número 15 | septiembre 2017
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De acumulaciones y transferencias

 

José Luis Arce (Dramaturgo y Director. Córdoba)

 

El poder revelatorio del teatro encomia su poder de inminencia. Si algo va a ocurrir (sobrevenir), ocurrirá, piensan los espectadores. Aparecerá. Un trance visional. “La música, los estados de la felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético” (Otras Inquisiciones, Borges). La gente se permite ser crédula y sanciona favorablemente lo que confirma su esperabilidad. Es una complacencia rayana en el conformismo. En esa promisión de felicidad que mencionaba Stendhal. Es lo que espera. No importa si alienando las expectativas a qué dioses. Quizá a una felicidad exculpatoria de negruras éticas, a una lavativa equivalente a la belleza purificatoria. Y por si fuera poco, confirmando la ley del mercado. Belleza y felicidad como prerrogativa de clase y poder adquisitivo. No escapa que el ritual sea una colusión escenario-platea contra los díscolos e incrédulos. Los reacios a dejarse ganar. Los suspicaces, son los aguafiestas.

Todo espectador asienta su culo como un ancla a la butaca y dispara sus inmunidades como un inocente ante las mesas parlantes de Victor Hugo, a que hablen las voces imposibles. Lotófagos apóstatas de sus vidas cotidianas. Inversores de ilusión, ahítos de su trigo de Zeus. Si no podemos ensoñar nuestra inacción, en un virtual estado de ‘preferiría no hacerlo’, es que vamos a saltar de la butaca a cambiarla, protegidos por el ‘efecto visera’ (ver sin ser visto) de la platea en penumbra, que garantiza la impunidad a todos: indolentes, asesinos y desconcientizados. Dice Maturana: “… nuestra experiencia está amarrada a nuestra estructura de una forma indisoluble, es decir que no vemos el espacio del mundo, sino que vivimos nuestro campo visual” [1]. La apropiación de la experiencia del otro, en un régimen de acumulación por desposesión, semeja el funcionamiento del capitalismo. La transferencia de riqueza como expropiación de hecho de la propiedad privada del otro. Cuatrerismo espiritual. Vale la mención a Polos, aquel actor griego que entró a escena con las cenizas de su hijo haciéndolas pasar por las de Orestes [2], exponiendo la tecnocracia subjetiva de la memoria emotiva, como negocio expurgatorio de la culpa social capaz de aceptar purificarse por un truco, una mentira. La percepción se alimenta de las inducciones de la posverdad, relajado en los alivios abortivos de las post-autonomía [3]. Así el arte divaga entre el condicionamiento y la ruptura ingobernable. El desaliento a la visión tranquilizadora, el incumplimiento a la promesa del ver, puede significar una pérdida de asidero, una desinversión por pérdida de confianza. Una falta de seguridad del sistema sensible. La flexibilización de los sentidos, es a base de un desmantelamiento de las defensas. Solo el quedar a merced garantiza el despliegue de los factores de embriaguez.

“Mostrar es una política” (Eva Loodz). Sobre-mostrar, rizando el rizo de la convención, es despolitizar. Esa inducción que deifica a los cristalomantes que se entretienen con la ley mimética de los detalles en el espejo.

La intrascendencia puede muy bien cubrirse en un fervor autotélico, donde espectadores y emisores, han llevado el teatro a un estándar de fin en sí mismo capaz de pagar a todos, por el solo hecho de verlo concretado.

Cada vez más, las emisiones artísticas no van dirigidas a nadie en particular. El haz creativo, la onda artística se libera à la cantonade.

El ascetismo del proceso de intercambio entre un emisor artístico y su receptor, se depauperiza, a punto que ‘la parte maldita’ de esa ósmosis sensible entre actor y espectador, queda expuesta a tales ajustes perceptivos, que no hacen sino cancelar todo derroche y sembrar de una austeridad anuladora que dificulta el verdadero gasto. Al contrario, el consumo de los productos artísticos, se tiñe de un toma y daca, de un utilitarismo que descentra toda posibilidad revelatoria en favor de un eficientismo comunicacional, que hace que las cosas en escena se sequen, bajo el precio de ser lo que deben ser. Al final, la esperabilidad mencionada arriba, no hace más sellar un ‘diálogo de ventrílocuo’, donde no se hace circular en los hechos, ninguna información nueva en realidad.

No hay corroboración de lo que el otro se lleva. El artista contemporáneo casi que prefiere no saber del nivel de apropiación jugado en el evento artístico por parte del espectador. Si “no hay voz sin el otro” (Mladen Dólar), entonces lo que hay es un diálogo de mudos o un intercambio fallido por imposibilidad sonora. Si esto es así, hay un arte que clama en el desierto, sin reciprocidad, sin exigir aviso de retorno. “Yo soy el otro”, pero separado inexpugnablemente de él.

Las usinas propulsoras del arte, desesperan por irrigar nuevas energías a los circuitos de creación de excedentes para devolverlo a su funcionamiento de profusión. El público carece de los elementos que lo califiquen como un agente libre capaz de sumergirse gozosamente y sortear con solvencia por encima de los condicionamientos y jaulas hermenéuticas válidas para todos. Para que la obra artística atesore la suficiente redundancia como para hacerse mercancía consumible por cualquiera.

He ahí que el mecanismo, más aún, el dispositivo aquel del hombre que ocupa el cuerpo de otro, resulta funcional a la factoría expoliadora donde las verdaderas experiencias libres, contradicen las bondades de una circunscripción perceptiva más conveniente.

 

NOTAS

[1] El árbol del conocimiento, Humberto Maturana y Francisco Varela, Lumen Humanitas, 2004.

[2]En el año 34 a. C. el actor griego Polos “produjo un gran impacto” en el papel de Electra de Sófocles, cuando sustituyó la urna de atrezzo que debía contener las cenizas de Orestes por una urna que contenía las cenizas de su propio hijo. La irrupción de lo real en escena en el marco de la ficción puede producir un desorden mayor que la mera presentación documental”(José Antonio Sánchez, Practicas de lo real en la escena contemporánea”; Madrid, Visor, 2007).