IUNA
 
 
número 11 | Mayo 2014
dossier 1. Teatro y Artes Queer
01. 02. 03. 04. 05.      

Cinco propuestas sobre la homofobia

David William Foster (Arizona State University)

La virilidad del hombre está en su muerte.
(Vivente Aleixandre, Poemas de consumación [1968])

¡Oh-decía-, lo que carga el peso de la honra y cómo no hay metal que se le iguale! ¡A cuánto está obligado el desventurado que Della hubiera usar! ¡Qué mirado y medido ha de andar! ¡Qué cuidadoso y sobresaltado! ¡Por cuán altas y delgadas maromas ha de correr! ¡Por cuántos peligros ha de navegar! ¡En qué trabajos se quiere meter y en qué espinosas zarzas enfrascarse! (Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache [1599, 1604])

1-

Una de las enormes ironías de nuestra vida social es que, con toda la visibilidad y legalización de aspectos de la vida lesbigay, la homofobia ha aumentado en muchas dimensiones. La homofobia se puede definir como el miedo irracional y frecuentemente violento hacia los homosexuales, un miedo esgrimido tanto por ciertos heterosexuales como por homosexuales en estado de pánico por las consecuencias de su ubicación vital frente a aquellos. Antes la homofobia tenía menos sujetos sociales de los que ocuparse, debido al efecto closet impuesto por la impunidad del ejercicio de la homofobia.

El efecto de la homofobia, y el miedo a caer en manos de la violencia impune de la homofobia, mantenía en el closet a la gran mayoría de los que se consideraban homosexuales o contemplaban la posibilidad de serlo y de ser percibidos como tal. La definición de lo que era un homosexual era relativamente magra-cierta conducta corporal, incluyendo el habla y el lenguaje; cierta manera de ser en el mundo; cierta transparencia en cuanto al deseo homoerótico y al afán de haberlo practicado. Se estimaba que la supresión de los signos de la homosexualidad era suficiente para deshacerse del inconveniente sociomoral de la misma.

El auge del psicoanálisis sirvió para aumentar, enriquecer y profundizar los signos, que tuvo como propósito demostrarle a uno que, a pesar de toda su autoconciencia heterosexual, su conducta como macho de barrio y su prolijo cumplimiento de los mandatos del patriarcado heteronormativo, era un homosexual y hacía falta que el psicoanalista (profesional u ocasional) se lo demostrara para que se asumiera plenamente y para emprender el proyecto terapéutico de eliminarlo. Si la homofobia se ocupaba principalmente de los hombres en una sociedad sexista, de más está decir, que lo que se está formulando aquí, con las debidas rectificaciones impuestas por la historia diferencial de la mujer, se aplicaba por igual a ella. [1]

Como responsabilidad de la "gente fina" y de compromiso "liberal y tolerante", la violencia abierta solía circunscribirse a ciertos sectores sociales, a veces los de los agentes de orden de dicha gente fina, que lamentaba la brutalidad de los otros pero que hacía poco para cambiarla, instando a sus amigos homosexuales a ejercer la debida discreción-es decir, de siempre tener firmemente blindado su closet.

En algún momento, comenzó a haber más visibilidad y legalidad para los homosexuales (no hay trayectoria unidireccional, sino retroalimentación sinergética de una y otra). Los actos homofóbicos, y hasta la simple expresión verbal casual de ella, comenzó a desprestigiarse y deslegalizarse como norma social global (y siempre entendiendo que es una cuestión de los esquemas vigentes en determinados locales). Sin embargo, la homofobia no desaparece, sino que va asumiendo distintas formas: como el sexismo y el racismo, la mona se viste de otras telas.

2-

El primer problema para la que podríamos llamar la urgencia homofóbica-sea en términos de los viejos códigos escuetos, sea en términos de un radio más amplio de signos-es quién cuenta como "homosexual" o, actualizándonos, "gay" y demás. En la época colonial de América Latina era muy directo identificar al "sodomita". Eso era porque se tenía evidencia (o se la inventaba, si fuera preciso) de ciertos actos según el agente vigilante que impunemente cazaba y castigaba a los pecadores: cometido el acto, aplicado el castigo.

En épocas posteriores, amén de la evidencia ocular o la que se extraía mediante la investigación, se practicaba el proceso de la cadena metonímica: un arete significaba un afán afeminado, el cual significaba un deseo indebido (heteronormativamente hablando), el cual significaba cierta manera de ser en el mundo, la cual significaba cierta condición sexualmente inapropiada, la cual significaba la práctica de ciertos actos aberrantes que se sintetizan bajo el rubro de la "sodomía", gracias a lo cual se podía remitir al trato ya preconizado para el sodomita.

Hoy en día, si ha habido una multiplicación de los sujetos y una paralela multiplicación de los signos en juego, aunque algunas dimensiones de la homofobia se hayan batido en retirada (como, por ejemplo, ponerle el INRI públicamente y someterlo al escarnio del caso), se ha dado pie a muchas otras. Uno puede citar como botón aquí el hecho de insistir en esgrimir una serie de categorías, entre fosilizadas y congeladas, que ya no sirven para el abanico de identidades, comportamientos y autodefiniciones en juego: es lo que sucede cuando alguien lo llama a uno (aunque con todo el respeto del mundo) "gay", cuando uno, precisamente, está comprometido con la superación de las categorías identitarias y todas las particiones del agua que ellas implican. Uno puede decir "soy puto y me quiero". Pero otro puede decir "Soy, punto, y me quiero". El primero reconoce el proceso de la identidad; el segundo la repudia del mismo.

3-

Es indudable que la deconstrucción de las identidades nos proporciona un radio de sexualidades que van mucho más allá de lo que se reconoce tradicionalmente, hasta el punto de que lo biológicamente masculino y lo biológicamente femenino, tal como este binario queda inscripto en nuestros idiomas milenarios, ya pasa a quedar casi totalmente desnaturalizado. Si hemos solido decir que el género de "el libro" y de "la mesa" se construye sobre la base de una diferencia de género gramatical arbitrario, la teoría queer nos convida a contemplar hasta qué punto rige lo mismo en cuanto al binarismo en el que descansa la diferencia gramatical entre "la mujer" y "el hombre". Si uno llega a adherir a la clasificación propuesta por algunos investigadores antropológicos sobre el tema, de que tenemos que hablar de cinco géneros, dónde deja eso a las ahora desnutridas categorías lingüísticas del castellano?

Sin embargo, no hace falta que la homofobia subscriba semejante percepción conceptual. De hecho, el desajuste entre el conocimiento "callejero" de la sexualidad y las propuestas de la teoría queer-ni el uno ni el otro privilegiadamente fundamentado en un "conocimiento directo"-abre una caja de Pandora donde el homófobo puede muy bien no saber por donde comenzar, pues hay tantos títeres que dejar sin cabeza.

Sería un buen momento aquí tomar nota de que sólo recién la Real Academia Española de la Lengua, en su impostergable afán de dar brillo al idioma, reconoce la existencia de la homofobia, por lo menos en lo que a tener una entrada en el Diccionario de la RAE respecta. No es imperdonable pensar que los esquemas de la sexualidad han cambiado tanto que, más que nada, urge reconocer la existencia de la homofobia y de quien la practica, con su debida adjetivación, "homofóbico". No se hacían trizas a menos homosexuales cuando el núcleo semántico presumiblemente no existía en la lengua, sino que ahora se hace con todos los derechos del idioma de Cervantes.

4-

Si el reconocimiento de la diversidad sexual y de la teoría queer en la que se sustenta, la que se propone analizarla y la que nos da horizontes de conocimiento con todo su despliegue filosófico, está en el orden del día de la sociedad posmoderna, ello da pie, casi como cumpliendo con un férreo rigor de reacción social, al repudio. Se trata de un repudio conceptual: la teoría queer (que tiene muchas maneras de acomodarse léxicamente y en forma se supone más elegante a la lengua castellana: "teoría torcida", "teoría rara", "teoría rosa"-aunque "queer" ahora se va instalando en España y América Latina). Si la teoría es un campo conceptual para analizar ciertos fenómenos, va sin decir que se entiende que también está comprometida con defenderla y hasta promoverla en un gesto de fervoroso activismo social. Las cosas eran muy otras cuando la sociología hablaba de "sexualidades perversas" y se acepta hablar de la homosexualidad como se hablaba de la drogadicción o del alcoholismo. Pero no se llame nadie a engaño: la teoría queer se tensa primordialmente sobre la premisa de que su campo de estudio es tan natural como la teología cristiana presupone la existencia de Dios.

Para la homofobia que podríamos llamar "tolerante", ya no es un pecado ser homosexual, sino que lo es manifestarlo. Como quien dice, "el amor que antes no se atrevía a decir su nombre, no puede ahora callar la boca". El proceso se ve como desbocado: primero la visibilidad, luego el hablar de "esas cosas", para en última instancia promover la teoría queer para problematizar todas las categorías, normas y privilegios del patriarcado heteronormativo. Dónde vamos a ir a parar, si ser heterosexual termina siendo una opción erótica tan válida como cualquier otra.

5-

La homofobia sigue siendo brutal en una forma manifiestamente violenta y fatal. No es sólo en el mundo estimado menos civilizado que el de uno donde se interpela, tortura y liquida a homosexuales y a los acusados de serlo en un proceso de identificación al que no se le pide ni coherencia ni pruebas y frente al que no hay ninguna posibilidad de defensa ni apelación. Y eso que sea lo mismo un emprendimiento oficialmente perseguido como una campaña estrictamente personal. Como en todos los crímenes de violencia, tenemos mejores estadísticas que antes, pero también hay más casos, por muchas de las razones hasta aquí aducidas. Si antes religiones y sectas denunciaban los actos individuales, ahora persiguen a grupos demográficos enteros. Valga un ejemplo significativo: el detenimiento, tortura y proceso a todos los clientes de un bar gay en El Cairo hace unos diez años: el simple hecho de ser cliente del bar, como otra versión de la cadena metonímica referida arriba, daba a entender que uno era homosexual y, por ende, pura escoria. Uno podría pensar que este tipo de incidente es un caso aislado del proceso de acusación por asociación. Sin embargo, la muerte reciente de la cantante argentina de música popular, Mercedes Sosa, me trajo a la memoria lo que sucedió en uno de sus conciertos en 1979, en La Plata (capital de la provincia de Buenos Aires). En dicho año, la dictadura militar-concebida como una Guerra Sucia contra la subversión-alcanzaba el máximo de su violencia. Durante el concierto la policía irrumpió para arrestar a Sosa y a sus músicos, acusados de subversión. Junto con ellos fueron arrestados los 200 espectadores que constituían el total de la audiencia: el mero hecho de estar en un concierto dado por Mercedes Sosa fue evidencia suficiente de presunta culpabilidad de subversión de los participantes. Este ejemplo no es extraño a nuestro discurso, dado que la dictadura argentina dilató la categoría de subversión política con la inclusión de la homosexualidad en la misma.

En lo que al mundo académico se atañe, las cosas se manejan con guantes limpios, por mucho que encubran puños de plomo. Se puede llegar a admitir la existencia de un programa para los estudios de la mujer; mejor si es un departamento con autonomía administrativa. Se puede ofrecer cursos sobre la mujer, como se puede ofrecer cursos sobre los afroamericanos y afrolatinoamericanos y sobre los chicanos, los judíos, lo mismo que se puede ofrecer cursos sobre lo gay o lo queer. Pero, mantengamos los cursos en sus compartimentos aislados; enfatizamos aquí "aislados".

Las cosas comienzan a complicarse cuando uno habla de sustentar todo el curriculo en el feminismo, de estudiar a mujeres y a hombres desde los parámetros del feminismo (o de los feminismos, como ahora habría que decir). Como también es muy otra cosa cuando uno propone estudiar toda la cultura latinoamericana desde las perspectivas de las teorías de raza (y/o etnia). Y si ser mujer o ser judío no fuera lo suficiente como para descalificar a uno como sujeto social con pleno ejercicio de derechos y privilegios socioculturales, proponer que el currículo se subyazca por la teoría queer, para indagar en cómo el heterosexismo patriarcal, obligatorio y privilegiado proporciona, inevitablemente, una distorsión de nuestro entendimiento de los procesos culturales, es colocarse definitivamente en la vereda de enfrente. Si no se trata de una manera capciosa de entender la cultura, es mínimamente un acto de traspasar las fronteras que debe ser repudiado enérgicamente.

Un estudiante-seamos tolerantes y digamos que inocentón, si no ingenuo-le preguntó a uno de los estudiantes que trabajaba conmigo en el doctorado: "Hay que ser gay para trabajar con Foster?" ¿Hace falta decir más sobre el tema?

Me gustaría pasar ahora a un ejemplo sobre lo que deberíamos denominar la práctica de la crítica queer. Me han solicitado, recientemente, el epílogo para una recopilación de ensayos en el que se entrecruzan estudios sobre la producción cultural latinoamericana y los derechos humanos. Los ensayos de este volumen, en ciertos momentos importantes de la teorización y del análisis, vuelven al tema de las construcciones universales y de las complejas cuestiones de las actuales realidades históricas. Al mismo tiempo, es muy evidente, reseñando estos ensayos, que las cuestiones tratadas no son la consecuencia de la simple aplicación para las realidades históricas latinoamericanas de principios formulados en otros lugares y que se adaptarían fácilmente para el análisis de todo tipo de situaciones sociales y culturales. Ya no se trata de una superestructura lingüística añadida como un suplemento potencialmente útil a la lengua española. Los tipos de abordaje, propuestos inicialmente por Hernán Vidal en sus acertados estudios suponen la creación de un universo semántico desde dentro del lenguaje y desde el interior de las bases históricas de su existencia como sistema lingüístico. Una de las más importantes implicaciones de este enfoque es poner en evidencia que no se puede examinar un discurso nacional según su conformidad o inconformidad respecto a un inventario predeterminado de temas legales. Se trataría, por el contrario, de un proceso de análisis del discurso nacional en términos de lo que expresa y de la complejidad de lo expresado. Se pueden encontrar varias referencias a los modelos de exclusión: quiénes y cuáles formulaciones sociales están ausentes, elididas, suprimidas, eliminadas en el proceso de creación de los universos semánticos, de los horizontes de significado y de los intercambios ideológicos.

Me gustaría ilustrar lo expresado haciendo referencia a uno de los aspectos significativos en el ámbito de los derechos humanos, el tema-en el ámbito de la más amplia categoría de género-de la sexualidad. Me referiré tanto al supuesto sexismo de la lengua española como a las distorsiones acuñadas por el así llamado movimiento gay en sus encarnaciones latinoamericanas.

Yo no me estoy refiriendo a la idea consolidada de que el español, como la mayoría de las lenguas del mundo, posee el femenino en su calidad de categoría marcada (esto es, no predeterminada) de género, sea en razón de la presunta clasificación biológica natural o de la, en esencia, arbitraria clasificación gramatical. Esto es, masculino siempre prevalece sobre femenino, siendo el primero el género común inclusivo. Los sustantivos, por tanto, son gramaticalmente masculinos a menos que ellos sean, con excepciones estadísticas, femeninos; con sustantivos nuevos siempre masculinos, a no ser que ellos deriven de sustantivos femeninos ya existentes. Estos detalles están tan arraigados que son, incluso, parte esencial del saber popular sobre la lengua española.

Más bien, por el sexismo de la lengua española, me refiero al modo en que la marca del género es prácticamente una categoría inevitable del lenguaje y, aún más importante, la manera en que la categorización de género es inevitablemente masculina o femenina. Esto se verifica hasta tal punto que uno podría asumir fácilmente (así como los hablantes de la lengua lo deben hacer de manera inconsciente) que hay sólo dos géneros universales, el masculino o el femenino. Una alegría comprensible se manifiesta cuando la atención de uno se dirige hacia el hecho de que otras lenguas pueden tener más de dos géneros gramaticales y de que hay un género gramatical neutro que incluye algunos nombres cuyos referentes del mundo real son, digamos, biológicamente femeninos (p.ej. Das Weib en alemán). Este particular sirve para realzar la percepción de que el género natural podría ser problemático, si se lo considera como disyuntiva rígida binaria entre masculino y femenino. Actualmente, existe una amplia bibliografía sobre la cuestión del inglés queer. Se trata, entre otras cosas, de una vertiente en la indagación lingüística del lenguaje que intenta comprender las consecuencias del binario masculino/fememino en el universo real de significado al que la lengua inglesa refiere, incluyendo aquellos tentativos provenientes del universo afectivo y poético que lo cuestionan y lo superan. En estos tiempos, estamos acostumbrados a la maleabilidad genérica del discurso transexual en el que el supuesto varón "habla en femenino" y viceversa para la supuesta mujer.

Con la excepción del empleo de la arroba por el ciberlenguaje para evitar el uso sexista (ej., "Querid@s amig@s"), ha habido pocos avances en el intento de trascender el binarismo limitante de la lengua española con relación a la identidad sexual y, prácticamente ninguno, respecto a cuestiones como la del contínuum genérico propuesto, en 1995, por la Cuarta Conferencia Mundial de Mujeres en Beijing. Asimismo, para comprender que no se trata únicamente de una cuestión vinculada con una agenda internacional feminista o queer, basta adentrarse en el complejo fenómeno del continuum genérico en las culturas nativas americanas, desde la North Shore de Alaska hasta el estrecho de Magallanes, una de cuyas dimensiones está representada por el muy tratado concepto de bardaje (berdache). En efecto, parte del choque histórico durante la colonización entre las culturas luso-hispánicas y las culturas nativas americanas involucró el malentendido fundamental de los colonizadores del contínuum genérico de los nativos. La conducta de éstos era catalogada bajo el genérico término de "sodomía", motivo que determinaba su persecución. O, si lo planteamos en otros términos, la presencia de un contínuum no-binario genérico entre los pueblos americanos nativos, proporcionó a los conquistadores otra razón más para conquistarlos. Por lo tanto, cuando se habla de "asegurar los derechos de las mujeres indígenas", es importante preguntarse de qué sujetos sociales, exactamente, estamos hablando. ¿Se estaría considerando, por ejemplo, a las muxes (muxe deriva de la pronunciación premoderna de la palabra española mujer) de las culturas zapotecas de Oaxaca, sujetos sociales que difícilmente pueden ser incluidos dentro del concepto occidental de gay travestido/travesti gay.

Uno de los efectos del neoliberalismo en la Argentina, en el momento en que buscaba recuperarse del desfase respecto a las manifestaciones de la modernidad anuladas durante la dictadura militar neofascista, fue reivindicar las cuestiones de identidad de género. De esta manera, temas vinculados con la sexualidad se convirtieron en una instancia inevitable de la democratización, desde el momento en que tanto el género como la sexualidad fueron elementos constitutivos de la agenda de persecución y exterminio de la ideología dominante del gobierno militar. Los judíos, las mujeres y los homosexuales fueron víctimas que recibieron una "atención especial" por parte del aparato opresivo y asesino. No se trataba de categorías disyuntivas para los torturadores sino, más bien, entrelazadas; del mismo modo que las teorías anti-semitas sobre la degeneración de los judíos se vinculaban con la feminización del cuerpo de los homosexuales. De este modo, el regreso a la democracia constitucional en la Argentina provocó un cierto vuelco de la atención hacia los temas de género, como sucedió con los derechos de la mujer, el derecho al divorcio, el reconocimiento de los derechos para las parejas del mismo sexo, con la exclusión de la legalización del aborto.

De naturaleza diferente, sin embargo, fue la repentina visibilidad de la sexualidad en, al menos, Buenos Aires y otras ciudades importantes y el imperativo de vivir abiertamente la vida sexual. Gran parte de esa visibilidad estuvo vinculada con los dictámenes neoliberales, dado que posibilitaron la compra de los signos de dicha dimensión de la vida democrática: vestimenta, clubes, desfiles, revistas y dispositivos de juego sexual-en definitiva, el estilo de vida de la liberación sexual. En el mundo gay fue particularmente evidente. Si las primeras etapas de la prosperidad en la Argentina habían hecho posible una visibilidad para la liberación sexual, como sucedió en los idílicos fines de los cincuenta y los años sesenta, el equivalente argentino de la escena gogó moderna, no significó mucho en lo que respecta al homoerotismo, permaneciendo más intransigentemente heterosexual (probablemente como consecuencia de la ideología sexual de la izquierda latinoamericana que aborrecía al homosexual) que sus modelos del Primer Mundo.

Los años 80, sin embargo, trajeron a la escena argentina-y, aunque con menos intensidad, en otros escenarios latinoamericanos-una verdadera erupción de lo homoerótico: en una palabra, de lo gay. Uno no puede más que aplaudir la emergencia de un nuevo panorama de la sexualidad, que dejaba atrás las diversas manifestaciones de la opresión del cuerpo, con sus consecuencias sociales, del período de la dictadura. Sin embargo, en la prisa por recuperar el estatus del toujours moderne, hubo una importación en bloque de una nueva superestructura lingüística, aquella de la sexualidad contemporánea y, en especial, aquella de la sexualidad gay. El español argentino actualmente acepta, en mayor medida, el término queer, tanto como sinónimo de gay como un término, más global, que indica la deconstrucción de la impuesta heteronormatividad. Pero la acomodación del vocabulario gay al contexto global del español argentino no ha sido fácil, más aún si lo situamos en el ámbito más general de los diccionarios y manuales sobre el buen uso de la lengua de otras naciones en las que el español es predominante. Las incongruencias, los malentendidos y el desdén potenciales no deberían considerarse únicamente la consecuencia de un rechazo moral de lo que, sin duda, aparecía como foráneo respecto a la incuestionable legitimidad de la matriz heterosexual. Más bien, se trató del efecto que produce cualquier tipo de anexión repentina de una superestructura lingüística: ¿se trató, realmente, de un fenómeno que se ajustó a la experiencia humana vivida?

Sin lugar a dudas, la Argentina había tenido siempre, como un componente inevitable de la sexualidad humana, manifestaciones de lo que a fines del siglo diecinueve se denominó homosexualidad. Asimismo, un inevitable componente del desarrollo de la modernidad en Buenos Aires (al menos), fue un registro de lo que se denominó el estilo de vida homosexual. Nosotros disponemos de varios relatos que atestiguan el fenómeno. Pero, nuevamente, la cultura gay representó algo más, empezando por su visibilidad y lo que muchos percibieron en términos de agresivas demandas de legitimación: se podía percibir una cierta actitud de veneración hacia la Nación Queer. En efecto, se podían escuchar lamentos expresando que la vida entre personas del mismo sexo era más interesante cuando estaba en el clóset, bajo la esfera de conocimiento de un estrecho grupo de personas. Más allá de una actitud romántica, no cabe duda de que aquello que había sido naturalizado en las sociedades argentinas (junto a otras del continente) como homosexualidad, con cierto vocabulario preciso y un sistema sublingüístico para los interesados (como el mencionado "hablar en femenino"), se encontraba muy distante de la sexualidad gay, cuya visibilidad convertía incluso a los no interesados en cómplices de ese discurso especializado. Esta situación se acentuó con el surgimiento de la idea de que el modo "real" de ser gay consistía en reconstruir en español y en su contexto social las escenas de New York, Londres o París. Esta mercantilización creó un nuevo eje: si ser homosexual significaba estar dispuesto a jugar el juego, ser gay significaba estar en grado de pagar, y a menudo pagar bastante, para jugar el juego. A medida que la mercantilización de la sexualidad gay proliferaba, aumentaba la exigencia de que la superestructura lingüística expresara tal proceso. Mientras que antes todos conocían el significado del término "maricón", la situación cambiaba al tratar de decodificar la expresión "Soy puto y me quiero". En este caso se produce un salto semántico, desde el momento en que estaban implicados ajustes en los campos semánticos que no todos estaban dispuestos a aceptar o estaban en grado de realizar (en particular, porque de manera implícita, implicaba rechazar la, por largo tiempo aceptada, suposición de que el término "puto" se refería únicamente a una prostitución masculina).

La desaparición de la burbuja neoliberal pudo haber acarreado consigo el fin de las formas más visibles de la mercantilización de las llamadas sexualidades alternativas, pero permaneció como residuo lingüístico que está comenzando recién ahora a incorporarse en el lenguaje, como lo demuestra el término "queer" mencionado anteriormente. Esto significa que, como en el caso de los derechos humanos, estamos empezando a percibir un espacio específico para los estudios queer latinoamericanos. A saber, lo que se entiende por queer-esto es, lo que está involucrado de manera específica en las realidades históricas de una sociedad-se construye sobre la base de la experiencia humana vivida de la cultura implicada y no, simplemente, sondeando las leyes y códigos de una sociedad para ver si están en sincronía con un estándar internacional particular. Este tipo de investigación ha avanzado quizá, en mayor medida, en el caso de las culturas del Caribe y de los estudios fronterizos méxico-norteamericanos. Sin embargo, queda mucho por hacer respecto al resto de las sociedades latinoamericanas.

En este sentido, se puede observar que lo que se denomina en los Estados Unidos como matrimonio gay, consagrado por la iglesia y por la sociedad, no es una práctica legal o pública que se observe en la mayoría de los países latinoamericanos. El casamiento es en América Latina, antes que todo y principalmente, una cuestión de uniones civiles; asimismo sancionado, en diversas ocasiones, por una doctrina religiosa. Tales uniones civiles no están en conflicto con los denominados matrimonios tradicionales según la perspectiva de la religio-céntrica sociedad norteamericana, en donde las iglesias han asumido la función del registro civil. Al mismo tiempo, estas uniones civiles, que son primordiales, no pueden construirse en función de los rituales de confirmación social de los vínculos sentimentales y sexuales, porque las uniones civiles constituyen la norma universal de la institución del casamiento. En pocas palabras, los dominios semánticos están conjugados de manera diferente. Esto no significa que las iglesias de América Latina no puedan montar una campaña efectiva contra las uniones civiles gay. Esto sólo significa que ellas deben hacerlo en base a prácticas jurídicas, respecto a las cuales no tengan ningún control reconocido o participación, como sucede en los Estados Unidos.

A pesar de que sólo de manera muy tangencial los ensayos del volumen de Vanderbilt se vinculan con los sistemas lingüísticos y con aquellas categorías de los derechos humanos relacionadas, de manera específica, con la sexualidad, entendemos que éstas son áreas que merecerán investigación, en la medida en que los estudios culturales latinoamericanos inviertan esfuerzos mayores frente al imperativo de reconocer la centralidad de los derechos humanos en los textos que investigamos y la centralidad de las humanidades para entender los derechos humanos. El lenguaje, a menudo, es considerado como la herramienta definitoria de la especie humana y los sistemas lingüísticos, repetidas veces, son propuestos como modelo para comprender la vinculación de la experiencia humana con el universo. El estudio del lenguaje, como he tratado de mostrar desde algunas de las perspectivas posibles en este estudio, se volverá central en la contribución que las humanidades ofrezcan para un análisis íntegro de los derechos humanos. No hacerlo, yo sostendría enérgicamente, es suscribir, precisamente, a la suerte de capciosa homofobia a la que aludí anteriormente, fundada en la presunción de que las cosas no son de esa manera y proceder como si lo demostrandum fuera, irreprochablemente, lo demostratum por el discurso social.



[1] Se pudiera achacarme de sexismo al hablar insistentemente de los hombres y de no enfocarme en lo sucesivo de las mujeres. Pero es precisamente porque tengo un pleno reconocimiento de la historia diferencial de la mujer. No resuelve nada escribir sobre temas como la homofobia o insinuando que hombres y mujeres tienen la misma experiencia histórica, ni se puede desarrollar el tema en columnas paralelas. Simple y llanamente, se trata de escribir historias diferenciales. Uno escribe desde la inscripción histórica que más le corresponde, que en mi caso es la del hombre.

 
 
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