Los desórdenes de la carne (...y del cuerpo social)
por Gerardo Camilletti (IUNA)
Ficha
técnica
Dramaturgia
y dirección: Alfredo Ramos.
Elenco: Renata
Aiello, Sol Alba, María Colloca, Mara Ferrari, Carolina Ferrer, Karina Frau,
Gonzalo Dutria, Gabriel Feldman, Mariano González, Gabriel Incola, Fernando
Ramos y Eugenio Soto.
Músicos: Alejandro
Bilbao, Rodrigo Martínez Martínez y Gabriela Silinger.
Vestuario: Mercedes
Molina Castaño.
Diseño de
escenografía: Félix Padrón.
Diseño de luces:
Jorge Pastorino.
Diseño Sonoro:
Carla Balboa.
Fotografía: Nicolás
Levín.
Asistente de
escenografía: Anastasia Baranof, Rafael Barsky, Laura Deneluz y Emilce García
Garrido.
Asistencia de
iluminación: Marco
Pastorino.
Asistencia de
Dirección: Mariana Mitre y Gabriela Silinger.
Teatro del Abasto.
Ubicado en la década del ’50, Los desórdenes de la
carne, además de representar un período, pone en escena un registro de
actuación que corresponde a esos años. En el imaginario del espectador,
seguramente, resonarán algunas actuaciones de los años dorados del cine
nacional. Desde luego que las actuaciones que pueden verse no son anacrónicas,
al contrario, en la medida en que se comprenda que hay un homenaje (o parodia)
a las actuaciones y los tipos que se perfilaban en el cine de aquel momento,
los actores y las actrices de Los desórdenes de la carne hacen estallar
los recursos actorales que tan olvidado parece tener el teatro muchas veces, y
eso es encomiable, hacen “notar” que actúan y de ese modo lo actoral es lo que
queda en primer plano. Gestualidad subrayada, ademanes amplios, frases
remarcadas, tonos de voz ligados al tipo que representan, forman parte de una
dramaturgia en la que la aparente sencillez de la historia que se narra permite
ver los desórdenes de los sectores dominantes que son los del dinero, de la
ambición política y eclesiástica desmedida, desórdenes ligados, claro, a los
desórdenes de la carne o mejor, a los del pensamiento sobre lo carnal, en cuya
instancia concreta provoca estragos sobre la estructura familiar y social que
están sostenidas en la apariencia.
Además de las actuaciones que (más allá del mérito de
los actores y las actrices) Alfredo Ramos articula diestramente en un registro
en el que ninguno de ellos sobresale o desentona, es necesario destacar la
realización escenográfica que representa dos plantas de una casa aristocrática
y en la que el piso superior no resulta un mero “decorado” sino que cumple una
función altamente significativa teniendo en cuenta que las acciones que ponen
en tensión la trama ocurren ahí provocando una particular necesidad de atender,
de estar pendientes de ese plano aún cuando ocurren simultáneamente otras
acciones en la planta baja. El mobiliario, los objetos y el vestuario subrayan
la verosimilitud que plantea la obra con respecto a la época representada. Sin
duda, estos son sólo algunos de los tantos méritos en Los desórdenes de la
carne, teniendo en cuenta no solamente las condiciones de producción en las que
se hace teatro independiente sino en relación con una marcada tendencia a
resolver los lenguajes de la escena de manera simple, con escasos elementos, lo
cual no es bueno ni malo, pero hace falta subrayar que también se puede hacer
teatro independiente complejizando en espacio, los objetos, el vestuario aunque
esto dificulte las posibilidades de viajes.
La trama de Los desórdenes de la carne gira en
torno a la apariencia que es lo que encubre (no sin la torpeza de los
farsantes) los deseos que la represión vuelve torcidos o al menos impugnables
cuando son inconfesables porque hacen evidente la hipocresía, la santurronería
de una familia en la que acaba de morir la madre y de la que se hace cargo su
hermano, un sacerdote con ridículas aspiraciones a ser Papa. El hijo, un típico
soltero cajetilla y mujeriego que se rodea de mujeres escandalosas; la hija,
una adolescente en edad de casarse, resulta ser la víctima de los deseos más
oscuros sobre ella y que contrastan con su estereotipada inocencia; una
ayudante del sacerdote que acompaña a la familia que representa toda la pacatería
de las señoras burguesas que se dedican a la beneficencia con falsa caridad
cristiana y que recluta gente famélica de aspecto grotesco que le sirve, entre
otras cosas, para hacer un pesebre viviente (una de las secuencias más
desopilantes de la obra). También está el “tío” venido del exterior que llega
para rescatar del desastre y poner en orden la familia descarriada, no hace más
que ser un eslabón más en la cadena de comportamientos hipócritas. Y, como no
podía faltar, el mayordomo que asiste y es testigo de todo lo que ocultan
siendo cómplice, muchas veces contra su voluntad, de lo que hacen sus patrones
y, pareciera ser, como suele ocurrir, el único que tiene conciencia del
funcionamiento real de esa familia, de sus desajustes, desequilibrios, de lo
que provoca los desórdenes.