¿De qué modo
pensar la teatralidad como proceso? ¿Es posible revisar la articulación
mirante-mirado en la zona liminar de la representación como presencia? ¿Podemos
valorar el acontecimiento escénico en tanto experiencia estética, aun
excediendo la frontera de lo ficcional? ¿Qué es aquello que no puede faltar
–incluso considerando la teatralidad en la vida cotidiana- para reconocerla
como tal y no sólo como un efecto, un epifenómeno espectacular o una
teatralización? Desde la vasta complejidad de estos interrogantes vamos a
centrarnos en este trabajo en la cuestión de la teatralidad en el teatro. ¿Por
qué pensamos que transitar esta problemática desde un abordaje no sólo
semiótico sino fenomenológico y de teorías energéticas, puede aportar a su
fundamentación? ¿De qué modo recuperar un camino trazado por Artaud y recorrido
por un Barthes hedonista, que ya está presente de algún modo en el Barthes
semiólogo? (Culler) ¿Cómo acceder a la teatralidad en el juego de la
materialidad escénica? ¿Cómo no perdernos en el impacto, en principio
sensorial, de esa “polifonía informacional”?¿Es posible retornar a los
“núcleos” (Barthes) o “matrices de teatralidad” (Ubersfeld) sin recurrir
necesariamente al texto dramático, como si el teatro excediera los límites del
drama (Lehmann) para reencontrar –siempre de otro modo- su dimensión inicial?
(Nietszche) ¿En qué consiste una teatralidad que evade en el espectáculo un
texto dominante, para dar cabida a otra trama textual? ¿Hay un regreso del
texto (literario, dramático) a una teatralidad que -en principio- lo habría
dejado afuera? ¿Retorna la palabra como lo reprimido que no puede ser
escamoteado por lo no verbal? ¿Acaso desde una consideración de movimiento y
voz como manifestaciones del cuerpo sería adecuado seguir planteando esa
dicotomía cuasi taxonómica de lo verbal y lo no verbal? ¿Cómo se condensa
y se desplaza una textualidad que opera –como en el sueño- en el
descentramiento de una retórica en la que metáfora y metonimia juegan, a
través del devenir de sus imágenes, una poética del espacio?
Aclaremos una
idea que empezamos a esbozar y que intentaremos desarrollar en otros trabajos:
No estamos hablando de teatralización, sino de teatralidad. Porque la
teatralidad nos parece una condición fundante de cualquier teatralización
posible. Pero a su vez, para nosotros teatralidad no implica necesariamente
teatralización. No habría entre una y otra una relación causal. Consideramos
que la teatralidad responde a una condición de presencia, más allá de cualquier
representación factible. No negamos que el teatro se da a la mirada como
representación, pero cuando hablamos de teatralidad nos permitimos rebasar el
límite entre representación y presencia. Si retornamos a Artaud, podemos
destacar en cualquier estado de representación, su condición fundante de
presencia. Desde nuestra concepción, en esto reside el potencial de la
teatralidad.
¿Por qué estimar como posible este
abordaje desde una filosofía de la diferencia? Quizá porque un pensamiento de
lo disímil nos ayude a evitar una supuesta ontologizacíon de lo teatral. ¿No
nos alienta a deshabitar filiaciones metafísicas y esquemas cuantificables para
entregarnos al trabajo del don (Derrida) -de la teatralidad que excede los
términos del intercambio- al juego de lo procesual? ¿No nos desplaza de ciertos
aferramientos a la identificación, que suelen obturar la captación móvil e
inquietante del fenómeno escénico? Si diferenciamos la repetición mecánica y la artística, en
ese retorno se abre el teatro como filosofía del porvenir (Nietzsche) y en esa
transgresión emerge la teatralidad. Nos referimos al movimiento reflexivo de un
teatro que deviene y se patentiza como un estado de exceso de su misma
presencia. En el caso de El día que Nietzsche lloró[2], el personaje de la
histérica desbordaba su cuerpo en la representación escénica: su texto era
cuerpo. Se valía de una palabra corporizada y de un cuerpo hablante. Pedía un
contacto local, repetido, como si en cada retorno de su demanda se abriera lo
que faltaba. Se hallaba en la parte superior de la escena, en el altísimo
espacio del sufrimiento. Era paciente. Padecía impacientemente su dolencia. Era
teatral –no porque estuviéramos en el teatro, o no sólo por ello- en la medida
en que construía la escena. Ella era su escena. Siguiendo a Deleuze (02,
33-34-35), notamos que lo fundante del movimiento no está en la oposición,
sino en la repetición. Porque es en el retorno donde se dimensionan las
diferencias en gamas que pueden llegar a darse como oposiciones. Creo que en Artaud se da esta
“potencia terrible” de la repetición en el teatro, como condición fundante de la
teatralidad. Nos
atreveríamos a decir que a la base del teatro está lo lúdico (Gadamer), la
acción repetitiva del juego de lo artístico. Visto de este modo, en el origen
del teatro no estaría la acción como conflicto (ni siquiera como un tipo
especifico del cuadro de las oposiciones), sino la diferencia que emana de lo
que se repite transgrediendo. La representación daría, entonces, un “falso teatro”
-nosotros lo llamaríamos efectista-, un “falso movimiento”, un “falso drama”
(Deleuze: 02, 34). Y la teatralidad arrancaría al teatro de ese estado para
vindicarlo en su condición de presencia. El movimiento de la transgresión
ubicaría al teatro en su potencialidad como acto puro. Si hablamos de acción es
como metamorfosis de lo actuante (creemos seguir en esto a Nietzsche, Artaud,
Deleuze…) y no como fijación (representativa) de lo actuado. No invalidamos el
teatro como representación. Reiteramos que la teatralidad funda -para nosotros-
la presencia del teatro, que a su vez deriva en diferentes estados (de presencia
y de representación).
¿En qué consistiría, entonces, un
teatro de la repetición? No en un teatro de sesgo mecanicista. En tal caso, si
aparenta serlo (Kantor) es mostrando la dimensión plástico-sonora en sus
“cortes móviles” (Deleuze). Sería un teatro de trazos dinámicos, de
experimentación de fuerzas “puras”, si las consideramos fuerzas sin búsqueda de
efectismos, válidas en sí y por sí enhebrando textualidades sin una
programación “a priori” de sus pasos. Un teatro que visualizamos de este modo,
es aquel en el que el proyecto orienta como consigna la circulación y
proliferación de estas fuerzas ya no obturadas, nomadizando una energía libre
que puede anclar en los cuerpos animados, en los objetos, en elementos
escenotécnicos, vestuario y luz, proyectando su tensión teatral desde la escena
y entre ésta y los espectadores. El “aquí y ahora” es presencia condensada de
la temporalidad. La teatralidad, para nosotros, no se basa sólo en el juego
espacial de la mirada, sino en la temporalidad que atraviesa y condiciona su
transfiguración. El espectador no captura una imagen fija; capta un “corte
móvil”. Si no, más que espectador, se instituye como cazador o apresador.
Entonces, el “aquí y ahora” del instante (Bachelard) se daría como “corte
móvil” de este desplazamiento. Por eso el “aquí y ahora” no es sólo el de la
percepción puntual (como en la Fenomenología de Hegel), sino el de una
imaginación dinámica jugada entre lo sensible y la ideación.
Siguiendo el tratamiento temporal,
nos planteamos: ¿Cuáles serían los caminos para abrir la escucha de lo sonoro
en una actividad receptiva de coproducción dialógica entre actor y espectador?
¿Cómo podría transitarse con mayor fluidez y menos obturaciones un proceso de
significación desde la captación rítmica de lo musical? En el texto emitido en
escena se da un trabajo de ruptura del molde métrico que lleva la prosa a un
modo letárgico de recitación. El molde métrico –como cualquier molde- hace que
las palabras pierdan su convocatoria imaginante precisamente por la monotonia
musical, asordinando limitativamente el valor de las ideas provenientes de la
sensibilidad. Desde la singularidad artística preferimos basarnos en “ideas
sensibles” y no en ideas-esquemas o ideas-formas. Las categorías operantes en
el actor están vivas. Vitalidad que remite a instantes de espacialidad poética
y no a lugares nadificantes. Entonces, si retornamos a las “matrices de
teatralidad”, es considerándolas marcadores de polirritmia (Deleuze: 02, 50).
Porque sin polirritmia no hay juego de la acción. La acción consistiría en una
deriva rítmica de las series expresivas condensándose y dilatándose. Así es
posible generarla desde una gran concentración en el trabajo escénico y atraer,
a su vez, la atención del espectador. De este modo, el trabajo escénico lo
sorprende, parece abandonarlo y lo vuelve a atraer, precisamente porque la
clave de la organización rítmica es lo desigual (Deleuze: 02, 50). Entonces,
una partitura escénica avanza en su dinámica espacio-temporal por
“repeticiones-ritmo” y no por “repeticiones-medidas” (Deleuze: 02, 50). Los
acentos tónicos en una partitura escénica nos permiten considerarla como
duración en valores de intensidad, y ya no como regularidad isocrónica
(Deleuze: 02, 49). Desde esa rítmica intensiva podemos reconocer las
condensaciones como núcleos y las expansiones como liberaciones energéticas de
teatralidad. Podríamos también relacionar esto con las “impulsiones” y lo
tónico en Chion y con el sats en la Antropología teatral según Barba.
Desde la espacio-temporalidad siempre volvemos al proceso, a una teatralidad en
acción. Si seguimos a Deleuze, podemos pensar que en este proceso se hace
“subir el fondo y disolver la forma.” (02, 62) Ahora bien: ¿cómo sucedería
esto? ¿Cómo imaginamos que sube el fondo y se disuelve la forma, por ejemplo,
en la puesta de La reina[3]?
El fondo ya está ahí, excediendo la forma en el texto de Jelinek. Pero ese
fondo no quedaba fijado en forma en la puesta. Era un fondo que transitaba
deformidades, o mejor aún, que se iba in-formando transformándose en el cuerpo
de la performer y en el cuerpo del espacio. Más que de fondo y figura
desde una concepción gestáltica, se trataría de un fondo inasible que no se
dejaría apresar en “formas”, que se transfiguraría plástico-musicalmente en la
puesta. Como en el sueño, no habría pautas dominantes de tiempo cronológico,
sino una temporalidad expandida, o más aún suspendida, liberada. El cuerpo
textual (de la performer, del vestuario, de los elementos escénicos,
configurados y transformados como texto) se transfiguraba a su vez en su deriva
semántica. De otro modo: se trataría de una configuración transfigurante, de un
ritmo superador de toda métrica, de una partitura viva más allá de su
cronometraje. Siempre hay un resto en este devenir de una teatralidad que hace
fondo excediendo su forma; o bien: de una teatralidad que va más allá de
cualquier modo de teatralización. Si pensamos la diferencia como “catástrofe” o
“ruptura”, “¿no da pruebas, acaso, de un fondo rebelde irreductible que sigue
actuando bajo el equilibrio aparente de la representación orgánica?” (Deleuze:
02, 71) Desde esta concepción, ¿lo performático no puede ser pensado como ese
“sin fondo” inasible de la representación? Y a su vez, la representación: ¿no
sería un “corte móvil” de esa presencia en devenir? Es en el límite como zona
de despliegue de la potencialidad (Deleuze: 02, 74), donde el juego desborda al
performer que en ese exceso, incorpora al espectador. Hay límite y ya no
lo hay. O lo hay de otro modo. Corrimiento de frontera como horizonte móvil;
teatralidad de lo inapresable en la oscilación -entre sueño y vigilia- del
ensueño. En La metamorfosis. El cambio final[4]
quedaba puesto de manifiesto ese mundo teatral de las mutaciones, del que habla
Deleuze volviendo a Nietzsche. La repetición no es una moda rítmica. En tal
caso, algunas manifestaciones del teatro contemporáneo ponen en juego la
repetición como síntoma de un deseo que nunca termina de consumarse, o de una
pulsión que no acaba su hundimiento. Se trata de tensores (Lyotard) que no
alcanzan su fin porque exceden una acotada pertenencia. La individuación, a
diferencia de la individualidad, prolifera en seres y mundos. En esta puesta
eran las cucarachas “volantes” o, más allá de la representación, los volantes
con dibujos de cucarachas los que volaban hasta caer de uno u otro lado –zonas
de acción y de espectación- como animales inefables, de papel, como personajes
diseminados, como íconos-huellas de una muerte desperdigada. La tonalidad del
mundo transfigurado daba color al ser, desde ocres que llevaban a la tierra de
pertenencia, de pérdida. Más allá, desde el “devenir animal”, el cuerpo se
guardaba. La oscuridad de la cripta (arcón, caja) era la del cuerpo. Cuerpo
desmembrado hasta lo monstruoso, encerrado tras el límite del que no era
posible retornar. La muerte no se daba sólo como la extinción del deseo, sino
como la disolución de la pulsión. La última vuelta del relato ya no repetía
más. Podríamos pensar que mientras hay puesta en escena de la pulsión, hay
teatralidad de la muerte, como la que mostraron a su modo Artaud y Kantor.
Estos artistas tuvieron el deseo de poner de manifiesto -como se muestra en
teatro, en exceso, desde y más allá de los límites- la teatralidad. Por un
camino singular y muy diferente, también lo hizo en nuestro medio Discépolo[5]. Creemos que lo que
intenta Cacace en su puesta de Stefano[6]
es retornar, repetir transgrediendo el límite, exacerbando voz, gestualidad y
caracterización de personajes, con una música y una elaboración escenográfica
que exceden un encuadre de época. Ahonda en la superficie de la interioridad de
la casa, de los seres, de los objetos habitados. Deja que los objetos se
transformen en el juego teatral.
También reconocemos una teatralidad
de la muerte vitalmente expuesta en La pesca[7].
El contexto se ofrece excesivamente claro en el programa de mano. Como un
repaso –volver a dar los pasos- retorna sobre la(s) historia(s) de los
personajes, trama una red textual, red de pesca de la historia, de lo que quedó
de ella, lanzando línea hacia el arroyo que subyace. Por debajo de los barrios
y en los barrios hay un agua turbia que no deja de correr. Y la casa-pecera,
vacío de hogar, se detiene en pausas (límites) para volver a desplegarse. Casa
de pliegues acuáticos, de movimientos sociales y políticos, de mujeres que
aparecen centrales en las historias y ausentes de cuerpo en escena para
desvanecerse en los márgenes; mujeres nombradas, evocadas, deseadas, como peces
inapresables en aguas contaminadas. La historia misma opera como una red tóxica
que termina devorando al padre, como un devenir (histórico, político, social,
familiar…) que succionando al padre del movimiento, deja a los hijos más que
huérfanos, sin red simbólica, sin potencia textual, sin cuerpo-texto. La mujer,
como extranjera de la interioridad, no sale ni entra a pescar: potencia que
está siempre más allá, casi inhallable.En La metamorfosis no sólo los
personajes de la madre y la hermana, sino la mujer-foto que inviste la cara de
una de las cajas -la mujer de las pieles en el cuento de Kafka- intervienen
(cortan) la “línea de fuga” del personaje de Gregorio. En La reina la
demultiplicación de la performer y de las mujeres proyectadas, y esa
especie de máscara neutra, casi disuelta en el fondo (quizás una modalidad de
máscara larvaria), funcionaba como una matriz de máscaras, actuante como
definición (ya antigua) de personaje. Papel de una, de otra, de varias, papel
coral, masificación de células en el tejido político y social. Mujer disuelta
en el “sin fondo” de la masa. Acontecimiento textual. Acontecimiento como
tejido que late. Experiencia de un juego teatral, que funde masa y
singularidad.
Si “la contradictoriedad representa
sólo en el infinito el movimiento de la interioridad” (Deleuze: 02, 80), la
interioridad del grotesco discepoliano lleva a un abismo infinito. De otro
modo, en la puesta de Bartís la interioridad de la casa-común, casa de pesca
que habitan los amigos, también deriva hacia aguas abismales. Abriéndonos hacia
lo contextual, tal vez podríamos pensar estas construcciones como si
estuvieran elaboradas sobre el “sin fondo” de una supuesta “argentinidad”, de
una serie de contradicciones no resueltas, como algo que no llegaría a
definirse –más allá de lo ficcional- a partir del río más ancho del mundo, ni por
un imponente glaciar, ni desde un mejor mundial. Algo que seguiría flotando en
el recuerdo, como un fétido arroyo subyacente, o un Riachuelo nunca saneado, o
un mar sin fondo que dejaron atrás arriesgados inmigrantes o, más aún, como
sepultura abismal de cadáveres irrecuperables. ¿Qué aguas nos atraviesan?
¿Cuáles nos inundan? Recordemos también el espectáculo Ajena[8], basado en la
narración biográfica de una víctima de una inundación. ¿Es posible indemnizar,
aunque se quiera, lo que se tragan las aguas? Retomando las puestas de
referencia: hay un infinito de la interioridad de la reina, de Gregorio, de los
pescadores, de los náufragos y sus sobrevivientes, que estalla en el contacto
entre las series. No son las contradicciones del conflicto las que llevan al
infinito. Pueden ser sólo una manera de hacerlo presente. Entonces, modelos
como el actancial serían un supuesto croquis del infinito, una manera de
tenderle una red de pesca a la teatralidad contemporánea. En cambio, un mapa de
series que se encuentran nos entregaría un infinito potencial. Allí podrían
tener su residencia todo tipo de laberintos, aun el peor de ellos, el desierto
(Borges). Pero una Ariadna siempre quedaría afuera, como en La pesca.
La mujer, una vez más, provee el hilo de la ausencia para la red, siendo ajena
a la trama desencadenada. En La reina, esa especie de banda de Moebius
profusamente puesta en juego, hacía que la trama textual consistiera en el
despliegue del personaje. Era un cuerpo textual atravesado y atravesando
diversas series. Las líneas de tensión en este tipo de teatro se encuentran,
quizá, como las paralelas en el infinito. Entonces, el lugar de la escena
aparece como espacio puntual de la posibilidad del encuentro, como
representación en la presencia. Y las líneas de imagen, como “líneas de fuga”,
llegan, se tocan y vuelven a perderse. Ya la mirada moderna es una
construcción. Destruye la dogmática de puntos fijos. Podríamos, sin embargo,
volviendo a las “matrices de teatralidad”, considerar puntos relevantes atravesados
por series en diversas direcciones; “series que, a su vez, convergen alrededor
de otros puntos” (Deleuze: 02, 89). La proximidad de los núcleos puede generar
divergencias. Así, en el final de Stéfano, las series de la frustración
se condensan en la línea del personaje protagónico, expandiéndose
exasperadamente en un intento de encontrar una salida (“línea de fuga”) que lo
hace derivar en mutaciones espaciales que lo llevan a la ciénaga de la
oscuridad. Aun con sus marcadas diferencias, en La metamorfosis también
se condensan los tensores dramáticos en la resolución final. El espacio vuelca
cuerpos, los acoge en lugares no convencionales. En Stéfano: mesa-cama o
bien la mesa familiar que preanuncia o pre-inicia o da comienzo con su marca
textual al supuesto encuentro circular de la familia que se expandirá en el
desarrollo estallando, en el final del espectáculo, en todas direcciones. Lo
que podríamos considerar un primer “círculo de atención” (Stanislavski) luego
se atomizará en el círculo del escritorio de Stéfano, de la mesa como lugar de
dolor (escena de Stéfano y su mujer), de revelación de la no traición del
discípulo, dando una vuelta más en el retorno a las versiones del fracaso. Si
retomamos la idea de dejar emerger el fondo, creo que esa surgencia aparecía en
La metamorfosis, en La reina y aún se sigue dando en la puesta
de Stéfano. Lo que emerge es quizá esa especie de subtexto que
problematizaba Stanislavski como tan difícil de captar. En Stéfano se
llega al “sin fondo” desde un campo de fuerzas en juego en el proceso
dramatúrgico y escénico, hasta que la música transfigura los ruidos y voces de
la casa y la partitura se hace fantasmagórica, síntoma del hundimiento. El
hundimiento ya estaba, pero diseminado en determinaciones formales que organizaban
contenidos (los de los padres, de los hijos, de la mujer, del discípulo, de
Stéfano mismo). La partitura, más que des-componerse está descompuesta desde el
inicio, como la ópera que nunca se consuma, como el temblor instrumental de
Stéfano al “hacer la cabra”. Ese “sin fondo”, esa sustracción de horizonte que
confundió a los inmigrantes, se revela en esta obra como la música que no iba a
poder ser construida. Sonoridad que, en la puesta, envuelve y succiona en una
especie de “sin fondo” esa posible alteridad, ese horizonte utópico
inalcanzable. La casa, la intimidad, ya no puede ser el territorio. El lugar se
nomadiza hacia la muerte, la pérdida, la disminución del potencial humano y
artístico.
Si la tensión dramática es deudora de
la teatralidad, de este exceso fundacional, de este “sin fondo” del que surge,
ningún modelo puede sostenerla, sino sólo apenas intentar explicarla desde
categorías del entendimiento. Pero más que entender y aun que comprender
realizaciones como esta puesta de Stéfano desde un plexo de determinismos,
podríamos pensarlo desde ese plus que va sustrayéndose a su potencialidad. El
ser se denigra por esa pérdida, por ese resto exultante que creyó tener (era su
potencial) y ya no está (no desplegó su juego). O tal vez su capacidad era otra
y la trama social, política, económica, cultural, lo desvió hacia una
paradójica utopía del poder: poder llegar a ser en una realización reconocida
(la obra). La madre espera los mejores versos de su hijo, como esperó la mejor
ópera de su esposo. Reinicia el juego incestuoso del poder. Y la hija quiere
dar al padre el alimento. Pero el sabor de la vida escapa por otro canal.
Estamos hablando de “matrices de teatralidad” y, sin embargo, la teatralidad
funcionaría como desmadre; vale decir: como diáspora originaria de semillas que
anclan -en estos casos- no llegando a fructificar y que vuelven a diseminarse.
Si retomamos una vez más la consigna: “Todo es signo”, fenomenológicamente
hablando podría enunciarse como 'todo es aparecer'; o bien: la existencia del
fenómeno consiste en “estar- ahí”. Esta residencia del ser teatral deviene
ostensible. El “sin fondo” emerge, entonces, no como signo obvio sino como una
sustractiva “imagen-movimiento”. La casa se torna interioridad expuesta,
teatral: una especie de signo sustractivo. Los
poros de la escena como ojos de la piel tienen la reversibilidad del adentro y
del afuera. Si un texto que respira es un texto rítmico, la teatralidad es la
condición temporal de un 'hacer espacio'. Entonces, la piel textual puede crecer,
desbordándose en pliegues y crear, como en La reina, una desmesura
discursiva. El devenir imaginativo trasciende los márgenes conceptuales. Va más
allá del esquematismo condicionado a valores cognitivos del entendimiento y en
múltiples –si no infinitos- juegos, el cuerpo de la escena se construye como
un tejido que no cesa. Puede detenerse circunstancialmente, pero no acaba su
recorrido. Sigue tramando su despliegue. Evocación de cuerpos, de un cuerpo
abastecido por la muerte, o piel de huesos en La reina. La teatralidad,
de uno u otro modo, siempre es un exceso. La muerte en esta puesta no era
teatral porque Jelinek en su texto ostentara a la actriz-personaje saliendo de
un sarcófago. Era teatral en su no dar el rostro. O bien: la puesta en escena
construía, a partir de la dramaturgia, la evanescencia nómade de la rostreidad.
El rostro estaba desde otro lugar, en un quiebre temporal de la mirada,
mostrando la ruptura del cuerpo y dislocando el acto de la recepción. Porque la
trama del cuerpo era un texto que viajaba en el vaivén del juego, podíamos
pensar la teatralidad desde una matriz lúdica. En La metamorfosis.
El cambio final, Gregorio no lograba dar respuesta al modélico hombre
del poder. Tampoco podía abrir su potencial. Su impotencia generaba una
transformación denigrante. No involución. Ingreso en la animalidad oscura.
También podemos imaginar a la reina como un bicho óseo: la muerte descarnándose
en una fantasmagórica encarnación. O devenir del tejido entre muerte y muerte,
no como en el cuento de Borges en el que un instante único y fugaz abarca en
plenitud el fluir de la vida antes del final. Porque en La reina, la
palabra-acto deviene como texto mortuorio en el decir y en el vestuario-piel.
Así que cualquier equivalencia devuelve a la intérprete-personaje(s) al estrago
del cuerpo. Cuerpo material y a su vez simbólico, actuante de la teatralidad.
Dice Deleuze:“(…) no se llega al extremo llevando al infinito las formas
medias”. “Aquellos a los que Nietzsche llama maestros son sin duda alguna hombres
de potencia, pero no los hombres del poder” (02, 98). Para nosotros, la forma media implica la dualidad forma-materia. La forma
extrema, en cambio, no dualiza: es proceso de transformación. Hay una
metamorfosis imparable, una especie de semiosis ilimitada, un ludismo de los
signos. La metamorfosis. El cambio final funcionaba como
espectáculo tramado en un texto con principio (del cuerpo-espacio-relato en el
tiempo), mediaciones (mutaciones sígnicas del cuerpo actuante en personajes, de
los objetos en diversas alteridades, del instrumento musical, caja de sonidos,
de resonancias), y del pianista-partenaire que imprimía un movimiento
vertiginoso arrojando proyectiles-manzanas, cerca del final. Representar
sería entonces, para nosotros, mostrar puntualmente la teatralidad de una
experiencia, demarcar un proceso como texto expuesto. La representación en sí
–si hay un “en sí” de la representación- se daría en un nivel empírico, óntico.
Por otra parte, una ontología de la representación ya implica el acompañamiento
de un movimiento cognoscitivo, una deriva hacia conceptos como el tan
problemático de “texto espectacular”. Y a su vez, como vimos desde una
concepción de base fenomenológica, la teatralidad funda en su condición
potencial cualquier experiencia de textualidad escénica. Como las Intuiciones
puras del Espacio y el Tiempo en Kant, abre la dimensión receptiva de la
materialidad. El “espesor de signos” como piel configurante y transfigurable
en la experiencia de la teatralidad deviene potencia teatral, más que
poder representativo. Movimiento de exceso que barre fragmentaciones
fetichistas. Teatralidad como “diferencia y repetición”, como devenir material
de una “filosofía del porvenir”. O tal vez, teatralidad que deviene
construyendo el porvenir del teatro.
BIBLIOGRAFÍA
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