Juan Carlos Romero. Swift en Swift, 1970
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Edgardo Antonio Vigo. Poema matemático censurado, 1974
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número 4 | julio 2009
dossier
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Dispositivos tácticos. Notas para pensar los conceptualismos en Argentina en los 60/70
Fernando Davis (UNLP)
I
“Uno de los puntos cruciales que diferencian
fundamentalmente al arte conceptual latinoamericano del europeo y
estadounidense, es su contenido ideológico ... medios distintos y
articulaciones cambiantes recorriendo los más heterodoxos sistemas semióticos,
pero siempre con una intención precisa de ofrecer al espectador una imagen
directa y eficaz de su voluntad para denunciar las injusticias sociales de su
patria, y luchar contra las dificultades económico-políticas en las cuales se
debaten casi todos los países de América Latina”. A comienzos de la década del
70, el teórico italiano Gillo Dorfles se refería en estos términos a los
planteos conceptuales en América Latina, proponiendo de manera temprana una
lectura de estas prácticas en una dirección que tomaba distancia de los
desarrollos trazados por las poéticas de los países centrales (aunque
utilizando la categoría del centro), para diagramar su diferencia en la
condición “ideológica” o “política” que el crítico atribuía a este cuerpo de
producción. En mayo de 1972, siendo jurado de la Tercera Bienal Coltejer
(patrocinada por la empresa colombiana de textiles homónima), con sede en
Medellín, Dorfles había tomado contacto con las propuestas latinoamericanas. La
Bienal (cuya continuidad se vería interrumpida tras la edición de ese año) se
perfilaba entonces como uno de los escenarios en el que las prácticas
conceptuales de la región asistían a una visibilidad y un reconocimiento
incipientes.
Desde el Centro de Arte y Comunicación (CAYC) de
Buenos Aires, Jorge Glusberg preparó un voluminoso envío. Invitado por Leonel
Estrada, el director de la Bienal, a participar con una muestra de “arte de
sistemas”, Glusberg organizó no una, sino tres exposiciones. El conjunto del
CAYC no pasó desapercibido para Dorfles. En un artículo publicado en un
periódico de Milán y luego reproducido parcialmente en el catálogo de la
Bienal, el italiano destacó “la presencia de un nutrido grupo de artistas
conceptuales, de proveniencia prevalentemente argentina”, cuyas propuestas
constituyen “casi un documento de denuncia política”1. La mención de Juan Pablo Renzi
como parte de este grupo de “conceptuales”, no dejaba de ser paradójica: en
contraste con la lectura que proyectaba Dorfles, el rosarino exhibía en
Medellín su Panfleto No. 3 -presentado un año antes en el Museo de Arte
Moderno de Buenos Aires2-,
en el que impugnaba enfáticamente la “nueva moda” del arte conceptual y la asimilación
de los trabajos de los “ex-grupos de artistas revolucionarios de Rosario y
Buenos Aires” (cuyas acciones
radicalizadas habían desembocado en Tucumán Arde), a los parámetros
trazados por tal categoría3.
Desde la opción del panfleto como dispositivo de intervención, la operación de
Renzi debe interpretarse, más que como una elección contradictoria con el tipo
de valoración proyectada por la bienal, como una apuesta táctica que traza sus
estrategias de interpelación en la acción de volver explícita esta problemática
inscripción, con el propósito de desorganizar desde adentro la sanción
legitimadora dirigida desde el dispositivo institucional.
II
El
término “arte conceptual” (con todas las ambigüedades que comporta) hace
referencia a un conjunto complejo y disímil de prácticas que, surgidas en forma
coincidente hacia mediados de la década del ’60 en distintas partes del globo,
propusieron, a partir de un desplazamiento del tradicional objeto artístico a la
investigación de sus procesos de producción, circulación y consumo, la
sistemática puesta en cuestión del estatuto de la obra de arte, así como una
radical transformación de los lugares del artista y del público en la
experiencia estética, involucrando proyectos “no sólo diferentes sino incluso
antagónicos”4.
Los conceptualismos no designan un movimiento artístico de coordenadas
precisas, fácilmente reconocibles, sino un conjunto disperso y múltiple de
estrategias poéticas de contornos porosos y derivas indisciplinadas, cuya
potencia disruptiva no puede explicarse sólo desde una lógica intrínseca a la
esfera artística. En su apuesta radical por redefinir las formas de entender el
arte y sus relaciones con la sociedad, los conceptualismos constituyen un
programa límite en la exigencia de superar la escisión moderna entre arte y
vida, cuyo impacto, lejos de confinarse a los márgenes del pasado, extiende sus
perturbadores efectos al presente. Pensar el voltaje crítico de estas prácticas
supone preguntarnos, también, por su potencial disruptivo más allá de su
tiempo, en su capacidad de interpelar (incómodamente) el hoy.
En
los últimos años se asiste a una destacada revisión y puesta en discusión de
los relatos canónicos del conceptualismo, centrados en las prácticas
lingüísticas y tautológicas de los escenarios estadounidense y británico. Si el
arte conceptual englobó desde sus comienzos un conjunto “complejo de enfoques
opuestos”, una lectura crítica de estas prácticas debe evitar, como sostiene
Benjamin Buchloh, “la homogeneización estilística retrospectiva típica de los
análisis que se limitan a un grupo de individuos y a un conjunto de prácticas e
intervenciones históricas estrictamente definidas”5. Para Alexander Alberro, los
conceptualismos conforman “un campo de múltiples y opuestas prácticas, más que
un discurso y teoría artísticos unificados”6.
Aunque muchas veces tomados por un nuevo “itsmo” involucran “una pluralidad de
ideas y actitudes, de poéticas sin adscripciones formales definidas” que
inauguran “un peculiar nomadismo en los medios artísticos más variados y en los
dispositivos interdisciplinares”7.
Un
problema recurrente en el actual debate es deconstruir la integridad de un
relato cuya ordenación retrospectiva obtura el reconocimiento de otros
desarrollos del conceptualismo que, sin embargo, no encuentran una ubicación
clara en las categorías regladas desde las instituciones hegemónicas y los
recorridos unidimensionales de sus metanarrativas.
¿Qué
lugar ocupan las prácticas latinoamericanas en los mapas diagramados por estos
relatos alternativos? La legitimación de los conceptualismos en América Latina
forma parte de una operación retrospectiva que, de manera temprana, subsume las
múltiples y diferenciadas opciones críticas articuladas por estos planteos,
bajo la rúbrica unificadora del “conceptualismo ideológico”. Monolíticamente
contrapuestas, por efecto de esta práctica nominalista, a las formulaciones
“centrales” del conceptual, las poéticas de la “periferia” reprimen su operatividad
crítica en la abstracta nivelación que funda esta categoría, para inscribirse
(llamadas al orden) al interior de un relato otro que se configura como
mera “alteridad desobediente”. Voy a considerar más extensamente esta relación.
III
En mayo
de 1973 Horacio Zabala presenta en el CAYC sus Anteproyectos, objetos, dibujos
de cárceles en los que recurre a la codificación arquitectónica y mapas de
Argentina y Latinoamérica intervenidos o deformados con medios diversos. El
conjunto abre y tensiona fugas de sentido que desorganizan la lógica instrumental
de las sintaxis cartográfica y arquitectónica (en tanto orden que sistematiza y
mensura el territorio, que objetiva y recorta superficies y límites), para
remitir a las circulaciones del poder y a los efectos de la violencia[8]. Zabala integraba entonces el
Grupo de los Trece, un colectivo constituido a finales de 1971 en el marco de
las actividades impulsadas por el centro porteño.
En
la presentación de la exposición, Glusberg se refirió a “los antecedentes del
conceptualismo ideológico que desarrolla el Grupo de los Trece”, enumerados en una
apretada lista que incluía, sin ninguna precisión ampliatoria, las Experiencias
organizadas por el Instituto Torcuato Di Tella en 1967 y 1968, Tucumán Arde
y otras tantas propuestas de Jorge Carballa, Ricardo Carreira, Lea Lublin,
Eduardo Ruano y Pablo Suárez[9].
Glusberg trazaba, así, una línea de continuidad entre las prácticas
radicalizadas de la vanguardia de los 60 y la producción reciente del Grupo de
los Trece. En el condensado recorrido que proponía en el texto, el “conceptualismo
ideológico” encontraba, así, sus “antecedentes” inmediatos en los planteos
críticos de la avanzada sesentista. Pero la categoría de Glusberg (que
reeditaba la interpretación formulada un año antes por Dorfles y que en 1974
sería utilizada por el esteta español Simón Marchán Fiz[10]) no sólo pretendía validar las
obras conceptuales del Grupo de los Trece, sino que, de manera retrospectiva, buscaba
extender sus efectos a una serie de producciones que reconocía como
precursoras. En la construcción de este relato, lo que estaba en juego era, sin
lugar a dudas, el lugar del CAYC en el campo artístico argentino de los 70:
desde la referencia a las prácticas de la vanguardia sesentista, Glusberg
apostaba, implícitamente, a posicionar al centro porteño en “continuidad” con
el interrumpido proyecto de Jorge Romero Brest de la anterior década[11], en la celebrada gesta por
poner “el reloj artístico de Buenos Aires en horario internacional”[12]. En la pacífica articulación que
proponía entre dos escenas cuya conflictividad desbordaba la segura uniformidad
de la categoría “conceptualismo ideológico”, el sintético recorrido planteado
por Glusberg, reparaba en un corpus heterogéneo de obras, llamadas a
integrar el relato del arte conceptual argentino. Relato cuya sospechosa coherencia
se configuraba, desde la sanción proyectada por el director del CAYC, en una
dirección que obliteraba la compleja trama de tensiones y discontinuidades,
aceleraciones y retornos, contradicciones y quiebres que estas prácticas
encendieron y movilizaron a lo largo del período (y más allá de éste) en la
pugna por el sentido. La polémica entre la intervención crítica de Renzi en la Bienal
Coltejer y la lectura de Dorfles, da cuenta de la complejidad de un proceso
en el que se dirimen muchas veces discursos de signo contrario.
Pero
el relato glusbergiano no sólo pasaba por alto el hecho de que algunos de los
protagonistas del llamado “itinerario del 68” se habían resistido a la temprana
interpretación de sus trabajos en clave “conceptualista”, en lo que
interpretaron como una suerte de desactivación o neutralización de su apuesta
radicalizada por parte de las instituciones y de la crítica: operación que
devolvía al campo artístico un tipo de práctica cuyo espesor conflictual se
jugaba en la preocupación por desbordar los límites de la institución para
intervenir en las dinámicas de transformación social. En su singular y sesgado
recorte, el texto de Glusberg también silenciaba otras opciones críticas de la
vanguardia de los 60, contemporáneas en su despliegue a las prácticas
radicalizadas de la avanzada de Rosario y Buenos Aires, pero cuyos
protagonistas no formaban parte de estos grupos (como Carlos Ginzburg, Luis
Pazos, Juan Carlos Romero, Edgardo Vigo y Zabala). Por último, Glusberg desatendía
la apropiación desigual que los artistas del Grupo de los Trece hicieron
de la categoría “conceptualismo” en los primeros 70, cuando el término asistía
a una extendida circulación. En 1972, en el marco de una charla-debate sobre el
tema “El arte como conciencia en la Argentina”, presentada en el CAYC en ocasión
de la exposición Hacia un perfil del arte latinoamericano, Pazos y Romero
se refieren al conceptualismo como “un arte
fronterizo, nada definitivo aún”, susceptible, sin embargo, de utilizarse como
“instrumento o acción apropiados para invertir el proceso político cultural que
atañe a la realidad nacional”[13].
Así, lejos de
ceñirse a los márgenes de una operación intelectiva o proceso mental, la
propuesta conceptual es pensada como potencial plataforma de intervención desde
donde activar una toma de conciencia crítica respecto de las contingencias
sociales y políticas del propio contexto. El desinterés en el objeto y la
elección de recursos y materiales precarios, de fácil disponibilidad y
socialización, constituyen una respuesta política desde el arte a las urgencias
de un contexto cada vez más radicalizado. Por otro lado, la idea de Romero y Pazos del
conceptualismo como “arte fronterizo”, habla de un desplazamiento táctico de la
categoría que la desmarca del nítido registro de su enclave hegemónico y la
reutiliza en formas que la vuelven porosa en su pretendida integridad.
IV
Hablar
de un carácter “ideológico” como atributo de las prácticas de la periferia
supone, de manera implícita, su reconocimiento como otredad respecto de
una identidad asociada a los desarrollos del centro. Así, esta
asignación de sentido restringe la diferencia de las prácticas conceptuales en
América Latina a una condición preexistente.
En
los relatos canónicos del conceptualismo, “centro” y “periferia” constituyen
posiciones inconciliables, diametralmente opuestas en el orden binario de sus
enclaves respectivos y excluyentes: mientras el centro se (auto)representa como
el lugar de emergencia e irradiación del arte conceptual en sus formulaciones
“puras” y “analíticas”, la periferia aparece como su reverso tardío, como un
Otro cuyos desvíos de la norma contrarían la identidad mesurada del
conceptualismo estadounidense y británico, con los desórdenes de una diferencia
des-medida, “contaminada” por las contingencias sociopolíticas de la escena
latinoamericana. En su duro binarismo, este esquema reproduce una división del
trabajo en la que el Norte se autoasigna la capacidad intelectual de análisis y
abstracción, mientras que el Sur aparece vinculado a la espontaneidad de la
vivencia inmediata, a la inevitable transitoriedad de la experiencia. En la
falsa incompatibilidad de los términos que lo integran, el esquema
centro-periferia, cita Nelly Richard, “pone a Latinoamérica en el lugar del cuerpo,
mientras el Norte es el lugar que la piensa”[14].
Al mismo tiempo oblitera, en su ordenación naturalizada, el hecho de que la
emergencia y desarrollo de los conceptualismos en América Latina fueron
simultáneos (y en algunos casos los antecedieron, como argumenta Mari Carmen
Ramírez[15])
a los gestados en los países centrales, situación que, como ha observado Ana
Longoni, “obliga a repensar el vínculo entre centro-periferia partiendo de
parámetros muy diferentes a los de irradiación o difusión desde la metrópolis a
los márgenes de tendencias artísticas internacionales”[16].
Ahora
bien, “centro” y “periferia” no designan localizaciones estables y definitivas,
sino relaciones móviles, históricamente construidas. En tal sentido, las
prácticas conceptuales de uno y otro escenario no constituyen dominios cerrados
y mutuamente excluyentes –consideración que parece extenderse en la oposición
entre el conceptual “lingüístico-tautológico” y el “ideológico”- sino
posiciones en conflicto. En tal sentido, la “diferencia” latinoamericana, lejos
de ceñirse a los contornos de una alteridad preexistente (vaciada de su
contingencia, ajena a su “cualidad histórica”, al “recuerdo de su construcción”[17]), se configura
problemáticamente, en tanto “proceso múltiple y relacional de negociadas
y conflictivas reinscripciones de la tensión identidad-alteridad”[18], en cada nueva situación en la
que la obra discute y reelabora sus potenciales efectos de sentido.
V
Llegados
a este punto, ¿cómo pensar lo político en los conceptualismos latinoamericanos?
Desde la lectura que propongo, no se trata de entenderlo como una dimensión que
preexiste a la obra, mero contenido que ésta incorpora o comenta en respuesta a
una solicitación externa. Incluso cuando tal solicitación existió (en el
primeros 70, la creciente politización del campo cultural argentino desde la
anterior década, se tradujo en las exigencias –cada vez más intensas- por dar respuesta
desde el arte o fuera de él a las urgencias de la política) esta consideración
de lo político como una dimensión ajena a la obra (su tema o motivo) no permite
explicar la complejidad de sus relaciones. Así, no se trata de pensar el arte y
la política como ámbitos mutuamente excluyentes (sólo conciliables en tanto hay
un afuera-del-arte que lo exige o reclama), sino de interrogar lo
político en el arte en la trama múltiple de estrategias poéticas, artificios
retóricos y tácticas interlocutorias que la obra enciende y moviliza en la
interpelación de la escena en la que proyecta (y negocia) su sentido. Me
importa insistir en la idea de que, aún cuando podamos hablar una “dimensión
política”, reconocible en el nivel de sus contenidos o temas, tal opción no
puede pensarse, en la obra conceptual, fuera de su radicalización estética, de
su apuesta por problematizar sus propias condiciones de posibilidad.
Voy
a detenerme en una serie de ejemplos:
En 1970 Juan Carlos Romero expone en el Tercer Salón Swift de Grabado
(patrocinado por el frigorífico bonaerense homónimo), Swift en Swift, 16 metros de papel dispuesto sobre el suelo de la sala del
Museo de Arte Moderno (institución sede del salón), con fragmentos de textos
tomados de los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, referidos a la esclavitud
y a la guerra. La obra trama su densidad crítica en la doble operación de descontextualización
y reencuadre, de extracción y reubicación de un fragmento textual “apropiado”. Swift
en Swift propone una lectura de los textos demorada en la proximidad de los
caracteres, muy juntos entre sí, que acercaba a la obra a los desarrollos cinéticos
del grabado que Romero había realizado en el curso de los 60. En tal sentido, el texto apropiado
se presenta “oculto”. Su decodificación requiere, en términos de Romero, la
“penetración del espectador en la obra”, la modificación del “mensaje estético”
-en el que los textos son percibidos como “conductos lineales”-, en “mensaje
semántico”[19]. La propuesta de
Romero vulnera, así, las tradicionales condiciones de recepción
estética al forzar al espectador a adoptar una actitud participativa y en complicidad con el artista, reclamando
una interpretación susceptible de interpelar la obra más allá de su registro
visivo geométrico. La lectura se dinamiza, se contrae y distiende, se tensa
en la condensación visual de los signos gráficos, en la
aparente “neutralidad” de la geometría y en la observación atenta,
interrumpida, demorada, que “desoculta” el texto-imagen. Desde el guiño
autorreferencial, el título de la obra proporciona la clave para su
interpretación: Swift
en Swift es más que un juego
de palabras derivado de la ubicación de los textos de Viajes de Gulliver
en el Salón Swift de Grabado. Despegados de su horizonte de referencia
semántico original y recolocados en el marco de un certamen cuyo patrocinante
era entonces escenario de agudizados conflictos, los textos de Swift movilizan
intermitencias de sentido que reactivan su cita crítica a la luz de los ceses
masivos de trabajadores del frigorífico.
La denuncia había sido estratégicamente disimulada en los pliegues de
opacidad de la obra. Romero le hacía decir al autor inglés lo que él mismo (en
un contexto de dictadura) sólo podía enunciar elípticamente. Caracterizada por
el artista como “grabado situacional”[20],
Swift en Swift se presentaba, en tal sentido, como un dispositivo táctico
concebido en función de su ajuste a una situación. La intervención de Romero
aprovechaba la visibilidad que ofrecía su participación en el salón para
instalar una denuncia que, sin embargo, buscaba su proyección más allá de los
límites de la institución artística.
La revista experimental Hexágono ’71, que Edgardo Antonio Vigo
publica hasta 1975, diagrama otros modos críticos de intervención. En el marco
de creciente conflictividad y agudizada radicalización política que caracteriza
el curso de los primeros 70, H se propone como plataforma de intercambio y
circulación de ensayos, proyectos a realizar, arte correo, señalamientos,
proyectos de arte ecológico y consignas políticas, reunidos en páginas sueltas
y de tamaños diversos, en el interior de un sobre que les servía de continente
(un formato que subvertía la lógica secuencial del dispositivo “revista”, dispersando
toda posible estructura u orden preestablecidos). En sus trece números, H
articula un corpus heterogéneo de imágenes gráficas y recursos
alternativos, un “arte pobre”, en palabras de Vigo, de circulación descentrada
“por canales no-tradicionales alejados del organizado aparato de represión y
censura y lejos de la peligrosa direccionalidad impuesta por los Centros
estatales y privados”[21].
Un tipo de práctica cuya emergencia en el escenario latinoamericano, lejos de
responder (como en el caso europeo) a una opción estética, se configura como
respuesta (política) a la “carencia” característica de las “ralas economías” de
la región[22].
Es interesante señalar esta inversión que Vigo propone respecto de las
prácticas del povera europeo –conocidas entonces a través de los
trabajos del italiano Germano Celant, publicados a partir de 1969[23]- al apropiarse de la
categoría administrada desde el centro para desmarcarla de sus asignaciones de
sentido hegemónicas. En el uso táctico que Vigo hace de la categoría importada,
al confiscarla y reinscribirla en la trama conflictual de la escena
latinoamericana, las prácticas “pobres” se revisten de un espesor de sentido
que reactiva su operatividad disidente y desorganiza los seguros contornos de
su registro canónico.
El sello de goma es uno de los recursos más utilizados por Vigo desde
1973 en la intervención y marcado del frente de la publicación. En la
reiteración del sellado, Vigo incorpora al diseño de la revista un conjunto de
signos e inscripciones críticas, “enturbiando” la limpieza de las primeras
portadas con las marcas “en caliente” de las urgencias de la política. H de
(1974), por ejemplo, exhibe la única inscripción “TRELEW” –en una obvia
referencia a la masacre ocurrida dos años antes, en la que habían sido
asesinados dieciséis guerrilleros detenidos en un penal de Rawson, como
represalia a un intento de fuga-, mientras que el ejemplar df reproduce
la consigna “Libres o muertos jamás esclavos”. En el número dg, Vigo cierra
la revista con una faja de papel con la leyenda “AUTOCENSURADO” e incluye una
serie de perforaciones, como si se tratara de impactos de bala: la censura es
señalada en su puesta en ejercicio, en la acción de cancelar el acceso a la
publicación.
El
“arte correo” radicaliza la empresa crítica condensada en la apuesta de un
“arte pobre”. Para Vigo constituirá el medio privilegiado en la conformación de
nuevas redes de intercambio y comunicación, iniciadas durante los 60[24]. El arte correo es, por
definición, un arte de redes. En tanto práctica cuya movilidad desborda
las localizaciones y trayectos preestablecidos por las instituciones artísticas
oficiales, no puede pensarse, en sus proyecciones críticas, fuera de su circulación,
de la cartografía móvil y errática que diagrama tácticamente, conectando
escenarios y sujetos situados en puntos del globo distantes, nucleados en torno
a proyectos estéticos y políticos comunes, fuera de los tránsitos y posiciones
que diseñan la trama codificada de la institución arte. La potencia crítica de
la red de arte correo se inscribe en esta movilidad errante que articula la
constitución de nuevas comunidades creativas, en los sucesivos y simultáneos
corrimientos y reajustes que redefinen su estructura mudable, en el
desplazamiento de sus nudos e intersecciones variables.
VI
¿Cómo
abordar los conceptualismos de los 60 y 70 en su operatividad disidente, sin
reprimir o desactivar, en la potencial domesticación que funda todo relato, su
perturbador desorden, su apuesta irreverente en la pugna por el sentido? ¿Cómo
interpelar, desde el presente, el espesor disruptivo de estas prácticas, sin
aplanar la inquietante geografía de sus accidentes y pliegues, sin pacificar la
movilidad de sus márgenes? ¿Cómo inscribir estas prácticas revulsivas en la
trama de un nuevo relato susceptible de reponer su intensidad conflictual,
fuera de su cómoda cristalización (y potencial mitificación) como mera
“marginalidad disidente”? Se trata de abrir los relatos instituidos a los
contornos vacilantes de sus trayectos oblicuos y sus intersecciones variables,
a sus accidentes y porosidades, con el propósito de desarmarlos en la
explicitación de los mecanismos de poder que estas metanarraciones naturalizan
y encubren en la cuidada cartografía que diagraman. La vanguardia de los 60 y
70, sostiene Hal Foster, requiere del trazado de “nuevas genealogías […]
que compliquen su pasado y den apoyo a su futuro”[25].
Las
prácticas conceptuales no constituyen un episodio cerrado y definitivo dentro
del arte argentino y latinoamericano, sino abierto a la apuesta conflictual de
sucesivas relecturas e interpelaciones. Interesa entonces preguntarnos por los
modos en que este problemático legado extiende sus efectos más allá de su
escena de origen y nos embiste hoy con nuevas resonancias de sentido, para,
lejos de confinarlo a los contornos de un pasado ya sido, recuperarlo en su
posibilidad de revulsionar (todavía) el presente.
[1] Dorfles, Gillo. S/t, en: Tercera Bienal de Arte Coltejer, cat.
exp., Medellín, Colombia, 1972. Publicado originalmente en el Corriere
della sera de Milán, 7 de mayo de 1972. Las cursivas en la cita son mías.
[2] En la exposición Arte de Sistemas, presentada por el CAYC en
julio de 1971.
[3] Véase al respecto, Longoni, Ana y Mariano Mestman. Del Di Tella a
‘Tucumán Arde’. Vanguardia artística y política en el ’68 argentino, Buenos
Aires, El Cielo por Asalto, 2000, pp. 230-231.
[4] Longoni, Ana. “Otros inicios del conceptualismo argentino y
latinoamericano”, Papers d’Art, n° 93, Girona, 2° semestre de 2007, p.
156.
[5] Buchloh, Benjamin. Formalismo e historicidad. Modelos y métodos en
el arte del siglo XX, Madrid, Akal, 2004, pp. 168-9.
[6] Alberro, Alexander. “Reconsidering Conceptual Art,
1966-1977”, en: Alexander Alberro y Blake Stimson (eds.). Conceptual Art: A
Critical Anthology, Masachusetts, MIT Press, 1999, p. xvii. Alberro reconoce cuatro grandes líneas genealógicas o
linajes en el arte conceptual, ancladas en trayectorias artísticas diferenciadas,
aunque no excluyentes. Peter Osborne, sostiene que el “abanico de obras que
pueden considerarse legítimamente ‘conceptuales’ en retrospectiva precede
varios años al movimiento que lleva su nombre”, identificado de manera
reduccionista con las prácticas angloamericanas y el modelo
“lingüístico-tautológico” (Osborne,
Peter. Arte conceptual, Phaidon Press Limited, 2006, p. 18).
[7] Marchán Fiz, Simón. “Prólogo”, en: Pilar Parcerisas. Conceptualismo(s)
poéticos, políticos y periféricos. En torno al arte conceptual en España,
1964-1980, Madrid, Akal, 2007, p. 6.
[8] Davis, Fernando. “Poéticas críticas, cartografías opacas”, en: Horacio
Zabala. Anteproyectos (1972-1974), cat. exp., Buenos Aires,
Fundación Alón, 2007, pp. 15-16.
[9] Glusberg, Jorge. S/t, Horacio Zabala. Anteproyectos, cat. exp.,
Buenos Aires, CAYC, 1973. Idénticas consideraciones aparecen en un artículo
publicado al año siguiente en la revista italiana D’Ars (Gluberg, Jorge.
“Il Centro D’Arte e Comunicazione e il Gruppo dei Tredici di Buenos Aires”, D’Ars,
año XV, N° 71-72, Milán, 1974). Glusberg retoma los términos de este relato
varios años más tarde, en su libro Del Pop-Art a la Nueva Imagen,
Buenos Aires, Gaglianone, 1985.
[10] En 1974 el esteta español Simón Marchán Fiz utilizó la categoría de
“conceptualismo ideológico” en la segunda edición de su libro Del arte
objetual al arte de concepto, Madrid, Akal, 1997 [1972/ 1974], para
referirse a los casos del conceptual argentino y catalán. Su interpretación se
inscribe en una dirección que pretende superar las prácticas “inmanentistas” de
la escena angloamericana, para auspiciar una “autorreflexión crítica,
expansiva, sobre sus propias dimensiones y sobre sus propias condiciones de
producción en un sentido específico y general [...] El
conceptualismo, así entendido, no es una fuerza productiva pura, sino social” (Ibíd.,
p. 269).
[11] Esta estrategia puede pensarse asimismo en relación con la temprana
inclusión de algunos referentes de la vanguardia de los 60 en exposiciones
organizadas por el CAYC. En From Figuration Art to Systems Art in Argentina,
presentada en el Camden Arts Centre de Londres en febrero de 1971, por ejemplo,
participaron Oscar Bony, Jorge Carballa y Renzi.
[12] S/a. “CAYC: experiencias desde un centro”, Lyra, N° 219/ 221,
Buenos Aires, 1° semestre de 1972.
[13] Monzón, Hugo. “Dos muestras de arte
conceptual exhiben divergentes propuestas”, La Opinión, Buenos Aires, 19 de julio de 1972.
[14] Jean Franco, citado en: Richard, Nelly. “Intersectando Latinoamérica
con el latinoamericanismo: discurso académico y crítica cultural”, en: Santiago
Castro-Gómez y Eduardo Mendieta (eds.). Teorías sin disciplina
(latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate), México,
Miguel Ángel Porrúa, 1998.
[15] Ramírez, Mari Carmen. “Tácticas para vivir de sentido: carácter
precursor del conceptualismo en América Latina”, en: Heterotopías. Medio
siglo sin lugar: 1918-1968, cat. exp., Madrid, Museo Nacional Centro
de Arte Reina Sofía, 2000.
[16] Longoni, op. cit., p. 156.
[17] Barthes, Roland. Mitologías, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p.
238 [1957].
[19] Romero, Juan Carlos. S/t, s/f. Archivo del artista.
[21] Vigo, Edgardo Antonio. “Sellado a mano”, Hexágono ’71, e,
La Plata, 1975.
[23] En 1969 Celant había publicado su libro Arte Povera (Milán,
Mazzotta), también aparecido en inglés como Arte Povera: Earthworks,
Impossible Art, Actual Art, Conceptual Art.
[24] En el curso de los años 60 y primeros 70 toman impulso y se desarrollan
una serie de circuitos alternativos, constituidos de manera coincidente en
diferentes puntos de América Latina y Europa, en torno a la edición,
distribución e intercambio de publicaciones experimentales de artistas. El arte
correo fue utilizado como un canal de la denuncia política en contextos
represivos y excedió largamente el circuito latinoamericano para articularse
con Europa (central y del este) y otros contextos.
[25] Foster, Hal. El retorno de lo
real. La vanguardia a finales de siglo, Madrid, Akal, 2001, p. 7 [1996].
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