Pelícano
Mónica Berman (IUNA/UBA)
Ficha técnica
Los que conocen a Luis Cano como director y dramaturgo saben bien que
está acostumbrado a sorprender. Con propuestas polémicas, más de una vez, quebró
las expectativas del público de manera notable.
Esta vez, vuelve a sorprender, pero desde un lugar extraño, no habitual.
Puso en escena Pelícano, la obra de August Strindberg desde una posición
de fidelidad al texto fuente.
Luis Cano invita, con esta puesta, a volver a los clásicos. ¿Qué significa
hacer un clásico hoy? ¿Qué significa hacerlo para un director que acostumbra a experimentar
tanto con textos propios como ajenos?
Poner en escena un texto sueco y con cien años, no es sólo adicionar
antigüedad, sino decisiones previas, geografías divergentes, culturas distantes
¿cómo hacerlo funcionar en este momento, en Buenos Aires? Sin duda, también es un
modo de experimentar.
El espacio se presenta despojado, notablemente de acuerdo con lo que
el texto tematiza, escasos muebles, un cuadro en el piso, con algo de precario,
una banqueta, impregnada de olor –según dice un personaje, pero ¿a qué?, ¿a muerte?
¿a culpa?; un sitio donde predomina la carencia. El frío permanente, está construido
metonímicamente por las frazadas, por el pequeño brasero, por las palabras.
Lo que pertenece a otro orden es la música. Por dos razones, por un
lado cierta elección no coincidente con el tiempo de la historia y por otro, porque
el piano, presente en escena, no es interpretado por quien parece hacerlo y éste
es un gesto de desdoblamiento que puede leerse en un único guiño de desvío respecto
del texto de Strinberg (existe una persona, que no es uno de los personajes de Pelícano
pero que convive con ellos para hacerse cargo del piano).
La puesta elude el simbolismo, salvo en el caso de la criada, que fija,
inerte, en un rincón, tapada por las frazadas, enuncia de manera firme todas las
catástrofes posibles. Ella, que quisiera irse, se queda ahí, inmovilizada en la
imposibilidad de cambiar el orden del mundo.