La Reina
Mónica Berman (IUNA/UBA)
Prensa: Walter Duche, Alejandro
Zárate.
La Reina, dirigida por Alberto Montezanti,
se inscribe sobre una de las tres partes de Macht Nichts . (No importa. Una pequeña
trilogía de la muerte) de Elfriede Jelinek: La Reina de los Alisos.
El hall del Teatro del Abasto recibe a los espectadores con un altar.
El primer territorio a recorrer, entonces, es el de la reverencia, el de la veneración.
Las fotos y los pequeños objetos allí instalados, adquieren valor en relación con
su antigua poseedora.
La espera es interrumpida por el advenimiento de una serie de personas
(reina contemporánea con un séquito también contemporáneo) que se ocultan en la
semipenumbra, atraviesan el espacio casi exclusivo de los espectadores de manera
fugaz e ingresan en el universo de la sala.
Sobreviene otra espera, más pequeña, cargada de la ansiedad que otorga
el conocimiento parcial de lo que acontece. Con el ingreso en la sala, los espectadores
asumen de manera explícita un rol que venían ejerciendo a pesar suyo en un momento
previo.
El espacio construido reduce con énfasis el lugar de la representación,
las sillas se enfrentan en una doble diagonal que agolpa al público sobre un rincón
en el que descansa una tela que, probablemente, oculta un cuerpo. Detrás suyo una
pantalla que instala, con las proyecciones, otro tiempo, otro ritmo, otros lugares
imposibles de conjurar a partir de este presente.
La que está bajo la tela-mortaja es Paula Wessely, actriz oficial, colaboracionista
del régimen del nazi. Y por supuesto, está muerta.
La desaparición de la tela blanca desoculta el cuerpo. La reina, de
espaldas, rubia y locuaz inicia su monólogo. Está ubicada sobre una extraña silla
que tiñe de rojo gran parte de su cuerpo.
El siguiente territorio que se inscribe es el de la muerte. Y aún muerta
la actriz juega el doble papel de deberse a su público y ejercer poder sobre él.
Por un lado, lo alimenta con su propia carne, territorializa el sacrificio
constante y sin descanso (si la muerte no lo detiene ¿qué lo hará?), por otro, instituye
el poder que se genera “desde la distancia” y no “desde los controles”.
Todos los lugares comunes en relación con las divas tienen su registro
aquí. El recorrido incluye desde la actriz nazi que estrenó en presencia de altos
cargos uniformados con “la llave de acceso a la eternidad” hasta la alusión a otra
reina del pop, que muta para seguir vigente.
Y éste es el recurso, que de manera sumamente original, Alberto Montezanti
pone en primer plano, el de la transformación en escena: máscaras, rostros que no
se muestran, diversos modos de ocultamiento, prolijamente combinados para señalar
que la actriz se exhibe sin exhibirse. Al decir de Deleuze y Guattari, “los rostros
no son, en principio, individuales, defienden zonas de frecuencia o de probabilidad
(...)” Y si los rostros, en general, no son individuales, qué se podrá decir de
los de una actriz, cuyo trabajo consiste en no ser ella sino sus personajes.
En otro orden, la pregunta con respecto a qué parte del cuerpo puede
ser otra, cómo hacer devenir, espalda en pecho, detrás en frente. Los brazos que
adquieren la posición contraria, la metamorfosis del cuerpo, para dar cuenta de
tantas metamorfosis de la actuación, incluso de la “menosactuación” como la propia
reina sostiene.
Todas las tematizaciones posibles en relación con las divas parecen
haber sido incluidas en esta puesta que cuenta con una dirección firme y audaz de
un texto profundamente difícil de decir (y de digerir) y la maestría de una joven
actriz, Soledad Oubiña, que sustenta con cada una de las partes de su cuerpo un
desafío extremo del que sale airosa.