IUNA
 
número 4 | Julio 2009
artículos
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Artaud y Los Cenci: ensayo escénico hacia el Teatro de la Crueldad

Liliana B. López (IUNA-UBA)

El teatro, como la peste, es una crisis
que se resuelve en la muerte o la curación.

(Artaud, El teatro y la peste)

En 1935, el mismo Antonin Artaud advertía que Los Cenci  todavía no constituían El Teatro de la Crueldad, …pero lo preparan[1]. De hecho, tampoco tuvo oportunidad de realizarlo en el futuro, por lo que únicamente contamos con manifiestos, cartas y otros paratextos a partir de los cuales deducir en qué consistía esta apuesta dirigida a conmover más dos milenios de tradición teatral.

Tres décadas después, Jacques Derrida señalaba que muchos directores teatrales se consideraban discípulos o seguidores de Antonin Artaud, y se propuso explorar el enigma que plantea el Teatro de la Crueldad al anunciar la clausura y el límite de la representación, como cuestión de importancia histórica -no para la historia del teatro- en un sentido radical y absoluto. Sus conclusiones alcanzan por medio de la vía negativa- a enumerar los casos de infidelidad en el teatro moderno …incluso en aquellos que apelan a Artaud, de esa manera militante y ruidosa bien sabida[2].  

Me pregunto si no sería posible intentar, aún a riesgo de fracasar, una aproximación al Teatro de la Crueldad a partir de la investigación histórica. Entonces, ¿qué mejor que indagar a las realizaciones escénicas del mismo Artaud, más que en los manifiestos o escritos programáticos? Mediante esta operación se podría acortar sensiblemente esa  distancia a veces insalvable- entre los postulados teóricos y la praxis teatral.

¿Por qué Los Cenci?  

Habrá entre el Teatro de la Crueldad y Los Cenci
 la diferencia que existe entre el estrépito
de una caída de agua o el desencadenamiento
de una tempestad natural, y lo que puede
quedar de su violencia en su imagen una vez registrada.

(Artaud, en La Bête Noire)

El Primer manifiesto (1932) culmina con un Programa, que nos brinda algunos indicios para entender la elección de Los Cenci. Dice, en su encabezado: Pondremos en escena, sin cuidarnos del texto…, y a continuación hace una lista de las propuestas escénicas que le parecen más adecuadas para llevar a cabo su proyecto del Teatro de la Crueldad. Si apartamos los motivos bíblicos o los más cercanos a su época, hay un claro predominio de autores, textos, temas y personajes históricos que pertenecen a un mismo período, el Renacimiento[3]. ¿Qué tienen en común las obras de Shakespeare -o bien apócrifas- con la historia de Barba Azul, la poesía simbolista de Fargue y otras obras del teatro isabelino? ¿Cómo inscribir en una misma serie a Woyzeck de Büchner, los cuentos de Sade y los melodramas románticos?

Si medimos con una vara estrictamente estética, el único rasgo común se define por la negativa: son anticlásicos, y no es un dato menor para un artista francés; el clasicismo, en Francia, dejó una fuerte impronta en la tradición teatral, ligada al poder político del absolutismo y una gran proyección cultural en la construcción de la identidad gala.  Ir contra el clasicismo, para un francés, es atentar contra el canon, otra forma del parricidio. Por el contrario, su Programa incluye textualidades donde prevalece la absoluta libertad de  creación, la no sujeción a normas o preceptos que no fueran estrictamente derivados de las necesidades de la escena de su tiempo. Es el caso del teatro isabelino, que fue cuestionado por los preceptistas neoaristotélicos por su prescindencia de las famosas -y no siempre bien comprendidas unidades-, la  presencia de personajes populares, la mezcla de lo trágico y lo cómico, el empleo de lo maravilloso y exótico, por todo lo cual, recién pudo ser recuperado por los románticos.

Pero hay un aspecto extraestético que atañe al Renacimiento, que me atrevo a calificar de decisivo para la selección programática de Artaud, y que tiene que ver con una imagen de ese período construida en el siglo XIX, especialmente por el historiador suizo Jacobo Burckhardt, y que Johan Huizinga ha sintetizado de manera lograda: la palabra Renacimiento evoca en el soñador la imagen de un pasado de belleza, de púrpura y oro[4]

Nietzsche también señaló en numerosos escritos ese carácter de excepcionalidad del período en el que el hombre adquirió características sobrehumanas, para bien o para mal. Héroes, genios, también villanos (como los Borgia, Bathory o el mismo Cenci), personalidades individuales y únicas, sólo comparables con los míticos personajes de las tragedias griegas, contrastaban con el burgués medio de su tiempo fines del siglo XIX-, y también para Artaud, del primer tercio del siglo XX. El Conde Cenci reúne esas características: su conducta, fuera de toda ley, le permitía a Artaud atacar la superstición social de la familia[5].

Si esta explicación no alcanzara para entender por qué reescribió un texto dramático a partir de otro, el de Percy Shelley (1819), y del relato homónimo de Stendhal (1834) (contradiciendo uno de los postulados del Primer Manifiesto en cuanto al lugar del texto en el teatro occidental, como representación del Dios-Autor), trataré de sumar otros argumentos, que exceden el carácter del personaje central, del que el mismo Artaud se reservó la interpretación.                                                       

Los Cenci y el chivo expiatorio

Beatriz Cenci, que será llorada eternamente,
tenía dieciséis años justos (…) Cuando iba
a la muerte, estos bucles rubios le caían sobre
los ojos, lo que le daba cierta gracia
y movía a compasión.

(Stendhal, Los Cenci)

El episodio histórico ocurrido en 1599 (parricidio en contra del Conde Cenci, juicio sumario y ejecución pública de su esposa Lucrecia  y de dos de sus hijos, Santiago y Beatriz) conmovió a la opinión pública y fue ampliamente documentado. En el Palacio Barberini existe un retrato de Beatriz Cenci, que habría sido realizado en la celda poco antes de su ejecución y que fue atribuido durante mucho tiempo al pintor Guido Reni.

Este retrato (sea auténtico o no)  impresionó a Stendhal, según puede leerse en su crónica: el retrato-ícono de Beatriz en la ficción, aparece dotado de movimiento[6]. Shelley que pudo verlo en 1818- ya lo había animado al traducirlo en personaje teatral, así como a los restantes protagonistas de los sucesos, aunque su poema dramático sólo se representaría mucho tiempo después, en 1886[7].

Artaud escribió su drama conociendo todos estos materiales, pero en sus propósitos habría que incluir una intención centrada en los efectos que preveía en los espectadores, tal como ocurría en las tragedias de venganza, el género por excelencia del período isabelino. Pero la elección no es temática, sino arquetípica, Artaud intuía, más que personajes, en el sentido del teatro moderno, fuerzas de la naturaleza encarnadas en seres particulares en los que se disuelven los lazos sociales y familiares. En pocas escenas, en cuatro actos, se llevan a cabo los delitos más aberrantes, los crímenes más salvajes, y ni siquiera la justicia puede reestablecer el orden. Sin embargo, el personaje de Beatriz Cenci, parece salir indemne aún después de su muerte. El retrato confirmaría esta hipótesis: no puede advertirse en su expresión ningún signo del abuso de su padre, ni arrepentimiento por el parricidio. No presenta señal del agobio de la prisión, ni siquiera delata temor ante la inminencia de la muerte. El retrato  -he aquí un interesante fenómeno de interrelación artística entre la plástica y el teatro- funciona como el garante de la inocencia de Beatriz, quien resulta de este modo, el chivo expiatorio de esta historia negra renacentista. Se sabe que Artaud cuidó mucho la elección de la actriz que representaría el papel, que era célebre por su gran belleza; su elevado cachet contribuyó a la ruina económica del autor[8]. Él mismo se encargaría de encarnar la fuerza (según sus propias palabras) de su primer victimario, el padre,  más que de representarlo[9].

A esta altura, Artaud renegaba de la idea del teatro como representación, postura que se ha encargado de explicar con profundidad y extensamente Jacques Derrida. Según Artaud, el teatro, desde su origen en la tragedia griega, siempre ha representado (un texto, el Verbo, el Lógos, la palabra de un Dios-autor), por eso puede afirmar que el teatro aún no ha nacido, o ha nacido muerto. A partir de este planteo,  Derrida establece una conexión entre Artaud y Nietzsche, especialmente con la hipótesis del último en El nacimiento de la tragedia (1886). El común rechazo a la mímesis, a la concepción imitativa del arte, los retrotrae hacia el origen de la tragedia en el ditirambo. Apenas un resto dionisíaco sobrevivía en el teatro de Esquilo (en el que el hombre todavía se cree un poco dios), para luego desaparecer al ganar el terreno el elemento apolíneo, por influjo del socratismo.

El programa del Teatro de la Crueldad tiene como misión restituir(nos) aquel momento, el de un Ur-teatro, para lo que debe efectuar un parricidio con el dios-autor, la abolición de la estructura jerárquica: sólo así podrá afectar al espectador, contagiarlo como la peste, sacándolo del lugar de simple voyeur al que se lo ha reducido desde siempre.

¿Cómo lograrlo? Con los medios que el teatro posee, los lenguajes de la escena en una relación de plena autonomía, y sin desdeñar la colaboración de los avances tecnológicos. En Los Cenci, Artaud aprovechó cada uno de los lenguajes de la escena y utilizó una serie de recursos técnicos, con el objetivo de situar al espectador en el lugar del participante, poniendo un particular énfasis en el aspecto sonoro[10]. Con las limitaciones que la sala del Folies-Wagram le imponía, procuró crear un sonido envolvente, mediante la colocación de parlantes en los cuatro puntos extremos de la misma, que reproducían grabaciones de música y ruidos. También recurrió al dispositivo denominado Ondas Martenot, que reproducen el sonido electrónicamente, una novedad de su época[11].

Con Los Cenci, Artaud proponía llegar al Teatro de la crueldad por caminos laterales y simbólicos, lo que se tradujo en el insistente repicar de las campanas de la catedral de Amiens, música suave e inquietante, o fuerte, con ritmo obsesivo a la que se une una especie de voz humana desesperada, aterradoras fanfarrias, gemidos, fuertes truenos, voces mezcladas con el  viento, martillazos,  ruidos de pasos a los que no correspondía el desplazamiento de los personajes, aleteos, ecos rítmicos. A modo de ejemplo, véase la siguiente acotación, que pertenece a la escena del atentado fallido:

 Por momentos todas las voces se juntan en un punto del cielo como miles de pájaros que se unen en vuelo. Después, las voces exageradas se oyen como en un vuelo muy cercano.

(op.cit.: 55)

El plano sonoro música, ruidos, palabra- adquiere autonomía respecto de un supuesto origen textual, ya no lo ilustra ni lo representa servilmente. Todo esto nos indica que Artaud se interesó más por el aspecto material del sonido, al que, a veces,  puede auxiliar la palabra. Pero ésta no es, en modo alguno, el centro del drama.

Tampoco lo es el personaje, en el sentido en que lo era para el drama burgués de su tiempo. En esta pieza, no se mueven por una lógica de la acción dramática ni por impulsos psicológicos: aquí los personajes son arrastrados por un vitalismo más cercano a la animalidad que a un posible malestar social, que explicará diciendo que Toda la puesta en escena de la obra está basada en ese movimiento de gravitación [12]. Un buen ejemplo de este concepto, es la escena en la que los personajes aparecen disociados del movimiento, mediante un desfase sonoro, o a través del empleo de maniquíes, para hacer decir a los héroes de la obra lo que los perturba y que la palabra humana es incapaz de expresar. En algún sentido, resulta homologable al uso de los maniquíes que reemplazaban a los actores en la escena final de la puesta de Meyerhold de El inspector, de Gógol, en 1927, y que Artaud pudo haber conocido en una de sus giras[13].

El espacio escénico también resulta afectado por la misma aspiración de autonomía en tanto código teatral, ya que se independiza de cualquier similitud mimética respecto de un lugar histórico o social determinado, deviene en una (u)topía. En Los Cenci, el espacio resulta plenamente simbólico, una topología de la mente, un espacio laberinto, una madriguera. Galerías profundas, espiraladas, cámara de tortura, páramos, o lo que se quiera, el espacio debía resultar, para Artaud,  una construcción del cuerpo de  los actores (y no de los personajes). Programáticamente, el espectador debía ser parte del mismo, ser obligado a la experiencia de perderse en esos vericuetos, en esas grietas hechas de sombras y claroscuros; no pudo llevarlo a cabo en la práctica, en razón de disponer de una sala a la italiana.

Con esta utilización de los lenguajes de la escena, Artaud se habría propuesto ejercer una suerte de identificación no ilusionista, no psicológica, más bien sensorial- entre Beatriz Cenci y los espectadores. Pero, la parricida,  ¿resulta víctima o victimaria? El antropólogo René Girard ha planteado este mismo dilema respecto del mito de Edipo y la tragedia de Sófocles, a la luz de diversas interpretaciones. Si el chivo expiatorio es un pharmakos para la cultura griega, Edipo no podría serlo tal como sugieren Frazer, Vernant y otros- porque no se puede ser simultáneamente hijo incestuoso y parricida por un lado, y pharmakos por otro[14]. Este es el desgarramiento de la tragedia griega, que presenta extremos irreconciliables. Con su puesta en escena de Los Cenci, Artaud intentó provocar a los espectadores parisinos, envolviéndolos en una tensión dilemática e irresoluble; puso a prueba la capacidad performativa del teatro, es decir, la de producir un determinado efecto en el receptor. Y esa propiedad no pertenece exclusivamente al lenguaje, como parecieron descubrirlo los lingüistas hace unas décadas al clasificar a algunos verbos como performativos, lo que luego ampliaron como posibilidad de cualquier tipo de discurso. En el teatro, la palabra es acción, como también pueden serlo todos los lenguajes que en él concurren: dependerá de su utilización. No tengo dudas de que el teatro de Artaud, a la luz de Los Cenci, hoy se calificaría como teatro performático, dejando de lado la discusión de si hay o no un texto previo, ya que en él, el trabajo del director no consiste en una ilustración de la palabra o una mera representación.

Pero cabe preguntarse, cuál era el propósito que dirigía el trabajo de Artaud como director teatral. A esta altura, ha quedado claro que no estaba motivado por una preocupación estética, sino que su pretensión tenía un objetivo muy diferente. A modo de hipótesis, diría que oficiaba como una especie de guía o medium, que conduciría al espectador a un estado de anacronismo histórico, fuera del tiempo cotidiano de la burguesía urbana de Paris: 

No estamos todavía entre los dioses pero estamos casi entre los héroes, tal como los entendían los antiguos. Y en todo caso, existe en los personajes de Los Cenci ese aspecto exaltado, legendario: esa atmósfera de cabeza perdida que resplandece entre las nubes, que se encuentra entre los héroes de los grandes cuentos y de las maravillosas epopeyas. Por Los Cenci me parece que el teatro es devuelto a su plan y que vuelve a encontrar esa dignidad casi humana sin la cual es inútil molestar al espectador. (Artaud, en La Bête Noire)

Revivir ese estado vital, extra-ordinario, ritual y pagano, ese sería el plan que el teatro debía recobrar, por todos los medios a su alcance. Mediante el teatro, se oficiaría una ceremonia para revivir esos momentos en los que el hombre ha experimentado la ausencia de todo límite, de toda sujeción[15].

Bibliografía

Abirached, Robert. La crisis del personaje en el teatro moderno. (Traducción Berja Ortiz de Gondra) Madrid, ADE, 2000.

Artaud, Antonin. (1938) El teatro y su doble. México, Hermes, 1992

Artaud, Antonin. (1946)  Páginas escogidas. Buenos Aires, Need, 1997

Artaud, Antonin. (1935) Los Cenci. (Edición bilingüe; traducción de Rosa Bengolea de Zemborain) Buenos Aires, Fundación Victoria Ocampo, 2005

Burke, Peter. (1987) El Renacimiento. (Traducción de Carme Castells) Barcelona, Crítica, 1999.

Derrida, Jacques. (1966). El teatro de la crueldad y la clausura de la representación, en La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 1989.

Finter, Helga.(1990). El espacio subjetivo. (Traducción Lorena Batiston). Buenos Aires, Ediciones Artes del Sur, 2006

Girard, René. (1982). El chivo expiatorio. Barcelona, Anagrama, 1986.

Naugrette, Catherine. (2000). Estética del teatro.(Traducción Marta Morello) Buenos Aires, Ediciones Artes del Sur, 2004

Stendhal. (1834) Los Cenci. La duquesa de Palliano. Madrid, Alianza, 1975

Nietzsche, F. (1886). El nacimiento de la tragedia. (Traducción Andrés Sánchez Pascual), Madrid, Alianza, 1996.

Notas



[1] En La Bête Noire, Nº 2, mayo de 1935.

[2] Derrida, (1966) La enumeración incluye: 1) todo teatro no sagrado; 2) todo teatro que privilegie el habla; 3) todo teatro abstracto; 4) todo teatro de la distanciación o Verfremdungseffekt; 5) todo teatro no político; 6) todo teatro ideológico, de cultura, de comunicación, de interpretación. (1989, 334 y ss.)

[3] Siguiendo a Burke y a Gombrich, sería más correcto definir al Renacimiento como un movimiento, más que un período, aunque por razones prácticas utilicemos la segunda denominación. 

[4] En este punto seguimos a Peter Burke (1999) atribuye esta imagen del Renacimiento a Jules Michelet, John Ruskin, y sobre todo, a Burckhardt. Sumaría a esta lista, a Walter Pater y a Oscar Wilde (véase, por ejemplo, las conferencias reunidas bajo el título El Renacimiento inglés del arte).

[5] En la carta a André Gide (10 de febrero de 1935)

[6] Como puede leerse en el epígrafe. En una nota de Stendhal añadida al manuscrito italiano, en este pasaje, remite a los retratos en el palacio Barberini.

[7] La historia ha inspirado óperas, relatos y dramas, a Alejandro Dumas, Alberto Moravia (1955), Alfred Nobel (Némesis, 1895)  Alberto Ginastera (1971), entre otros.

[8] Se trataba de Lady Ilya Abdy, aristócrata de origen ruso. Sin embargo, su pronunciación defectuosa causó un efecto desfavorable.

[9] Los Cenci es una tragedia en el sentido de que, por primera vez después de mucho tiempo, ensayé hablar no de hombres, sino de seres: seres que son cada uno como grandes fuerzas que se encarnan y a quienes les queda del hombre justo lo necesario para hacerlos creíbles desde el punto de vista psicológico (Artaud, en La Bête Noire)

[10]Al igual que en el Teatro de la Crueldad el espectador se hallará, en Los Cenci, en el centro de un tejido de vibraciones sonoras, Artaud,  op.cit.

[11] Este instrumento electrónico fue presentado por su inventor, el compositor Maurice Martenot, en 1928.

[12] (…) impuse a mi tragedia el movimiento de la naturaleza, esa especie de gravitación que mueve las plantas, y los seres como plantas, y que uno encuentra fijada en las revoluciones volcánicas del suelo.(Artaud, en La Bête Noire)

[13] Para más detalles de esta puesta, en Meyerhold, el precio de la ruptura. Cuadernos del Picadero, Instituto del Teatro (en prensa)

[14] O bien Edipo es un chivo expiatorio y no es culpable del parricidio ni del incesto, o bien es culpable y no es, por lo menos para los griegos, el chivo expiatorio inocente que Jean-Pierre Vernant llama púdicamente pharmakos. (Girard, 1986, 165)

[15] Supervivencia, vivir de acuerdo al espíritu de otra época; en alemán, Nachleben.

 
 
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