IUNA
 
número 5 | diciembre 2009
artículos
01. 02. 03. 04. 05.  

La teatralidad desde la imaginación dinámica (lineamientos teóricos en un movimiento reflexivo sobre realizaciones  escénicas)[1]

Adriana Norma Scheinin (UBA)

¿De qué modo pensar la teatralidad como proceso? ¿Es posible revisar la articulación mirante-mirado en la zona liminar de la representación como presencia? ¿Podemos valorar el acontecimiento escénico en tanto experiencia estética, aun excediendo la frontera de lo ficcional? ¿Qué es aquello que no puede faltar –incluso considerando la teatralidad en la vida cotidiana- para reconocerla como tal y no sólo como un efecto, un epifenómeno espectacular o una teatralización? Desde la vasta complejidad de estos interrogantes vamos a centrarnos en este trabajo en la cuestión de la teatralidad en el teatro. ¿Por qué pensamos que transitar esta problemática desde un abordaje no sólo semiótico sino fenomenológico y de teorías energéticas, puede aportar  a su fundamentación? ¿De qué modo recuperar un camino trazado por Artaud y recorrido por un Barthes hedonista, que ya está presente de algún modo en el Barthes semiólogo? (Culler) ¿Cómo acceder a la teatralidad en el juego de la materialidad escénica? ¿Cómo no perdernos en el impacto, en principio sensorial, de esa “polifonía informacional”?¿Es posible retornar a los “núcleos” (Barthes) o “matrices de teatralidad” (Ubersfeld) sin recurrir necesariamente al texto dramático, como si el teatro excediera los límites del drama (Lehmann) para reencontrar –siempre de otro modo- su dimensión inicial? (Nietszche) ¿En qué consiste una teatralidad  que evade en el espectáculo un texto dominante, para dar cabida a otra trama textual? ¿Hay un regreso del texto (literario, dramático) a una teatralidad que -en principio- lo habría dejado afuera? ¿Retorna la palabra como lo reprimido que no puede ser escamoteado por lo no verbal? ¿Acaso desde una consideración de movimiento y voz como manifestaciones del cuerpo sería adecuado seguir planteando esa dicotomía cuasi taxonómica de lo verbal y lo no verbal? ¿Cómo se condensa y se desplaza una textualidad que opera –como en el sueño- en el descentramiento de  una retórica en la que metáfora y metonimia juegan, a través del devenir de sus imágenes, una poética del espacio?

Aclaremos una idea que empezamos a esbozar y que intentaremos desarrollar en otros trabajos: No estamos hablando de teatralización, sino de teatralidad. Porque la teatralidad nos parece una condición fundante de cualquier teatralización posible. Pero a su vez, para nosotros teatralidad no implica necesariamente teatralización. No habría entre una y otra una relación causal. Consideramos que la teatralidad responde a una condición de presencia, más allá de cualquier representación factible. No negamos que el teatro se da a la mirada como representación, pero cuando hablamos de teatralidad nos permitimos rebasar el límite entre representación y presencia. Si retornamos a Artaud, podemos destacar en cualquier estado de representación, su condición fundante de presencia.  Desde nuestra concepción, en esto reside el potencial de la teatralidad.

¿Por qué estimar como posible este abordaje desde una filosofía de la diferencia? Quizá porque un pensamiento de lo disímil nos ayude a evitar una supuesta ontologizacíon de  lo teatral. ¿No nos alienta a deshabitar filiaciones metafísicas y esquemas cuantificables para entregarnos al trabajo del don (Derrida) -de la teatralidad que excede los términos del intercambio- al juego de lo procesual? ¿No nos desplaza de ciertos aferramientos a la identificación, que suelen obturar la captación móvil  e inquietante del fenómeno escénico?  Si  diferenciamos la repetición mecánica y la artística, en ese retorno se abre el teatro como filosofía del porvenir (Nietzsche) y en esa transgresión emerge la teatralidad. Nos referimos al movimiento reflexivo de un teatro que deviene y se patentiza como un estado de exceso de su misma presencia. En el caso de El día que Nietzsche lloró[2], el personaje de la histérica desbordaba su cuerpo en la representación escénica: su texto era cuerpo. Se valía de una palabra corporizada y de un cuerpo hablante. Pedía un contacto local, repetido, como si en cada retorno de su demanda se abriera lo que faltaba. Se hallaba en la parte superior de la escena, en el altísimo espacio del sufrimiento. Era paciente. Padecía impacientemente su dolencia. Era teatral –no porque estuviéramos en el teatro, o no sólo por ello- en la medida en que construía la escena. Ella era su escena. Siguiendo a Deleuze (02, 33-34-35),  notamos que lo fundante del movimiento no está en la oposición, sino en la repetición. Porque es en el retorno donde se dimensionan las diferencias en gamas que pueden llegar a darse como oposiciones. Creo que en Artaud se da esta “potencia terrible” de la repetición en el teatro, como condición fundante de la teatralidad. Nos atreveríamos a decir que a la base del teatro está lo lúdico (Gadamer), la acción repetitiva del juego de lo artístico. Visto de este modo, en el origen del teatro no estaría la acción como conflicto (ni siquiera como un tipo especifico del cuadro de las oposiciones), sino la diferencia que emana de lo que se repite transgrediendo. La representación daría, entonces, un “falso teatro” -nosotros lo llamaríamos efectista-, un “falso movimiento”, un “falso drama” (Deleuze: 02, 34). Y la teatralidad arrancaría al teatro de ese estado para vindicarlo en su condición de presencia. El movimiento de la transgresión ubicaría al teatro en su potencialidad como acto puro. Si hablamos de acción es como metamorfosis de lo actuante (creemos seguir en esto a Nietzsche, Artaud, Deleuze…) y no como fijación (representativa) de lo actuado. No invalidamos el teatro como representación. Reiteramos que la teatralidad funda -para nosotros- la presencia del teatro, que a su vez deriva en diferentes estados (de presencia y de representación).

¿En qué consistiría, entonces, un teatro de la repetición? No en un teatro de sesgo mecanicista. En tal caso, si aparenta serlo (Kantor) es mostrando la dimensión plástico-sonora en sus “cortes móviles” (Deleuze). Sería un teatro de trazos dinámicos, de experimentación de fuerzas “puras”, si las consideramos fuerzas sin búsqueda de efectismos, válidas en sí y por sí enhebrando textualidades sin una programación “a priori” de sus pasos. Un teatro que visualizamos de este modo, es aquel en el que el proyecto orienta como consigna la circulación y proliferación de estas fuerzas ya no obturadas, nomadizando una energía libre que puede anclar en  los cuerpos animados, en los objetos, en elementos escenotécnicos, vestuario y luz, proyectando su tensión teatral desde la escena y entre ésta y los espectadores. El “aquí y ahora” es presencia condensada de la temporalidad. La teatralidad, para nosotros, no se basa sólo en el juego espacial de la mirada, sino en la temporalidad que atraviesa y condiciona su transfiguración. El espectador no captura una imagen fija; capta un “corte móvil”. Si no, más que espectador, se instituye como cazador o apresador. Entonces, el “aquí y ahora” del instante (Bachelard) se daría como “corte móvil” de este desplazamiento. Por eso el “aquí y ahora” no es sólo el de la percepción puntual (como en la Fenomenología de Hegel), sino el de una imaginación dinámica jugada entre lo sensible y la ideación.

Siguiendo el tratamiento temporal, nos planteamos: ¿Cuáles serían los caminos para abrir la escucha de lo sonoro en una actividad receptiva de coproducción dialógica entre actor y espectador? ¿Cómo podría transitarse con mayor fluidez y menos obturaciones un proceso de significación desde la captación rítmica de lo musical? En el texto emitido en escena se da un trabajo de ruptura del molde métrico que lleva  la prosa a un modo letárgico de recitación. El molde métrico –como cualquier molde- hace que las palabras pierdan su convocatoria imaginante precisamente por la monotonia musical, asordinando limitativamente el valor de las ideas provenientes de la sensibilidad. Desde la singularidad artística preferimos basarnos en “ideas sensibles” y no en ideas-esquemas o ideas-formas. Las categorías operantes en el  actor están vivas. Vitalidad que remite a instantes de espacialidad poética y no a lugares nadificantes. Entonces, si retornamos a las “matrices de teatralidad”, es considerándolas marcadores de polirritmia (Deleuze: 02, 50). Porque sin polirritmia no hay juego de la acción. La acción consistiría en una deriva rítmica de las series expresivas condensándose y dilatándose. Así es posible generarla desde una gran concentración en el trabajo escénico y atraer, a su vez, la atención del espectador. De este modo, el trabajo escénico lo sorprende, parece abandonarlo y lo vuelve a atraer, precisamente porque la clave de la organización rítmica es lo desigual (Deleuze: 02, 50). Entonces, una partitura escénica avanza en su dinámica espacio-temporal por “repeticiones-ritmo” y no por “repeticiones-medidas” (Deleuze: 02, 50). Los acentos tónicos en una partitura escénica nos permiten considerarla como duración en valores de intensidad, y ya no como regularidad isocrónica (Deleuze: 02, 49). Desde esa rítmica intensiva podemos reconocer las condensaciones como núcleos y las expansiones como liberaciones energéticas de teatralidad. Podríamos también relacionar esto con las “impulsiones” y lo tónico en Chion y con el sats en la Antropología teatral según Barba. Desde la espacio-temporalidad siempre volvemos al proceso, a una teatralidad en acción. Si seguimos a Deleuze, podemos pensar que en este proceso se  hace “subir el fondo y disolver la forma.” (02, 62) Ahora bien: ¿cómo sucedería esto? ¿Cómo imaginamos que sube el fondo y se disuelve la forma, por ejemplo, en la puesta de La reina[3]? El fondo ya está ahí, excediendo la forma en el texto de Jelinek. Pero ese fondo no quedaba fijado en forma en la puesta. Era un fondo que transitaba deformidades, o mejor aún, que se iba in-formando transformándose en el cuerpo de la performer y en el cuerpo del espacio. Más que de fondo y figura desde una concepción gestáltica, se trataría de un fondo inasible que no se dejaría apresar en “formas”, que se transfiguraría plástico-musicalmente en la puesta. Como en el sueño, no habría pautas dominantes de tiempo cronológico, sino una temporalidad expandida, o más aún suspendida, liberada. El cuerpo textual (de la performer, del vestuario, de los elementos escénicos, configurados y transformados como texto) se transfiguraba a su vez en su deriva semántica. De otro modo: se trataría de una configuración transfigurante, de un ritmo superador de toda métrica, de una partitura viva más allá de su cronometraje. Siempre hay un resto en este devenir de una teatralidad que hace fondo excediendo su forma; o bien: de una teatralidad que va más allá de cualquier modo de teatralización. Si pensamos la diferencia como “catástrofe” o “ruptura”, “¿no da pruebas, acaso, de un fondo rebelde irreductible que sigue actuando bajo el equilibrio aparente de la representación orgánica?” (Deleuze: 02, 71) Desde esta concepción, ¿lo performático no puede ser pensado como ese “sin fondo” inasible de la representación? Y a su vez, la representación: ¿no sería un “corte móvil” de esa presencia en devenir? Es en el límite como zona de despliegue de la potencialidad (Deleuze: 02, 74), donde el juego desborda al performer que en ese exceso, incorpora al espectador. Hay límite y ya no lo hay. O lo hay de otro modo. Corrimiento de frontera como horizonte móvil; teatralidad de lo inapresable en la oscilación -entre sueño y vigilia- del ensueño. En La metamorfosis. El cambio final[4] quedaba puesto de manifiesto ese mundo teatral de las mutaciones, del que habla Deleuze volviendo a Nietzsche. La repetición no es una moda rítmica. En tal caso, algunas manifestaciones del teatro contemporáneo ponen en juego la repetición como síntoma de un deseo que nunca termina de consumarse, o de una pulsión que no acaba su hundimiento. Se trata de tensores (Lyotard) que no alcanzan su fin porque exceden una acotada pertenencia. La individuación, a diferencia de la individualidad, prolifera en seres y mundos. En esta puesta eran  las cucarachas “volantes” o, más allá de la representación, los volantes con dibujos de cucarachas los que volaban hasta caer de uno u otro lado –zonas de acción y de espectación- como animales inefables, de papel, como personajes diseminados, como íconos-huellas de una muerte desperdigada. La tonalidad del mundo transfigurado daba color al ser, desde ocres que llevaban a la tierra de pertenencia, de pérdida. Más allá, desde el “devenir animal”, el cuerpo se guardaba. La oscuridad de la cripta (arcón, caja) era la del cuerpo. Cuerpo desmembrado hasta lo monstruoso, encerrado tras el límite del que no era posible retornar. La muerte no se daba sólo como la extinción del deseo, sino como la disolución de la pulsión. La última vuelta del relato ya no repetía más. Podríamos pensar que mientras hay puesta en escena de la pulsión, hay teatralidad de la muerte, como la que mostraron a su modo Artaud y Kantor. Estos artistas tuvieron el deseo de poner de manifiesto -como se muestra en teatro, en exceso, desde y más allá de los límites- la teatralidad. Por un camino singular y muy diferente, también lo hizo en nuestro medio Discépolo[5]. Creemos  que  lo que intenta Cacace en su puesta de Stefano[6] es retornar, repetir transgrediendo el límite, exacerbando voz, gestualidad y caracterización de personajes, con una música y una elaboración escenográfica que exceden un encuadre de época. Ahonda en la superficie de la interioridad de la casa, de los seres, de los objetos habitados. Deja que los objetos se transformen en el juego teatral.

También reconocemos una teatralidad de la muerte vitalmente expuesta en La pesca[7]. El contexto se ofrece excesivamente claro en el programa de mano. Como un repaso –volver a dar los pasos- retorna sobre la(s) historia(s) de los personajes, trama una red textual, red de pesca de la historia, de lo que quedó de ella, lanzando línea hacia el arroyo que subyace. Por debajo de los barrios y en los barrios hay un agua turbia que no deja de correr.  Y la casa-pecera, vacío de hogar, se detiene en pausas (límites) para volver a desplegarse. Casa de pliegues acuáticos, de movimientos sociales y políticos, de mujeres que aparecen centrales en las historias y ausentes de cuerpo en escena para desvanecerse en los márgenes; mujeres nombradas, evocadas, deseadas, como peces inapresables en aguas contaminadas. La historia misma opera como una red tóxica que termina devorando al padre, como un devenir (histórico, político, social, familiar…) que succionando al padre del movimiento, deja a los hijos más que huérfanos, sin red simbólica, sin potencia textual, sin cuerpo-texto. La mujer, como extranjera de la interioridad, no sale ni entra a pescar: potencia que está siempre más allá, casi inhallable.En La metamorfosis no sólo los personajes de la madre y la hermana, sino la mujer-foto que inviste la cara de una de las cajas -la mujer de las pieles en el cuento de Kafka- intervienen (cortan) la “línea de fuga” del personaje de Gregorio. En La reina la demultiplicación de la performer y de las mujeres proyectadas, y esa especie de máscara neutra, casi disuelta en el fondo (quizás una modalidad de máscara larvaria), funcionaba como una matriz de máscaras, actuante como definición (ya antigua) de personaje. Papel de una, de otra, de varias, papel coral, masificación de células en el tejido político y social. Mujer disuelta en el “sin fondo” de la masa. Acontecimiento textual. Acontecimiento como tejido que late. Experiencia de un juego teatral, que funde masa y singularidad.

Si “la contradictoriedad representa sólo en el infinito el movimiento de la interioridad” (Deleuze: 02, 80), la interioridad del grotesco discepoliano lleva a un abismo infinito. De otro modo, en la puesta de Bartís  la interioridad de la casa-común, casa de pesca que habitan los amigos, también deriva hacia aguas abismales. Abriéndonos hacia lo contextual, tal vez podríamos pensar  estas construcciones como si estuvieran elaboradas sobre el “sin fondo” de una supuesta “argentinidad”, de una serie de contradicciones no resueltas, como algo que no llegaría a definirse –más allá de lo ficcional- a partir del río más ancho del mundo, ni por un imponente glaciar, ni desde un mejor mundial. Algo que seguiría flotando en el recuerdo, como un fétido arroyo subyacente, o un Riachuelo nunca saneado, o un mar sin fondo que dejaron atrás arriesgados inmigrantes o, más aún, como sepultura abismal de cadáveres irrecuperables. ¿Qué aguas nos atraviesan? ¿Cuáles nos inundan? Recordemos también el espectáculo Ajena[8], basado en la narración biográfica de una víctima de una inundación. ¿Es posible indemnizar, aunque se quiera,  lo que se tragan las aguas? Retomando las puestas de referencia: hay un infinito de la interioridad de la reina, de Gregorio, de los pescadores, de los náufragos y sus sobrevivientes, que estalla en el contacto entre las series. No son las contradicciones del conflicto las que llevan al infinito. Pueden ser sólo una manera de hacerlo presente. Entonces, modelos como el actancial serían un supuesto croquis del infinito, una manera de tenderle una red de pesca a la teatralidad contemporánea. En cambio, un mapa de series que se encuentran nos entregaría un infinito potencial. Allí podrían tener su residencia todo tipo de laberintos, aun el peor de ellos, el desierto (Borges). Pero una Ariadna siempre quedaría afuera, como en La pesca. La mujer, una vez más,  provee el hilo de la ausencia para la red, siendo ajena a la trama desencadenada. En La reina,  esa especie de banda de Moebius profusamente puesta en juego, hacía que la trama textual consistiera en el despliegue del personaje. Era un cuerpo textual atravesado y atravesando diversas series. Las líneas de tensión en este tipo de teatro se encuentran, quizá, como las paralelas en el infinito. Entonces, el lugar de la escena aparece como espacio puntual de la posibilidad del encuentro, como representación en la presencia. Y las líneas de imagen, como “líneas de fuga”, llegan, se tocan y vuelven a perderse. Ya la mirada moderna es una construcción. Destruye la dogmática de puntos fijos. Podríamos, sin embargo, volviendo a las “matrices de teatralidad”, considerar puntos relevantes atravesados por series en diversas direcciones; “series que, a su vez, convergen alrededor de otros puntos” (Deleuze: 02, 89). La proximidad de los núcleos puede generar divergencias. Así, en el final de Stéfano, las series de la frustración se condensan en la línea del personaje protagónico, expandiéndose exasperadamente en un intento de encontrar una salida (“línea de fuga”) que lo hace derivar en mutaciones espaciales que lo llevan a la ciénaga de la oscuridad. Aun con sus marcadas diferencias, en La metamorfosis también se condensan los tensores dramáticos en la resolución final. El espacio vuelca cuerpos, los acoge en lugares no convencionales. En Stéfano: mesa-cama o bien la mesa familiar que preanuncia o pre-inicia o da comienzo con su marca textual al supuesto encuentro circular de la familia que se expandirá en el desarrollo estallando, en el final del espectáculo, en todas direcciones. Lo que podríamos considerar un primer “círculo de atención” (Stanislavski) luego se atomizará en el círculo del escritorio de Stéfano, de la mesa como lugar de dolor (escena de Stéfano y su mujer), de revelación de la no traición del discípulo, dando una vuelta más en el retorno a las versiones del fracaso. Si retomamos la idea de dejar emerger el fondo, creo que esa surgencia aparecía en La metamorfosis, en La reina y aún se sigue dando en la  puesta de Stéfano. Lo que emerge es quizá esa especie de subtexto que problematizaba Stanislavski como tan difícil de captar. En Stéfano se llega al “sin fondo” desde un campo de fuerzas en juego en el proceso dramatúrgico y escénico, hasta que la música transfigura los ruidos y voces de la casa y la partitura se hace fantasmagórica, síntoma del hundimiento. El hundimiento ya estaba, pero diseminado en determinaciones formales que organizaban contenidos (los de los padres, de los hijos, de la mujer, del discípulo, de Stéfano mismo). La partitura, más que des-componerse está descompuesta desde el inicio, como la ópera que nunca se consuma, como el temblor instrumental de Stéfano al “hacer la cabra”. Ese “sin fondo”, esa sustracción de horizonte que confundió a los inmigrantes, se revela en esta obra como la música que no iba a poder ser construida. Sonoridad que, en la puesta, envuelve y succiona en una especie de “sin fondo” esa posible alteridad, ese horizonte utópico inalcanzable. La casa, la intimidad, ya no puede ser el territorio. El lugar se nomadiza hacia la muerte, la pérdida, la disminución del potencial humano y artístico.

Si la tensión dramática es deudora de la teatralidad, de este exceso fundacional, de este “sin fondo” del que surge, ningún modelo puede sostenerla, sino sólo apenas intentar explicarla desde categorías del entendimiento. Pero más que entender y aun que comprender realizaciones como esta puesta de Stéfano desde un plexo de determinismos, podríamos pensarlo desde ese plus que va sustrayéndose a su potencialidad. El ser se denigra por esa pérdida, por ese resto exultante que creyó tener (era su potencial) y ya no está (no desplegó su juego). O tal vez su capacidad era otra y la trama social, política, económica, cultural, lo desvió hacia una paradójica utopía del poder: poder llegar a ser en una realización reconocida (la obra). La madre espera los mejores versos de su hijo, como esperó la mejor ópera de su esposo. Reinicia el juego incestuoso del poder. Y la hija quiere dar al padre el alimento. Pero el sabor de la vida escapa por otro canal. Estamos hablando de “matrices de teatralidad” y, sin embargo,  la teatralidad funcionaría como desmadre; vale decir: como diáspora originaria de semillas que anclan -en estos casos- no llegando a fructificar y que vuelven a diseminarse. Si retomamos una vez más la consigna: “Todo es signo”, fenomenológicamente hablando podría enunciarse como 'todo es aparecer'; o bien: la existencia del fenómeno consiste en “estar- ahí”. Esta residencia del ser teatral deviene ostensible. El “sin fondo” emerge, entonces, no como signo obvio sino como una sustractiva “imagen-movimiento”. La casa se torna interioridad expuesta, teatral: una especie de signo sustractivo. Los poros de la escena como ojos de la piel tienen la reversibilidad del adentro y del afuera. Si  un texto que respira es un texto rítmico, la teatralidad es la condición temporal de un 'hacer espacio'. Entonces, la piel textual puede crecer, desbordándose en pliegues y crear, como en La reina, una desmesura discursiva. El devenir imaginativo trasciende los márgenes conceptuales. Va más allá del esquematismo condicionado a valores cognitivos del entendimiento y en  múltiples –si no infinitos- juegos, el cuerpo  de la escena se construye como un tejido que no cesa. Puede detenerse circunstancialmente, pero no acaba su recorrido. Sigue tramando su despliegue. Evocación de cuerpos, de un cuerpo abastecido por la muerte, o piel de huesos en La reina. La teatralidad, de uno u otro modo, siempre es un exceso. La muerte en esta puesta no era teatral porque Jelinek en su texto ostentara a la actriz-personaje saliendo de un sarcófago. Era teatral en su no dar el rostro. O bien: la puesta en escena construía, a partir de la dramaturgia, la evanescencia nómade de la rostreidad. El rostro estaba desde otro lugar, en un quiebre temporal de la mirada, mostrando la ruptura del cuerpo y dislocando el acto de la recepción. Porque la trama del cuerpo era un texto que viajaba en el vaivén del juego, podíamos pensar la teatralidad desde una matriz lúdica. En La metamorfosis. El cambio final, Gregorio no lograba dar respuesta al modélico hombre del poder. Tampoco podía abrir su potencial. Su impotencia generaba una transformación denigrante. No involución. Ingreso en la animalidad oscura. También podemos imaginar a la reina como un bicho óseo: la muerte descarnándose en una fantasmagórica encarnación. O devenir del tejido entre muerte y muerte, no como en el cuento de Borges en el que un instante único y fugaz abarca en plenitud el fluir de la vida antes del final. Porque en La reina, la palabra-acto deviene como texto mortuorio en el decir y en el vestuario-piel. Así que cualquier equivalencia devuelve a la intérprete-personaje(s) al estrago del cuerpo. Cuerpo material y a su vez simbólico, actuante de la teatralidad. Dice Deleuze:“(…) no se llega al extremo llevando al infinito las formas medias”. “Aquellos a los que Nietzsche llama maestros son sin duda alguna hombres de potencia, pero no los hombres del poder” (02, 98). Para nosotros, la forma media implica la dualidad forma-materia. La forma extrema, en cambio, no dualiza: es proceso de transformación. Hay una metamorfosis imparable, una especie de semiosis ilimitada, un ludismo de los signos. La metamorfosis. El cambio final funcionaba como espectáculo tramado en un texto con principio (del cuerpo-espacio-relato en el tiempo), mediaciones (mutaciones sígnicas del cuerpo actuante en personajes, de los objetos en diversas alteridades, del instrumento musical, caja de sonidos, de resonancias), y del pianista-partenaire que imprimía un movimiento vertiginoso arrojando  proyectiles-manzanas, cerca del final. Representar sería entonces, para nosotros, mostrar puntualmente la teatralidad de una experiencia, demarcar un proceso como texto expuesto. La representación en sí –si hay un “en sí” de la representación- se daría en un nivel empírico, óntico. Por otra parte, una ontología de la representación ya implica el acompañamiento de un movimiento cognoscitivo, una deriva hacia conceptos como el tan problemático de “texto espectacular”. Y a su vez, como vimos desde una concepción de base fenomenológica, la teatralidad funda en su condición potencial cualquier experiencia de textualidad escénica. Como las Intuiciones puras del Espacio y el Tiempo en Kant, abre la dimensión receptiva de la materialidad. El “espesor de signos” como piel configurante y  transfigurable en la experiencia de la teatralidad deviene potencia teatral, más que poder representativo. Movimiento de exceso que barre fragmentaciones fetichistas. Teatralidad como “diferencia y repetición”, como devenir material de una “filosofía del porvenir”. O tal vez, teatralidad que deviene construyendo el porvenir del teatro.

 

BIBLIOGRAFÍA

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Bachelard, G., La intuición del instante, México, FCE, 1989.

----------------, La poética de la ensoñación, México, FCE, 1982.

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Ubersfeld, A., Semiótica teatral, Madrid,  Cátedra, 1998.



[1] Este trabajo es una revisión de la ponencia presentada en el I Congreso Internacional Artes en cruce. Problemáticas teóricas actuales, organizado por el Departamento de Artes de la FFyL de la UBA (1,2 y 3 de octubre de 2008).

[2] Espectáculo dirigido por Lía Jelin, adaptación de Luciano Lazaux sobre la novela de Irvin D. Yalom, estrenado en 2006.

[3] Espectáculo dirigido por Alberto Montezanti con actuación de Soledad Oubiña sobre el texto de Jelinek La Reina de los Alisos, estrenado en 2008.

[4] Con interpretación de Carlo Argento y del pianista Esteban Rozenszain, este espectáculo fue dirigido por Vivian Luz, según la dramaturgia de Laura Ferrari basada en el cuento de Kafka.

[5] Julia Elena Sagaseta indagó la concepción teatral de Discépolo desde categorías del pensamiento deleuziano.

[6] Espectáculo estrenado en 2008 y actualmente en cartelera.

[7] Ricardo Bartís estrena este espectáculo en 2008 y se mantiene en la temporada 2009 con una notable presencia de público.

[8] Relato coral  dirigido por Guillermo Cacace, como Proyecto de graduación del Dto. de Artes dramáticas del IUNA, 2006.

 
 
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