Es legendario cómo
Federico García Lorca, tras saludar a Walt Whitman, en su “Oda a Walt Whitman”,
recogida en Poeta en Nueva York (1940; los textos fueron escritos entre
1929-30), como “gran pederasta”, pasa a continuación a denunciar a las “maricas
de las ciudades”. No cabe duda de que Lorca, quien siempre sufrió acusaciones
de afeminado, abogaba por el “sexo entre varones de verdad”, tal como lo
podemos ver en sus múltiples elecciones eróticas, entre ellas el innegable
macho de pelo en pecho que era Rafael Rodríguez Rapún, quien fue su último
amante. El tema de la sexualidad de Lorca se puede perseguir ahora, sin tapujes
ni ambages, gracias a la documentación proporcionada por Ian Gibson en su
largamente esperado y recientemente editado libro “Caballo azul de mi
locura”, Lorca y el mundo gay (2009), en el cual uno puede seguir todos los
vericuetos del tema, en particular los detalles de la “Oda” (pp. 242-55).
Los datos y la
documentación que Gibson facilita con lujo de detalles sobre el mundo gay de
Lorca confirma, ya otra vez, dos dimensiones preponderantes sobre el tema,
tanto en la España de la época, como en otras partes de Occidente con pocas
salvedades. La primera tiene que ver con la compacta e inapelable
discriminación contra los gays[1], con
todo el oprobio y violencia social e institucional archi-sabida del caso. Uno
no tiene más que leer algunos de los documentos recogidos por Gibson y
consultar la magistral historia de Alberto Mira, De Sodoma a Chueca; una
historia cultural de la homosexualidad en España en el siglo XX (2004).
La segunda
dimensión es la manera en que el concepto de homosexualidad (tan problematizado
hoy en día, lo mismo desde una postura teórica como desde su desuso
coloquial) se ceñía, casi primordial y privilegiadamente, al concepto de
perversión registrada en cuanto al hombre que aparentaba rasgos de apariencia y
comportamiento, entre otros, de mujer (o de la mujer que ídem. de hombre,
aunque las instituciones tendían a registrar más el caso de los hombres que de
las mujeres, lo cual se ve en la distribución desquilibrada en la producción
cultural—el tema recurrente del menoscabo de la historia de la mujer). Como la
homofobia funcionaba mayormente sobre la base del atestiguamiento ocular, el parecer
homosexual era equivalente a ser homosexual.[2]
El hombre que no lo parecía no lo era, posiblemente la razón por la cual se
dice de Rodríguez Rapún que no era homosexual (“Rapún no era gay” [Gibson 328],
a pesar de sus evidentes vínculos con Lorca en lo más íntimo de sus andanzas
compartidas, entre ellas ser Rodríguez Rapún el destinatario de los Sonetos
de amor oscuro que tanto trató de suprimir la familia Lorca.
Lorca y su persona
sexual/erótica constituyen, sin lugar a dudas, el necesario punto de partida
para cualquier tentativa de abordar el tema de cómo se entendía el ser
homosexual o maricón en la España del primer tercio del siglo XX. De hecho, tiene que
haber cierta fascinación, casi morbosa, por el cuadro que presentan las fuentes
documentales, dado el grado de las enormes transformaciones que se han operado
en España desde la muerte en 1975 de Franco en cuanto a los derechos
personales, transformaciones cuyo apogeo ha sido la ley aprobada en 2005 por
las Cortes Generales que sanciona el matrimonio gay. Las presiones sociales
para desarticular el sórdido pasado homofóbico español (cuyo apogeo fuera, a su
vez, la
Santa Inquisición) venían acumulándose desde la muerte de Franco, y hasta con
algunos brotes tentativos anteriores a 1975. Aunque se suele pensar en La Movida en términos de un
movimiento cultural que se concretó a comienzos de los 80, durante el llamado
período de transición, entre la muerte del dictador y la plena restauración de
la democracia, se produjo una modesta concentración de films en torno a
cuestiones homosexuales. Aunque en su mayoría, estos films (e.g., La muerte
de Mikel; El diputado) proyectaban una visión trágica de ser homosexual,
son de innegable importancia por el simple hecho de abordar el tema y de
asentar, a pesar del trayecto patético del protagonista, una mirada francamente
despreciativa ante la dinámica de la homofobia y de sus discursos violentos y
hasta asesinos (ver el importante ensayo de Ballesteros).
Uno de dichos
films, sin embargo, representó una vuelta categórica de página en cuanto a la
representación patética del protagonista homosexual. Me refiero a la cinta de
Pedro Olea, Un hombre llamado Flor de Otoño, estrenada en 1978, fecha
que casi le pisa los talones al moribundo universo franquista. Flor de Otoño
cuenta la historia a fines de los años 20, de un abogado, primogénito de una
asentada familia fabril de Barcelona, que opta por dedicar su vida a ser
abogado defensor de anarquistas: tiene muchas relaciones estrechas con el
intenso mundillo anarquista barcelonés y, de hecho, su amante es anarquista.
Ejerce su profesión de legalista durante el día, pero de noche, amparado por su
amante y por un mayordomo ex-boxeador, ocupa el camerino de una estrella
artista del teatro marginal, El Bataclán, donde representa con mucho éxito
números como el transformista con el nombre artístico de Flor de Otoño.[3]
Desplazándose entre la sobria vestimenta de abogado titulado, los velos y
plumas de artista, y un refinado traje sastre de mujer mudana, Lluís Serracant
tiende, con su cuerpo, un puente entre la decencia burguesa y un escenario del
mundo marginal que ocupa un amplio espectro de individuos considerados
maleantes, entre ellos los maricones.
El mundo de
Serracant se hubiera a lo mejor ido deslizando equilibradamente entre las dos
esferas sociales que sólo se colindan a través de la policía y de ciertos
burgueses que, como Serracant, prefieren de noche “el lado salvaje de la calle”,
si no fuera por la detención de uno de sus clientes. Al entrevistarlo en la
cárcel, Serracant se da cuenta de un plan para volar el tren en el que el
dictador Primo de Rivera, enemigo en particular odiado de los anarquistas,
viaja en una vista a Barcelona. Serracant, alegando a sus correligionarios que
alguna vez uno tiene que tomar cartas en el activismo político, decide hacer
suyo el complot y el film dedica la mayor parte de su desarrollo a los
esfuerzos por ejecutar el atentado. Lamentablemente, a último momento los
planes se malogran y los autores del atentado son denunciados y sentenciados a
ser fusilados. En los últimos momentos del film, vemos a Serracant, aunque
vestido como cualquier prisionero condenado a muerte y sin afeitar, pintándose los
labios y besando a su amante al ser conducidos al paredón.
El film de Olea
está basado en una obra de teatro de José María Rodríguez Méndez (1925-), Flor
de Otoño (1972), que nunca fue estrenada en su momento por razones de
censura, aunque, tras el éxito del film de Olea, hubo una puesta de mucho éxito
en 2005; Flor de Otoño no es la única obra dramática de él que tuvo
reparos en cuanto a ponerse en escena durante la dictadura[4].
El guión de Olea sigue de cerca el texto de Rodríguez Méndez en cuanto al argumento,
aunque en la obra teatral, la mamá, Doña Nuria, le lleva a su hijo un maletín,
remarcando el contenido femenino del mismo (finge entender que su hijo viaja a
México, no que lo lleven al paredón) y baja el telón con las última palabras de
ella en catalán, “¡adieu… siau…¡adeiu… siau...!” (Rodríguez Méndez 195). En
cambio, en el film, la mamá le alcanza una polvera y un lápiz labial. Es cuando
el Comandante la conmina a salir que Lluís se pinta prolijamente los labios,
para acto seguido besarse con su amante, abrazarse con otro colega—los dos
también destinados al paredón—y salirse con la comitiva de ajusticiamiento.
Vale notarse que los dos textos son en castellano, a pesar de las palabras
sueltas que el dramaturgo (nacido en Madrid) introduce en el texto. Y en 1978
hubiera sido inconcebible un rodaje en catalán, pues todavía no se había
impuesto su definitivo renacimiento.[5]
El hecho de que
Serracant se pinte para dirigirse al paredón es uno de los muchos momentos
significativos en la película (como lo es la escena en que, desde las tinieblas
del dormitorio materno, le explica a Doña Nuria, vestido de Flor de Otoño, que
ha encontrado a la mujer de sus sueños: se sobreentiende que es su personaje
femenino). A lo largo de todo el trayecto del atentado fallido, en el cual
Serracant se porta como un verdadero hombre de acción, un tirabombas
anarquista, capaz de articular todas las consignas contra la dictadura y a
favor de la liberación social, bien podría el espectador distraerse del hecho
de que ese soldado del pueblo (representado por José Sacristán en el primero de
varios roles como gay que hará posteriormente en el cine español) es nada menos
que la cortesana Flor de Otoño, atuendada para la calle nocturna de Barcelona
de una suave tela azul lila pálido, con cuello y puños plisé. Hasta tal punto
pertenecen a dos mundos radicalmente escindidos el maricón y el abogado
tirabombas que podría costarle al espectador de fines del franconato
amalgamarlos en un solo personaje.
Si bien
es que el maricón tipo que se desprende de las páginas del estudio de
Mira y de la biografía lorquiana de Gibson es un hombre degenerado, afeminado,
perverso para el mundo sedicente civilizado en sus gustos, huraño y cobarde en
su trato con los hombres decentes, indigno de confianza y respeto, Lluís
Serracant,[6] en su
conducta personal y pública, representa una revisión fundamental de dicha
escisión.[7] El
simple hecho es que la figura de Serracant—supuestamente histórica, pero para
los efectos que nos ocupan aquí, literaria y fílmica—funciona de puente entre
dos concepciones del sujeto social masculino, para así fundirlas en un solo
individuo. No son dos personas: Serracant, abogado anarquista y, por ende, un
digno activista en el caldeado ambiente político de Barcelona de fines de los 1920;
y Flor de Otoño, libélula nocturna de la turbia farándula del Bataclán. Son la
misma persona, y vemos lo mismo a Serracant administrar asuntos de su vida
personal en el submundo gay que a Flor de Otoño ocuparse de los pormenores de
la propuesta de atentado contra Primo de Rivera. La escisión entre los dos que
maneja la ideología sexual del momento no puede contemplar la posibilidad de su
fusión en un solo hombre, pues se entiende que hay una inapelable
incompatibilidad entre lo viril y lo homosexual. Aunque, a fin de cuentas, se
malogra el propuesto atentado de Serracant por el tejido de venganza y traición
en la que se encuentra involucrado por una cuestión de celos entre la gente del
Bataclán (como se supone que se malogran muchas propuestas semejantes por
acción de la policía represiva que defiende los intereses de la burguesía y de
sus dictaduras), por un momento, fugaz pero significativo, se presenta al
espectador la imagen de un homosexual que resume toda la virilidad que exige la
defensa del anarquismo y otros movimientos revolucionarios. Si el Diccionario
de la
Real Academia nos da a entender que viril quiere decir “perteneciente o
relativo al varón, varonil”, por varón se entiende a su vez que es un
“Hombre de respeto, autoridad u otras prendas”. Serracant/Flor de Otoño no
disfrutará del respeto de las autoridades del régimen de Primo de Rivera, pero
si de los trabajadores con los que está comprometido y cuyas vidas defiende y
cuya causa pretende perseguir con la propuesta de atentado. El film de Olea no
se ocupa de informarnos qué habrán pensado los más de los anarquistas del
personaje Flor de Otoño,[8] pero no
hay ninguna duda en cuanto a la lealtad de los se alían con él para llevar a
cabo el atentado.
La
realidad de que un digno abogado del sistema burgués y un marginal
transformista nocturno son la misma persona se recalca en el momento de
dirigirse en la última escena de film al paredón de fusilamiento. Al pintarse
el condenado Serracant de Flor de Otoño, aunque sea sólo un remedo de su ya
perdido esplendor artístico, el condenado se dirige a morir afirmando que varón
y maricón pueden acrisolarse en un solo sujeto social masculino. A diferencia
de otros films del período de transición en España posterior a la muerte de
Franco, Un hombre llamado Flor de Otoño marca un paso importante en la
rectificación de la ideología sexual dominante en España,[9]
mirando, de una forma muy eficaz y elocuente, hacia la completa reivindicación
legal del “maricón” dentro de la sociedad española contemporánea.
REFERENCIAS
Ballesteros, Isolina. “El despertar homosexual del cine
español: identidad y política en transición (Eloy de la Iglesia, Pedro Olea,
Imanol Uribe y Pedro Almodóvar)”. Cine (ins)urgente; textos fímicos y
contextos culturales de la España posfranquista. Madrid:
Editorial Fundamentos, 2001. Pp. 91-127.
Cleminson, Richard. Anarchism, Science and Sex;
Eugenics in Eastern Spain, 1900-1937. Bern: Peter
Lang, 2000.
Cleminson, Richard, and Francisco Vázquez García. ‘Los
invisibles’; A History of Male Homosexuality in Spain, 1850-1939. Cardiff: University of Wales Press,
2007.
Foster, David William. “José González Castillo's Los invertidos and the Vampire Theory
of Homosexuality." Latin American Theatre Review 22.2 (1989):
19-29. Recogido en Gay and Lesbian Themes in Latin American Writing. Austin: University of Texas Press, 1991. Pp.
24-32.
Foster, David William. Producción cultural e identidades
homoeróticas; teoría y aplicaciones. San José: Editorial de la Universidad
de Costa Rica, 2000.
Gibson, Ian. “Caballo azul de mi locura”; Lorca y el
mundo gay. Madrid: Editorial Planeta, 2009.
González de Castillo, José. 1914. Los invertidos.
Buenos Aires: Puntosur Editores, 1991.
Un
hombre llamado Flor de Otoño. Dir. Pedro Olea. 1978.
Íñiguez, Miguel. Esbozo de una enciclopedia histórica del
anarquismo español. Prólogo de Juan Gómez Perín. Madrid: Fundación de
Estudios Literarios Anselmo Lorenzo, 2001.
Mira, Alberto. De Sodoma a Chueca; una historia cultural
de la homosexualidad en España en el siglo XX. Barcelona: Editorial Egales,
2004.
Mira, Alberto. Para entendernos; diccionario de cultura
homosexual, gay y lésbica. Barcelona: Ediciones de la Tempestad, 1999.
Olamo, Antonio D. Pecar en Madrid. Madrid: Ediciones
99, 1976.
Perriam, Chris. Stars and Masculinities in Spanish
Cinema. Oxford: Oxford University Press,
2003.
Rodríguez Méndez, José María. Bodas que fueron famosas
del Pingajo y la Fandanga. Flor de Otoño. Edición de José María Recuerda.
Madrid: Ediciones Cátedra, 1979.