El teatro, como la peste, es una
crisis
que se resuelve en la muerte o la
curación.
(Artaud, El teatro y la peste)
En
1935, el mismo Antonin Artaud advertía que Los Cenci todavía no
constituían El Teatro de la Crueldad, …pero lo
preparan[1]. De
hecho, tampoco tuvo oportunidad de realizarlo en el futuro, por lo que
únicamente contamos con manifiestos, cartas y otros paratextos a partir de los
cuales deducir en qué consistía esta apuesta dirigida a conmover más dos
milenios de tradición teatral.
Tres
décadas después, Jacques Derrida señalaba que muchos directores teatrales se
consideraban discípulos o seguidores de Antonin Artaud, y se propuso explorar
el enigma que plantea el Teatro de la Crueldad al
anunciar la clausura y el límite de la representación, como cuestión de
importancia histórica -no para la historia del teatro- en un sentido
radical y absoluto. Sus conclusiones alcanzan por medio de la vía negativa- a
enumerar los casos de infidelidad en el teatro moderno …incluso en aquellos
que apelan a Artaud, de esa manera militante y ruidosa bien sabida[2].
Me
pregunto si no sería posible intentar, aún a riesgo de fracasar, una
aproximación al Teatro de la Crueldad a partir de la
investigación histórica. Entonces, ¿qué mejor que indagar a las realizaciones
escénicas del mismo Artaud, más que en los manifiestos o escritos
programáticos? Mediante esta operación se podría acortar sensiblemente esa
distancia a veces insalvable- entre los postulados teóricos y la praxis
teatral.
¿Por qué Los Cenci?
Habrá entre el Teatro de la Crueldad y Los Cenci
la diferencia que existe entre el
estrépito
de una caída de agua o el
desencadenamiento
de una tempestad natural, y lo que
puede
quedar de su violencia en su imagen
una vez registrada.
(Artaud, en La Bête Noire)
El Primer
manifiesto (1932) culmina con un Programa, que nos brinda algunos
indicios para entender la elección de Los Cenci. Dice, en su encabezado:
Pondremos en escena, sin cuidarnos del texto…, y a continuación hace
una lista de las propuestas escénicas que le parecen más adecuadas para llevar
a cabo su proyecto del Teatro de la Crueldad. Si
apartamos los motivos bíblicos o los más cercanos a su época, hay un claro predominio
de autores, textos, temas y personajes históricos que pertenecen a un mismo período,
el Renacimiento[3]. ¿Qué
tienen en común las obras de Shakespeare -o bien apócrifas- con la historia de
Barba Azul, la poesía simbolista de Fargue y otras obras del teatro isabelino?
¿Cómo inscribir en una misma serie a Woyzeck de Büchner, los cuentos de
Sade y los melodramas románticos?
Si
medimos con una vara estrictamente estética, el único rasgo común se define por
la negativa: son anticlásicos, y no es un dato menor para un artista francés;
el clasicismo, en Francia, dejó una fuerte impronta en la tradición teatral,
ligada al poder político del absolutismo y una gran proyección cultural en la
construcción de la identidad gala. Ir contra el clasicismo, para un francés,
es atentar contra el canon, otra forma del parricidio. Por el contrario, su
Programa incluye textualidades donde prevalece la absoluta libertad de
creación, la no sujeción a normas o preceptos que no fueran estrictamente derivados
de las necesidades de la escena de su tiempo. Es el caso del teatro isabelino,
que fue cuestionado por los preceptistas neoaristotélicos por su prescindencia
de las famosas -y no siempre bien comprendidas unidades-, la presencia de
personajes populares, la mezcla de lo trágico y lo cómico, el empleo de lo
maravilloso y exótico, por todo lo cual, recién pudo ser recuperado por los
románticos.
Pero
hay un aspecto extraestético que atañe al Renacimiento, que me atrevo a
calificar de decisivo para la selección programática de Artaud, y que tiene que
ver con una imagen de ese período construida en el siglo XIX, especialmente por
el historiador suizo Jacobo Burckhardt, y que Johan Huizinga ha sintetizado de
manera lograda: la palabra Renacimiento evoca en el soñador la imagen de un
pasado de belleza, de púrpura y oro[4].
Nietzsche
también señaló en numerosos escritos ese carácter de excepcionalidad del
período en el que el hombre adquirió características sobrehumanas, para bien o
para mal. Héroes, genios, también villanos (como los Borgia, Bathory o el mismo
Cenci), personalidades individuales y únicas, sólo comparables con los míticos
personajes de las tragedias griegas, contrastaban con el burgués medio de su
tiempo fines del siglo XIX-, y también para Artaud, del primer tercio del
siglo XX. El Conde Cenci reúne esas características: su conducta, fuera de toda
ley, le permitía a Artaud atacar la superstición social de la familia[5].
Si
esta explicación no alcanzara para entender por qué reescribió un texto
dramático a partir de otro, el de Percy Shelley (1819), y del relato homónimo
de Stendhal (1834) (contradiciendo uno de los postulados del Primer
Manifiesto en cuanto al lugar del texto en el teatro occidental, como representación
del Dios-Autor), trataré de sumar otros argumentos, que exceden el carácter
del personaje central, del que el mismo Artaud se reservó la interpretación.
Los Cenci y el chivo expiatorio
Beatriz Cenci, que será llorada
eternamente,
tenía dieciséis años justos (…)
Cuando iba
a la muerte, estos bucles rubios le
caían sobre
los ojos, lo que le daba cierta
gracia
y movía a compasión.
(Stendhal, Los Cenci)
El
episodio histórico ocurrido en 1599 (parricidio en contra del Conde Cenci,
juicio sumario y ejecución pública de su esposa Lucrecia y de dos de sus
hijos, Santiago y Beatriz) conmovió a la opinión pública y fue ampliamente
documentado. En el Palacio Barberini existe un retrato de Beatriz Cenci, que
habría sido realizado en la celda poco antes de su ejecución y que fue
atribuido durante mucho tiempo al pintor Guido Reni.
Este
retrato (sea auténtico o no) impresionó a Stendhal, según puede leerse en su
crónica: el retrato-ícono de Beatriz en la ficción, aparece dotado de
movimiento[6].
Shelley que pudo verlo en 1818- ya lo había animado al traducirlo en personaje
teatral, así como a los restantes protagonistas de los sucesos, aunque su poema
dramático sólo se representaría mucho tiempo después, en 1886[7].
Artaud
escribió su drama conociendo todos estos materiales, pero en sus propósitos
habría que incluir una intención centrada en los efectos que preveía en los
espectadores, tal como ocurría en las tragedias de venganza, el género por
excelencia del período isabelino. Pero la elección no es temática, sino
arquetípica, Artaud intuía, más que personajes, en el sentido del teatro
moderno, fuerzas de la naturaleza encarnadas en seres particulares en los que
se disuelven los lazos sociales y familiares. En pocas escenas, en cuatro
actos, se llevan a cabo los delitos más aberrantes, los crímenes más salvajes,
y ni siquiera la justicia puede reestablecer el orden. Sin embargo, el
personaje de Beatriz Cenci, parece salir indemne aún después de su muerte. El
retrato confirmaría esta hipótesis: no puede advertirse en su expresión ningún
signo del abuso de su padre, ni arrepentimiento por el parricidio. No presenta
señal del agobio de la prisión, ni siquiera delata temor ante la inminencia de
la muerte. El retrato -he aquí un interesante fenómeno de interrelación
artística entre la plástica y el teatro- funciona como el garante de la
inocencia de Beatriz, quien resulta de este modo, el chivo expiatorio de esta
historia negra renacentista. Se sabe que Artaud cuidó mucho la elección de la
actriz que representaría el papel, que era célebre por su gran belleza; su
elevado cachet contribuyó a la ruina económica del autor[8]. Él mismo se encargaría de encarnar
la fuerza (según sus propias palabras) de su primer victimario, el padre,
más que de representarlo[9].
A esta
altura, Artaud renegaba de la idea del teatro como representación, postura que
se ha encargado de explicar con profundidad y extensamente Jacques Derrida.
Según Artaud, el teatro, desde su origen en la tragedia griega, siempre ha representado
(un texto, el Verbo, el Lógos, la palabra de un Dios-autor), por eso puede
afirmar que el teatro aún no ha nacido, o ha nacido muerto. A
partir de este planteo, Derrida establece una conexión entre Artaud y
Nietzsche, especialmente con la hipótesis del último en El nacimiento de la
tragedia (1886). El común rechazo a la mímesis, a la concepción
imitativa del arte, los retrotrae hacia el origen de la tragedia en el
ditirambo. Apenas un resto dionisíaco sobrevivía en el teatro de Esquilo (en
el que el hombre todavía se cree un poco dios), para luego desaparecer al
ganar el terreno el elemento apolíneo, por influjo del socratismo.
El
programa del Teatro de la Crueldad tiene como misión
restituir(nos) aquel momento, el de un Ur-teatro, para lo que debe
efectuar un parricidio con el dios-autor, la abolición de la estructura
jerárquica: sólo así podrá afectar al espectador, contagiarlo como la
peste, sacándolo del lugar de simple voyeur al que se lo ha reducido
desde siempre.
¿Cómo
lograrlo? Con los medios que el teatro posee, los lenguajes de la escena en una
relación de plena autonomía, y sin desdeñar la colaboración de los avances
tecnológicos. En Los Cenci, Artaud aprovechó cada uno de los lenguajes
de la escena y utilizó una serie de recursos técnicos, con el objetivo de
situar al espectador en el lugar del participante, poniendo un particular
énfasis en el aspecto sonoro[10]. Con
las limitaciones que la sala del Folies-Wagram le imponía, procuró crear un
sonido envolvente, mediante la colocación de parlantes en los cuatro puntos
extremos de la misma, que reproducían grabaciones de música y ruidos. También
recurrió al dispositivo denominado Ondas Martenot, que reproducen el sonido
electrónicamente, una novedad de su época[11].
Con Los
Cenci, Artaud proponía llegar al Teatro de la crueldad por caminos
laterales y simbólicos, lo que se tradujo en el insistente repicar de las
campanas de la catedral de Amiens, música suave e inquietante, o fuerte, con
ritmo obsesivo a la que se une una especie de voz humana desesperada,
aterradoras fanfarrias, gemidos, fuertes truenos, voces mezcladas con el
viento, martillazos, ruidos de pasos a los que no correspondía el
desplazamiento de los personajes, aleteos, ecos rítmicos. A modo de ejemplo,
véase la siguiente acotación, que pertenece a la escena del atentado fallido:
Por momentos todas
las voces se juntan en un punto del cielo como miles de pájaros que se unen en
vuelo. Después, las voces exageradas se oyen como en un vuelo muy cercano.
(op.cit.: 55)
El
plano sonoro música, ruidos, palabra- adquiere autonomía respecto de un
supuesto origen textual, ya no lo ilustra ni lo representa servilmente. Todo
esto nos indica que Artaud se interesó más por el aspecto material del sonido,
al que, a veces, puede auxiliar la palabra. Pero ésta no es, en modo alguno,
el centro del drama.
Tampoco
lo es el personaje, en el sentido en que lo era para el drama burgués de su
tiempo. En esta pieza, no se mueven por una lógica de la acción dramática ni
por impulsos psicológicos: aquí los personajes son arrastrados por un
vitalismo más cercano a la animalidad que a un posible malestar social, que
explicará diciendo que Toda la puesta en escena de la obra está basada en
ese movimiento de gravitación [12].
Un buen ejemplo de este concepto, es la escena en la que los personajes
aparecen disociados del movimiento, mediante un desfase sonoro, o a través del
empleo de maniquíes, para hacer decir a los héroes de la obra lo que los
perturba y que la palabra humana es incapaz de expresar. En algún sentido,
resulta homologable al uso de los maniquíes que reemplazaban a los actores en
la escena final de la puesta de Meyerhold de El inspector, de Gógol, en
1927, y que Artaud pudo haber conocido en una de sus giras[13].
El
espacio escénico también resulta afectado por la misma aspiración de autonomía
en tanto código teatral, ya que se independiza de cualquier similitud mimética
respecto de un lugar histórico o social determinado, deviene en una (u)topía.
En Los Cenci, el espacio resulta plenamente simbólico, una topología de
la mente, un espacio laberinto, una madriguera. Galerías profundas,
espiraladas, cámara de tortura, páramos, o lo que se quiera, el espacio debía
resultar, para Artaud, una construcción del cuerpo de los actores (y no de
los personajes). Programáticamente, el espectador debía ser parte del mismo,
ser obligado a la experiencia de perderse en esos vericuetos, en esas grietas
hechas de sombras y claroscuros; no pudo llevarlo a cabo en la práctica, en
razón de disponer de una sala a la italiana.
Con
esta utilización de los lenguajes de la escena, Artaud se habría propuesto
ejercer una suerte de identificación no ilusionista, no psicológica, más bien
sensorial- entre Beatriz Cenci y los espectadores. Pero, la parricida,
¿resulta víctima o victimaria? El antropólogo René Girard ha planteado este
mismo dilema respecto del mito de Edipo y la tragedia de Sófocles, a la luz de
diversas interpretaciones. Si el chivo expiatorio es un pharmakos para
la cultura griega, Edipo no podría serlo tal como sugieren Frazer, Vernant y
otros- porque no se puede ser simultáneamente hijo incestuoso y parricida por
un lado, y pharmakos por otro[14]. Este
es el desgarramiento de la tragedia griega, que presenta extremos
irreconciliables. Con su puesta en escena de Los Cenci, Artaud intentó
provocar a los espectadores parisinos, envolviéndolos en una tensión dilemática
e irresoluble; puso a prueba la capacidad performativa del teatro, es
decir, la de producir un determinado efecto en el receptor. Y esa propiedad no
pertenece exclusivamente al lenguaje, como parecieron descubrirlo los
lingüistas hace unas décadas al clasificar a algunos verbos como performativos,
lo que luego ampliaron como posibilidad de cualquier tipo de discurso. En
el teatro, la palabra es acción, como también pueden serlo todos los
lenguajes que en él concurren: dependerá de su utilización. No tengo dudas de
que el teatro de Artaud, a la luz de Los Cenci, hoy se calificaría como teatro
performático, dejando de lado la discusión de si hay o no un texto previo,
ya que en él, el trabajo del director no consiste en una ilustración de la
palabra o una mera representación.
Pero
cabe preguntarse, cuál era el propósito que dirigía el trabajo de Artaud como director
teatral. A esta altura, ha quedado claro que no estaba motivado por una
preocupación estética, sino que su pretensión tenía un objetivo muy diferente.
A modo de hipótesis, diría que oficiaba como una especie de guía o medium,
que conduciría al espectador a un estado de anacronismo histórico, fuera del
tiempo cotidiano de la burguesía urbana de Paris:
No estamos todavía
entre los dioses pero estamos casi entre los héroes, tal como los entendían los
antiguos. Y en todo caso, existe en los personajes de Los Cenci ese aspecto
exaltado, legendario: esa atmósfera de cabeza perdida que resplandece entre las
nubes, que se encuentra entre los héroes de los grandes cuentos y de las
maravillosas epopeyas. Por Los Cenci me parece que el teatro es devuelto a su
plan y que vuelve a encontrar esa dignidad casi humana sin la cual es inútil
molestar al espectador. (Artaud, en La Bête Noire)
Revivir
ese estado vital, extra-ordinario, ritual y pagano, ese sería el plan que el
teatro debía recobrar, por todos los medios a su alcance. Mediante el teatro,
se oficiaría una ceremonia para revivir esos momentos en los que el
hombre ha experimentado la ausencia de todo límite, de toda sujeción[15].
Bibliografía
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Ortiz de Gondra) Madrid, ADE, 2000.
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Antonin. (1938) El teatro y su doble. México, Hermes, 1992
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Antonin. (1946) Páginas escogidas. Buenos Aires, Need, 1997
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Antonin. (1935) Los Cenci. (Edición bilingüe; traducción de Rosa
Bengolea de Zemborain) Buenos Aires, Fundación Victoria Ocampo, 2005
Burke,
Peter. (1987) El Renacimiento. (Traducción de Carme Castells) Barcelona,
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Derrida,
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en La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 1989.
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Stendhal.
(1834) Los Cenci. La duquesa de Palliano. Madrid, Alianza, 1975
Nietzsche,
F. (1886). El nacimiento de la tragedia. (Traducción Andrés Sánchez
Pascual), Madrid, Alianza, 1996.
Notas