue el primero que se puso la camiseta ante todo tipo de problemas que fueron apareciendo, de construcción, de sostenimiento, de tiempos, de sindicatos. Una obra tan larga hace que los empleados del teatro se vayan antes de que termine, lo cual es un delirio. Así que si hubo algún problema, Tantanian se encargó de que no me enterase porque realmente el objetivo era que pudiera trabajar con una enorme libertad. Quiero señalar que esta nueva dirección del Cervantes apunta también a la utilización del Teatro con un fin bastante social en varios aspectos. Uno es el mantenimiento del precio de las entradas a niveles accesibles. Una obra de estas dimensiones en un teatro privado para poder financiarse se tendría que haber cobrado 900 pesos, mientras que en el Cervantes costaba 120. Esto garantizaba que los estudiantes pudieran acceder a la obra incluso a precios más baratos que el teatro independiente. Por otra parte, además de la programación, están las conferencias performáticas sobre la Argentina sojera, la pérdida del ferrocarril o los transgénicos, estos temas con los que el teatro parece no tener una relación directa aparente. El hecho de presentarlos ahí, en el lugar donde uno está acostumbrado a ver ficción, el hecho de semificcionalizar estos problemas naturalmente que es un paso adelante hacia la discusión de soluciones realmente útiles.

 

¿Cuál considerás que fue el aporte social de La Terquedad?

Aquello que se dice a gritos en la obra, que tiene que ver con este mundo que ya conocemos y en el que vivimos, el Capitalismo que se manifiesta en crisis permanente como una forma de disfrazar sus mecanismos más perversos, no es algo inusual en el teatro. Quizá lo que sí sea más novedoso es que una obra farragosa, difícil, con juegos sobre la lingüística, con preguntas acerca del lenguaje, del futuro, utilizando aparentemente una obra vetusta que habla del pasado, de la prolongación de la vida, una obra difícil y larga que podría pensarse que el público iba a darle la espalda, se convirtió en un festejo. Que en el teatro ocurriera en estas dimensiones era algo para festejar. Lo digo a sabiendas de que la obra puede estar muy lejos de cumplir con el ideal. Dada su complejidad, siempre habrá quien no la soporte. Pero el porcentaje de adhesión fue masivo. No me refiero solo a las críticas que fueron muy buenas sino sobre todo al hecho de que la gente se acercaba a agradecer el espectáculo. La función del teatro público es proponer grandes temas y no achicar el pensamiento. En un momento de empobrecimiento con los teatros públicos cerrados o semicerrados, me parece que el público reconoció que había sido un intento por ir a contrapelo de la época.


Era llamativa la presencia de tantos jóvenes en las funciones.

Yo no sé si el público de esta obra o de mis obras es un público joven. Lo vengo escuchando de cuando yo también era joven y ahora no lo soy. Me parece que en realidad el público ve lo que se da. Lo bueno es que exista esta opción. Si un docente cree que esto es algo digno de ser visto por las nuevas generaciones, a mí me gusta, me siento definitivamente mucho más cómodo sabiendo que tengo un público joven que un público más viejo que ya está acostumbrado a gustar o no gustar de ciertas cosas y que no se va a dejar sorprender fácilmente. Los públicos más grandes están allí para satisfacer otro tipo de inercias y no necesariamente para sentir que todavía puede cambiarse todo. Pero esta es la verdadera pregunta, ¿qué está viendo el público joven? Lo que los teatros decidan por política que se les pueda ofrecer como opción. Sería muy antipático y fuera de lugar que yo señalara lo que no hay que hacer, pero es lo que la mayoría de los teatros están haciendo: ejercer una función didáctica y decidir que los clásicos si no se hacen en los teatros públicos no se van a hacer nunca. La pregunta es: ¿por qué no se estarían haciendo estas obras en el teatro independiente argentino? ¿Por qué el 90% del teatro independiente argentino decide montar el teatro de los contemporáneos, es decir, de autores y directores vivos? Esta es una diferencia fundamental de nuestro teatro con el resto del mundo y nadie ha dado todavía con una explicación totalizadora. ¿Por qué estos alumnos que van a estudiar dirección en una Universidad apenas han visto teatro y ya quieren dirigirlo? Es extraño y al mismo tiempo es natural. Si yo voy a estudiar Ingeniería Química, voy y espero que me enseñen Química de cero, voy con lo que aprendí del secundario, no se supone que tengo que saberlo todo. En cambio, en las escuelas de formación artística, se supone que un alumno cuando entra al lugar ya sabe por qué lo ha elegido. La institución no puede ofrecerle todas las vías de conocimiento primario de aquello que quiere estudiar. Lo digo yo que fui rechazado y me dijeron que vuelva cuando fuera más grande. Creo que algo de razón tenían, pero es raro que en cuatro años te den un título de director cuando apenas tenés 17 y no leíste ni los clásicos ni los contemporáneos. Entonces, ¿qué están viendo? Es más responsabilidad del entorno que del deseo particular de esa generación. Los periodistas también se han regenerado. En diarios más o menos tradicionales ahora hay críticos que tienen 20 o 30 años menos que los que estaban hasta hace tres años. En parte porque no les deben pagar, entonces los viejos se van y viene gente joven con entusiasmo que no va a cobrar ni un peso. Recuerdo particularmente una periodista que me djio: "Voy a llevar a mis hijos y sospecho que no van a poder soportar sin mirar el celular durante tres horas y veinte". Después me escribió que sí la habían visto y que no habían prendido el celular. Seguramente harán eso de la misma manera que lo hacemos nosotros cuando la obra no te interesa, cuando no apela para nada a tus sentidos, no hay ningún secreto en eso. La Terquedad es tramposa porque tiene un aspecto vetusto. A mí lo primero que me molestaba de que fuera en el Cervantes es que el teatro es de la época en que transcurre la obra. Por eso el primer gesto que hacemos es una especie de mapping medio inesperado, sin mucho desarrollo posterior si se quiere, pero en donde yo necesitaba decirle al público: "Esperen que primero vamos a tajear este telón, vamos a cortar esta escenografía tan corpulenta y luego van a entender por qué". Todas estas decisiones si yo me hubiera topado con un teatro público alemán, que son neutros, divinos, de paredes grises, donde todo lo que pongas es lo único que hay para ver, no hay telones rojos ni acomodadores vestidos de smoking que te llevan a tu puesto, probablemente hubieran sido distintas. Algo del realismo costumbrista en el vestuario o la escenografía, tenía que ver precisamente con jugar con las convenciones preconocidas de ese teatro público para luego tomar un desvío.

 

¿Qué repercusiones tuvo la obra en otros países?

La gente no salió a colectivizar la tierra ni a cooperativizar sus fuentes de trabajo luego de haber visto la obra. Yo sabía que eso probablemente no pasaría. Es un contexto político tan miserable. Ya ni siquiera hay un producto político basado en la oposición de ideas sino que éstas son más o menos siempre las mismas con el fin de sostener este muerto que es el neoliberalismo, el capitalismo trasnacional. Y hay muy pocas posibilidades de manifestarse en contra. La obra no es un partido político y no llama a ninguna acción concreta. Pero, mientras tanto, uno dice: “Yo dejé en claro que no estuve de acuerdo”. Me parece que hay algo de eso, una especie de reconocimiento del otro como sobreviviente a una hecatombe de la cual no quisimos participar. Muy alejados del realismo socialista y de la idea brechtiana de que el teatro puede cambiar la realidad, sí hay formas, redes sociales mediante y demás, en las que ciertos temas se pueden instalar en unas generaciones o en otras. Puede circular algún tipo de idea más protegida del embate del nefasto sentido común que manejan estos tipos. El sentido común está en manos del enemigo, de la publicidad que presenta a la realidad como la única posible. Simplemente sobrevivir a esa realidad, y de vez en cuando, si uno tiene además la posibilidad de decir con toda claridad tres o cuatro cosas, por ejemplo ésta: “Ojo que el fascismo nunca dice 'yo soy el mal', viene disfrazado de humanismo”, a mí me parece digno de orientar mis elecciones estéticas. Más allá de que la elección estética está regida por el capricho y el azar. Las imágenes no las puedo buscar en mis ideas. Las imágenes vienen de otra parte del universo. Pero a la hora de empezar a pensar cuál es la función del teatro, si me toca administrar el dinero público porque tengo que montar esta obra en un espacio como el Cervantes, no me da lo mismo.

 

¿Todo esto que decís tiene que ver con la existencia de una ética de la ficción?

Tiene que ver con el problema de la no ficción en el teatro últimamente. Es algo que algunos defendemos a capa y espada: el regreso a la ficción. El teatro no debió irse nunca de la ficción. Parecería que a veces tiene más valor un teatro testimonial si ponemos en escena a las personas reales que han atravesado un drama porque es una forma de realismo más depurado. El hecho de crear una ficción y adjudicarle identidades y demás, obliga al creador a tomar una cantidad de responsabilidades que no son tan distintas de las responsabilidades que toma este teatro posdramático. Ambos podrían coexistir pacíficamente porque en el fondo dicen exactamente lo mismo. Ficción o no ficción, lo importante es que detrás de eso hay personas obligadas a contar la historia. Y contar la historia implica tomar decisiones. Es atravesar tu época haciéndote responsable. Qué se condena en una pieza es, en principio, una decisión aparentemente caprichosa, pero aquello que obliga al público a posicionarse frente a lo que vio, es parte de esa responsabilidad que ocurre casi exclusivamente en la ficción. Porque si ocurriera en el mundo real, en la conversación televisiva y en el debate, el medio ya ha aprendido qué hacer con eso: fagocitarlo muy rápidamente y buscar otro debate en los próximos cinco minutos. En cambio, dentro de la ficción, el ejercicio del pensamiento es no solo deseable sino necesario porque no ocurre con las mismas características lúdicas que en el campo de eso supuestamente llamado realidad. Admitida esa diferencia, era lógico que la obra fracasara en sus objetivos subversivos o revolucionarios.

 

La Terquedad se estrenó en Alemania en 2007. ¿Cómo fue ese proceso en particular?

A mí ya me sorprendía bastante que la comisión de lo que tenía que hacer fuera temática. No estamos muy acostumbrados en Argentina a este tipo de convocatorias. En realidad, si un teatro quiere montar una obra tuya, te llama y te pregunta con qué estás trabajando. A veces es directamente el autor, como este año el Complejo Teatral eligió a Roberto Arlt y todas las obras tienen que ver con él porque a alguien se le ocurrió que esta era una gran idea. Digo, sin parodiarlo, Arlt no necesita ni de nosotros ni de los gestores públicos. Ya es bastante grandioso y sobrevivirá a cualquier política, lo cual no puede decirse de los autores contemporáneos que ven privado su acceso al teatro público cuando alguien tiene estas ideas brillantes. Volviendo a Alemania, la entidad que comisiona esta pieza me propone un tema que es insoluble. El eslogan era “Inventar la vida”. Y la pregunta concreta fue: “¿Por qué hay tantos adelantos tecnológicos para alargar la vida de las personas y tan pocos adelantos tecnológicos para el alma?”. Es decir, ¿por qué hay tan poco progreso en la ética y tanto en la ciencia? ¿El pensamiento científico nos ha llevado a una especie de callejón sin salida? No le hacían estas preguntas a filósofos o políticos, que a lo mejor pueden meter mano en el asunto, sino a artistas. Por lo tanto, yo calqué las preguntas sobre mi obra sin responderlas. La idea de un policía valenciano que, en plena guerra, desatendiendo sus funciones policiales, solo está preocupado por la creación de un proyecto humanista que garantice que las futuras generaciones se entiendan, una lengua universal donde habría en su construcción cierto humanismo, se da de narices con el hecho de que además el tipo es un fascista. Todos lo son en la obra. Hay distintos grados de fascismo, pero todos lo son. Lo cual es sumamente tramposo porque hace que la identificación sea confusa. El público puede identificarse con el héroe pese a no compartir sus ideas. Algo inusual y necesario en el teatro. Yo para ver Ricardo III quiero que él mate más gente. Un tipo de identificación rara, una identificación poética no ideológica, pero es lo que te permite seguir mirando y que la historia avance. En Alemania, lo que pasaba cuando les presenté el proyecto es que tenían muy poca información fáctica sobre la Guerra Civil Española. Nosotros, por ser herederos directos del conflicto, tenemos historias familiares que tienen que ver con ese hecho. No es casual que sea un juez argentino el que esté pidiendo la apertura de las fosas comunes del franquismo. Fue un tema que tanto en Chile como en Argentina o México tiene una permanencia que en Alemania no. No es que Alemania no tiene relación con este tema. La tiene y de una manera tan brutal y directa que todos los matices están cancelados. A los alemanes solo se les ha enseñado que la participación alemana en la Guerra Civil Española fue vergonzosa, saben de Guernica y no mucho más. De hecho, cuando yo escribí la obra, el dramaturgista me preguntó por qué no ubicarla en Guernica en vez de Turís. Y yo decía que la imagen de Picasso se iba a comer absolutamente todo. Y él se encogía de hombros y me decía: “Es lo único que conocemos de esto”. A partir de allí, una serie de ridiculeces. Hay toda una escena florida, escrita en un mal verso castizo, que por supuesto en la traducción alemana no tenía ningún sentido porque los clásicos alemanes no tuvieron esa floritura. Entonces, para que sonara vetusto y divertido, se tenía que recurrir a un verso más parecido al de Goethe que al del Siglo de Oro español. ¿Cómo se solucionan estos malentendidos? No se solucionan. La obra es otra en Alemania. Lo que pasó con el montaje alemán fue que el director al que le tocó dirigir esta pieza estaba muy interesado en el fenómeno de la comedia del arte. En Alemania, por motivos históricos, no hubo comedia del arte. Fue un fenómeno italiano. Por otra parte, muy mal estudiado aquí. La comedia del arte fue realmente una organización anárquica de artistas que no tenía director ni autor. Eran dueños de su propia producción textual. Se distribuían los roles que eran más o menos fijos simplemente para poder ir de pueblo en pueblo renovando el repertorio. Pero la repartija de sus ganancias era bastante parecida a la colectivización de las herramientas de trabajo. Lo que nosotros aprendemos son los tipos fijos de la comedia del arte. Pero habría que pensar por qué era tan esquemática. Era para permitir lo otro, el desarrollo anárquico en la generación del trabajo. Luego vino la tiranía del director en Italia, que fue aquello con lo cual redujeron la posibilidad de estas compañías de ejercer su profesión con libertad. Se sindicalizaron, obtuvieron otro tipo de formato y aparece la idea del director, coincidente con los regímenes fascistas. El mismo destino de Alemania que es el país donde más se ejerce el teatro de dirección, una manera de trabajar donde el actor se prepara para obedecer los requisitos de un teatro que es dirigido por alguien. De la misma manera que en Inglaterra un actor se prepara para interpretar los designios del autor de las nuevas generaciones o del nuevo teatro. El teatro inglés está opuesto en ese sentido al alemán porque el nuevo autor tiene casi todos los derechos y facultades para crear un teatro y el director lo monta tal cual está escrito, mientras que en Alemania lo destroza. Si el director no hace su destrozo, no cobra su sueldo.

 

Y en el teatro argentino, ¿quién detenta el poder?

Aquí el poder lo tienen los actores. Son los actores quienes deciden qué material van a hacer y si no les gusta no lo hacen. Más allá de que después decidan confiar en un autor o depositen su fe en él para que escriba lo que pasa en los ensayos. O busquen un director porque solos no pueden organizarse. El poder poético sigue estando en la actuación como elemento motor del teatro. Esto viene de una tradición que se remonta al circo criollo en la cual el intérprete tiene un poder que es lo que hace posible el teatro. No ha habido instituciones que desde el director o desde el autor bajaran línea a los actores por aquello que debían representar o no. Es una pregunta histórica que además se explica por varios otros fenómenos. El asunto de que aquí no hubo guerras mundiales implicó que nuestra breve historia teatral no tuvo interrupciones como sí la europea, que fue interrumpida muchas veces a los golpes y avanzando a destiempo en cada país.

 

¿Cómo resultó finalmente La Terquedad en versión comedia del arte?

En principio, a mí me parecía un error abominable. Yo decía: “No, la obra lo que necesita es un realismo con el cual te puedas identificar”. Pero hablar de realismo en Alemania, inventores del kitsch. De identificación en Alemania, inventores del efecto de distanciamiento… Hubiera quedado como un ignorante que les señalaba un camino que ellos no iban a tomar. Me respetaron mucho, me agradecieron, me pagaron los vuelos y me mandaron de regreso a casa. Curiosamente la obra era muy distinta de lo que yo hubiera concebido sobre ella, pero era conmovedor ver que funcionaba igual y que el texto atravesaba esa maraña de malentendidos. Las mujeres aparecían tocando castañuelas y estaban vestidas de manolas porque esta es la idea que Alemania tiene de España. Era folklórico. Un reduccionismo a formas fijas parecido a la comedia del arte. No así a cómo se repartían el dinero los actores. Estaban perfectamente contratados por un teatro público y cuando se terminó su contrato nadie siguió haciendo la obra por su cuenta. Cuando la vi estrenada no tomé conciencia de las dimensiones de aquello que había producido. Esa primera versión, era para cinco actores. Luego de haber visto la puesta de Marcial Di Fonzo, en Francia, en la cual él hizo la obra con ocho actores, entendí que algunos personajes podían coexistir en tiempo y espacio. Y es lo que hice con el recurso giratorio del Cervantes. Todo el acto tres dentro del uno. O todo el acto uno dentro del tres, porque son los actos que están divididos apenas por una ventana.

 

¿Tuviste resistencia de parte de los actores a ese pedido: actuar en un segundo plano?

No, pero es de una dificultad técnica enorme. Porque las escenas, en mi caso particular, las tengo que hacer tres veces, y las tres son distintas. En el segundo acto es apenas marcando algunos gestos. En el primero y en el tercero, depende de qué lado del vidrio estés, se hacen a full o por la mitad. Pero hay que encontrar la forma de llegar a los pies de entradas y salidas transitando una cantidad de gestos y ademanes visibles a través de las ventanas que fuimos muy cuidadosos y perfeccionistas de hacer para que se creara una ilusión. Cuando el público lo ve, puede tener la sensación de que lo que esta distorsionado de un acto a otro es adrede, pero que la escena está ocurriendo de vuelta. Y esto es lo que torna muy conmovedora la experiencia. La idea de que el tiempo puede ir hacia atrás. Yo creo que esto le gana por lejos a cualquier tema que la obra pueda tocar en su discurso. El tema no es el fascismo, ni la guerra civil española, el tema es el tiempo.

 

Nos interesa la génesis de tu Heptalogía de Hieronymus Bosch. En especial, ¿qué pasó en ese primer contacto con “La Rueda de los Pecados Capitales”, obra de El Bosco?

Con ese cuadro de El Bosco, mi contacto fue totalmente fortuito y no necesariamente se parece a aquello que termino siendo. En principio habría que aclarar que la pintura es en sí misma fascinante y es difícil que no te pase algo cuando te encontrás con esa obra en un museo en donde estás viendo cuadros de reyes aburridísimos, y de pronto decís: “¿Qué pasó acá? ¿Cómo es posible que esto conviva con todo lo otro?”. La crisis de la Edad Media quedó plasmada en la pintura de El Bosco. Es una crisis que a mí siempre me ha interesado mucho porque se parece a la crisis de la Modernidad. Esto fue lo primero que yo sentí cuando vi la pintura. A este tipo le paso algo parecido a lo que describe Luis Felipe Noé en la estética respecto del orden cerrado y el orden abierto. Noé explica muy claramente ya en los años '60 que, en determinadas épocas de la historia del arte, el orden es cerrado. Entonces los artistas saben qué es lo que tienen que hacer para producir lo bello. En cambio, en los órdenes abiertos, no hay acuerdo de ningún tipo porque ha ocurrido algún tipo de crisis global muy grande. En el caso de la Edad Media, la llegada de los españoles a América y la Reforma Protestante. Es decir, todo el mundo medieval, durante muchos siglos, se mantuvo en pie a partir de una mentira: la idea de Dios. Cuando se descubren hombres que no creen en Dios y que no son animales, todo esto se viene abajo. La Iglesia además se separa del poder político. Todo esto genera que los pintores que hasta hace cinco minutos venían reproduciendo una idea de belleza, de pronto empiezan a meter monstruos que salen de adentro de las frutas. El Bosco es una antena de una época. A mí me pareció que era muy ilustrativa su falta de orden, la organización del espacio. Sobre todo cuando uno lo compara con los cuadros que están al lado. Y que nosotros, artistas contemporáneos, tenemos la obligación de reparar en esos gestos y entender que al compararnos con la Modernidad, con sus postulados, por ejemplo que la libertad es el derecho más inalienable del hombre (libertad que es la misma que ejerce Estados Unidos cuando decide invadir un país para regular el precio del petróleo), entonces, todo este orden moderno que se nos ha caído en la cabeza y que no termina de generar un nuevo orden es lo que se llama un orden abierto. Todos los órdenes abiertos en la historia se han vuelto a cerrar y en un momento artistas, sociólogos, poetas y escritores vuelven a decidir juntos que es lo que tienen que hacer. Nuestro orden abierto lleva así muchos años y entonces amenaza con no cerrarse nunca, esa es la única novedad. Todas estas impresiones, intuiciones, que yo tuve al ver el cuadro se ve que coincidían con algo que yo ya conocía. No es que supe de la caída del orden moderno mirando el cuadro de El Bosco. Lo que pasó fue que lo vi y dije esto es muy teatral, sin saber exactamente por qué. El hecho de tener que rodear el cuadro para poder verlo, por ejemplo. Esta era una costumbre de la época. Mi idea era que para ir a ver las obras había que ir siete días diferentes. Yo pensaba que cada obra se iba a montar un día de la semana, esto en la escritura de las dos primeras obras que fueron inmediatas y simultáneas, La Inapetencia y La Extravagancia, en 1996. La siguiente obra, que es La Modestia, fue construida con los mismos postulados: uso desmedido de figura y fondo, utilización de los signos de manera tramposa, un teatro anti-semiótico, lleno de falsas pistas.

 

¿Elementos satíricos como en El Bosco?

Yo creo que va más allá de la sátira. Es verdad que él satiriza el poder político de la Iglesia cuando, por ejemplo, pone unas monjas contando monedas al pie del carro de oro. Todo lo que era amarillo en la Edad Media era oro. Esto lo sabía todo el mundo que iba a ver el cuadro. Nosotros no lo sabemos ahora. Entonces vemos el cuadro y vemos algo muy raro. Las personas que pelean sobre un mundo hecho de paja. Esto es lo que yo llamo “la pérdida del diccionario”. Lo que para un espectador es clarísimo, para otro que no lo conoce simplemente es algo extraño. No es que no significa nada, empieza a tener un montón de sentido precisamente porque su significado primero se ha hundido. Entonces, dije: “Vamos a escribir piezas como si su significado primero estuviera hundido”. Fascismo, bien, todos sabemos de qué se trata. Pero dos fascistas discuten en la primera escena y uno es menos fascista que el otro, ¿cómo es posible? Hundir el significado de aquello que veo como si fueran triángulos, círculos y cuadrados, y de pronto, empezar a encontrar formas particulares.

 

La Terquedad es también una manera de dar matices e historicidad a un fenómeno complejo como el fascismo. El comisario valenciano que interpretás, con su búsqueda de un lenguaje universal, tiene puntos de contacto con personalidades del arte como Filippo Tommaso Marinetti, fascista confeso, que encabezó el primer movimiento vanguardista.

Eso es complicado. ¿Qué estuvo primero? ¿El fascismo como idea o el futurismo como ejemplo? Es una pregunta bestial. ¿El futurismo de Marinetti en las artes visuales tiene incidencias sobre la vida y la muerte de las personas o es en realidad la excusa con la cual luego se ampara…? Yo lo he pensado muchas veces cuando veo la arquitectura fascista. La pérdida de escala de lo humano. Es difícil, si no sos un experto, notar la diferencia entre esa arquitectura y la griega, por ejemplo. Entonces, ¿podríamos hablar de fascismo en la arquitectura griega? El fascismo fue un movimiento que vino mucho tiempo después. Es difícil ¿no? ¿Fascismo en la democracia griega? Por lo pronto, había esclavismo y no se habla de eso cuando se habla de la democracia griega. Todas son construcciones temporarias para explicar un conjunto de factores que naturalmente son muy complejos.

 

¿Cómo siguió la Heptalogía a partir de La Modestia?

Empecé a darme cuenta que, con los mismos materiales ideológicos de construcción y de entretenimiento de las dos piezas anteriores, empezaba a construir obras de una duración y complejidad que me alejaban de la idea de montar las siete obras juntas. La Heptalogía iba a ser una respuesta enojada a mi imposibilidad de conseguir una sala en donde reponer una obra que tenía en ese momento, Raspando la cruz, que la había hecho en el Rojas. Cuando nos expulsaron de ahí porque necesitaban la sala para un festival, yo dije: “Esta obra vino funcionando bien, a sala llena, tiene que seguir”. Eran cuarenta espectadores por función, ahora lo miro con ternura. Pero en ese momento estaba convencido, era un éxito y la ofrecí en otros teatros. Pero todos preferían una obra nueva mía no conocida antes que una que ya estaba probada y montada. A nadie le interesaba lo hecho, todos querían ver lo venidero. Y ahí me enloquecí y dije: “Los proyectos posibles no interesan a nadie en este país. Solo son posibles los proyectos imposibles”. Entonces, decidí concebir un proyecto imposible: siete obras sobre los pecados capitales. Una para cada día de la semana. Los teatros se me ofrecían como racimos de uvas. Yo no tenía las siete obras salvo las dos primeras que eran cortas y con poca producción, y La Modestia que tuvimos la suerte de generarla en el teatro San Martín. Ahí se formó también El Patrón Vázquez con algunos alumnos del estudio de Ricardo Bartis. Y a partir de ahí, la historia es conocida. La Estupidez levantó la apuesta. Ya eran tres horas y veinte de duración. Mucho más complicada y casi sin recursos porque se hizo en un teatro independiente. Luego vino La Paranoia, que la tuve que estrenar en México porque acá no conseguí financiación para hacerla.

 

Hablaste de materiales similares en la construcción de las obras de la Heptalogía. Pero, ¿qué procedimientos te permitieron darle singularidad a cada una de ellas?

La clave de esa pregunta está en qué uso le damos a la palabra “procedimiento”. Ante la falta de otras cosas que organizaron mejor a las generaciones previas como organicidad, verdad, responsabilidad histórica, nuestra generación ha impuesto con bastante felicidad la idea de procedimientos. Un artista es distinto de otro porque utiliza distintos procedimientos. Nos ha tranquilizado esta explicación. Una obra es distinta de otra porque pese a que la escribe la misma persona, cuya cabeza no ha cambiado tanto de una obra a la otra, va a aplicar otro procedimiento. Yo hablo de procedimiento ahora como regla de juego. En La Terquedad, por ejemplo, la regla de juego es muy clara: las cosas se van a ver tres veces y en esa distorsión nunca pasa lo esperable. Cuando creía haber entendido algo, todo cambia de manera brutal: “¡Ah, la hija no está muerta!”. Lo que era un fantasma está perfectamente vivo. Está hecho con un doble filo ingenioso. Aquí es evidente que hay un procedimiento, una regla de juego en lo aparente. Luego está lo que uno llama los procedimientos de “por qué escribo”. Las reglas de la oposición entre sentido y significado conforman mi técnica. Las reglas del caos ya no me pueden abandonar nunca más. No hay ninguna posibilidad de que vuelva a escribir una obra lineal. No me sale, no creo en ella, me aburro. Creo en una organicidad biológica que se parece más a lo que formulan los físicos en la falsamente llamada teoría del caos, mejor llamada ciencia de la totalidad. Sin embargo, sé que esto es pasajero. Ha pasado en distintas épocas que el teatro ha asumido o creído en determinadas técnicas, determinadas formas de plasmar lo real o de construir lo ficcional, que es lo opuesto y lo mismo. Y no me fascino mucho con la idea de que esto sea por siempre. En cada obra nueva que hago, para no aburrirme me digo a mí mismo que el procedimiento va a ser totalmente distinto. Pero el procedimiento que es radicalmente distinto, es un procedimiento muy aparente y a simple vista. Los procedimientos fundamentales, que son los que yo llamaría mi técnica, no los puedo modificar adrede. No puedo imaginar de manera diferente de la que imagino, mi capricho se ordena de una forma. Sí puedo ser más riguroso precisamente con el capricho, dejarlo sangrar mucho antes de tratar de orientarlo. Decir: “No sé por qué esta imagen me seduce y no sé lo que significa, pero la voy a sostener en el tiempo porque me parece que debo llevarla a escena”. Casi siempre cuando tengo esas grandes intuiciones, es que me siento compelido a escribir una obra nueva. Cuando no tengo esas imágenes no hay procedimiento que me salve, no hay ninguna idea previa de funcionamiento matemático aplicable a ninguna obra que me ordene. Tengo que encontrarme con las imágenes que no sé qué significan para sentir que puedo escribir la obra. Insisto, estamos hablando de procedimientos porque pertenecemos a una generación que ha creído ciegamente en que la novedad iba a venir por el lado de los procedimientos. Una generación que siente que si no hay novedad no empezás a existir, no aparecés, nadie se va a fijar en vos. Esto también es nuevo. En otras épocas no se producía por novedad, se producía por parecido con aquello que ya estaba bien.

 

Algo similar sucede con el imperativo de “ser joven”. Como bien señaló Eric Hobsbawm, la juventud es una palabra que, por diversos factores, se instaló en un período determinado de la historia. Se trata de un concepto histórico que se ha naturalizado como así también su valoración positiva.

Sí, es curioso, porque ahora esas cosas están muy reversibles. Uno piensa que los jóvenes más bien están ocupando el papel de estúpidos en la sociedad. Se los trata como estúpidos. Se los animaliza a través del uso de tecnologías. A mí me impresiona mucho el fenómeno youtuber, por ejemplo. Un fenómeno que naturalmente ya no entenderé, porque mi generación es otra. Es parecido a la producción de ficción pero lo que hay que hacer es depurarlo de cualquier ideología, de cualquier idea que esté buena. Solo si es una estupidez accede a millones de vistas. Va dirigido a unos chicos de una edad muy particular y específica, pasada esa edad ya miran a los youtubers con asco, ¿no? Pero hay un momento pre adolecente en el que la idea de poder convertirse en youtuber es lo que parece que fascina a esa generación. Es como la plasmación en carne viva del fenómeno revolucionario imaginado por John Cage para la música. Todos podemos hacer música. Todos podemos construir ficción y echarla a rodar. No tendrás los recursos ni el interés para montar una obra en un teatro y lograr que la gente venga a verte, pero sí en una cosa que se hace un click cuando uno no tiene absolutamente nada que hacer porque tu escuela te ofrece un montón de tiempo en el que no tenés qué hacer. Cuando uno empieza a vincularse con el trabajo o con el estudio de lo que ha elegido, ese lugar desaparece y entonces la producción de ese tipo de ficción ya no te interesa más. ¿Cómo puedo apelar a ese público que está interesado en eso? Nada, no puedo hacer absolutamente nada. No nos vamos a entender, no nos vamos a cruzar, solo falta esperar a que madure. Parezco un viejo choto diciendo esto pero realmente en mi época la juventud no era eso. Mi juventud era paracultural, era inquieta en ese sentido, ahora no hay forma de que el youtubismo ocurra de manera paracultural porque ya está en el living y, por lo tanto, se ha convertido en algo totalmente inocuo. Conviven los videos de Zizek con los videos de… Las generaciones que vienen no van a ver televisión, la televisión murió. Si desaparece naturalmente esto va a generar una juventud diferente con un ejercicio distinto de la libertad de elección de lo que quiere ver. Van a creer que eligen, pero lo harán dentro de lo que está filmado y subido. Que tampoco es todo, pero es mucho más que los cinco canales que yo tenía cuando era chico y que moldearon todo mi imaginario respecto de lo que se puede esperar o no de la televisión.

 

A la escala de la Heptalogía o de Bizarra, ¿qué otros proyectos tenés a futuro?

Proyectos de grandes dimensiones está El Fin de Europa, que es una obra surgida en condiciones muy parecidas a las de Bizarra, que fue una respuesta a la crisis del 2001, con actores que no cobrábamos dinero, público que no tenía para pagar la entrada y, aun así, generó una especie de lugar de encuentro de desazón, pero de dimensiones desorbitadas. Fueron diez capítulos. Se sufre mucho en esos procedimientos. Y esos padecimientos solo son razonables si tu época te acompaña. Esto es, decidimos sufrir porque no teníamos otra alternativa. El país se desvencijaba. Éramos unos idiotas bailando sobre las cenizas de una cosa que se había venido abajo. Eso era coherente, generaba sentido, le otorgaba una dimensión razonable. De hecho, para mi sorpresa, Bizarra se ha estrenado bastante en otros países. Sobre todo en Italia. Se hace en países que llegan a crisis terminales. Cada vez que algún país atraviesa una crisis me llega un mail pidiéndome los derechos. Se ha hecho en Suiza, un disparate, ¿en Suiza? Un país de bancos. “Sí, sí, conocemos perfectamente lo que es la ruina y la bicicleta financiera”, me respondieron los suizos. Para mí, eso era un gesto poético en esa cultura. Para nosotros, Bizarra era un gesto vital.

 

Hace un tiempo ya, en el Rojas, diste una charla en la que contabas la reacción de los europeos a tu relato sobre lo que pasó acá en 2001. No podían comprender la existencia de cuasimonedas como el Patacón o el Lecop.

Eso fue en una conferencia performática que di en Viena. Nuestra crisis la estudiaron mucho y hasta enviaron corresponsales de guerra para ver cómo era vivir sin dinero. Querían saber qué tenían que hacer en caso de una situación así. Argentina era el experimento neoliberal que salió mal. Yo les explicaba a los austríacos que la riqueza, el dinero, son representaciones. Los argentinos sabemos que el respaldo de ese dinero no está en los bancos. Hay un desfasaje entre el dinero que circula y el valor de los bienes reales que hay sobre la tierra que es astronómico. Entonces en Argentina, asumido ese desfasaje, fuimos a la representación de la representación, es decir, la fotocopia del patacón valía lo mismo que el patacón que valía lo mismo que el peso. Es decir, nada. Y a la vez esa nada permitía operaciones básicas como tomarse un taxi para ver teatro.  Realmente ahora nos hemos olvidado, pero era desesperante. Hubo gente que naturalmente lo perdió todo, pero al mismo tiempo era estimulante. La sensación de que algo grande tenía que pasar porque esto no podía ser real. Y nada, las cosas se fueron acomodando, el Capitalismo siempre encuentra cómo redefinir sus crisis y seguir haciendo lo que hace. Es decir, impidiendo que la tierra sea de quien la trabaja.

 

Nos estabas contando sobre El Fin de Europa.

Sí, fue similar a Bizarra porque fue escrita para alumnos de un taller que dicté en Udine, Italia. Participaron actores belgas, portugueses, franceses e italianos. Los actores europeos no están acostumbrados a que se los valore como fuentes poéticas de inspiración. “¿Qué sabés hacer? Bueno, yo voy a escribir sobre eso que a vos te sale bien y vamos a construir una obra”. Para ellos esto es revolucionario. Entonces para mí fue muy importante acompañar lo que aquí es una regla de uso general, con actores muy buenos, pero que nadie les ha dicho lo bueno que son. Estudiantes con los mejores promedios de escuelas que están esperando que los contraten para hacer obras que un actor con más trayectoria hará mejor que ellos. Para este proyecto, los reuní en torno a un tema: el fin de Europa. La palabra fin en sus dos acepciones. El fin del arte puede ser donde el arte se acaba, o bien la finalidad del arte. ¿Cuál es la finalidad de Europa? ¿Cuál es el fin de Europa? Esto se va a estrenar en francés ahora en octubre. Es una obra de grandes dimensiones, muy difícil de hacer acá. Porque tiene sentido hacerlo con actores europeos. Lo que ellos hacen carne cuando vos los escuchas en su lengua, sus lenguas, hablando de sus problemas es… Nosotros solo podríamos parodiarlo. 

 

¿Tiene algo de teatro documental?

Nos hemos basado en historias de la Europa reciente. Historias bizarras que hablen de este fin. Una de ellas es la restauración catastrófica de Ecce Homo, que hizo Cecilia Giménez en Borja, Zaragoza. Esta viejita que trató de preservar, sin ningún espíritu revolucionario ni subversivo, algo que en su iglesia se estaba borrando y terminó generando un gestó único en la historia del arte. Es la primera vez que alguien pinta arriba de un original y reclama derechos de autor sobre la reproducción de tazas y remeras. Para mí el acontecimiento es extraordinario y va mucho más allá de la obra de youtube. Y así hay varias historias como una alocución del presidente de la confederación Suiza en el Día de la Salud, que es absolutamente desopilante y se ha hecho viral en Europa.

 

¿Algún otro proyecto grande?

Sí, se llama Philip Seymour Hoffman, por ejemplo y se acaba de montar en Bruselas. Es mi próximo proyecto grande en Argentina. Cuando digo grande digo de esos que son difíciles de meter en un teatro independiente. Esperaré un par de años a ver cómo lo puedo financiar. Es cara, es larga, requiere de una producción de escenografía medio cinematográfica. En Bruselas no la dirigí. Es un trabajo de la Transquinquennal, una compañía anarco que no tiene director. Trabajan con distintos autores a quienes les comisionan materiales para ellos. Me escucharon muchísimo y fue una gran colaboración, pero no soy el director. Nadie lo es, ahí andan ellos haciéndola. En francés. Tenían el subsidio para la construcción de una obra, pero tenía que girar alrededor de la imagen de Philip Seymour Hoffman, que podía o no aparecer en la pieza como personaje. La anécdota inicial es que Hoffman, ícono entre los actores independientes, volcado a la industria hollywoodense, muere de manera misteriosa teniendo un contrato con una saga para Los Juegos del Hambre. Entonces, la pregunta es: ¿hay que revivirlo digitalmente para poder terminar la saga? ¿Cuánto cuesta el seguro de vida de los actores de una saga en Hollywood? Esta es un poco la anécdota. Y al mismo tiempo, quién es quién en este juego de la representación. Ellos querían crear una reflexión en torno a la figura del “actor” y tomamos a Philip Seymour Hoffman como una posible indagación sobre aquello que pasa cuando se actúa, cuando se miente para decir la verdad. Todo lo de su muerte y el contrato está atravesado por versiones incompatibles. Escribir la obra fue complicado porque a su vez teníamos que lidiar con posibles querellas. En principio, los abogados dicen que no hay nada objetable siempre y cuando no se utilice la vida privada del actor. Y ahí empieza la pregunta, ¿qué es íntimo o privado cuando una figura pública muere de manera tan visible en todos lados a la vez? Fue una obra muy difícil de escribir, que ahora quiero mucho y tengo ganas de hacer acá.