IUNA









 
 
 
 
 
 
 
 
 






















 
número 4 | julio 2009
información y críticas
01. 02. 03. 04. 05. 06.  

Los desórdenes de la carne (...y del cuerpo social)

por Gerardo Camilletti (IUNA)

Ficha técnica

Dramaturgia y dirección: Alfredo Ramos.

Elenco: Renata Aiello, Sol Alba, María Colloca, Mara Ferrari, Carolina Ferrer, Karina Frau, Gonzalo Dutria, Gabriel Feldman, Mariano González, Gabriel Incola, Fernando Ramos y Eugenio Soto.

Músicos: Alejandro Bilbao, Rodrigo Martínez Martínez y Gabriela Silinger.

Vestuario: Mercedes Molina Castaño.

Diseño de escenografía: Félix Padrón.

Diseño de luces: Jorge Pastorino.

Diseño Sonoro: Carla Balboa.

Fotografía: Nicolás Levín.

Asistente de escenografía: Anastasia Baranof, Rafael Barsky, Laura Deneluz y Emilce García Garrido.

Asistencia de iluminación: Marco Pastorino.

Asistencia de Dirección: Mariana Mitre y Gabriela Silinger.

Teatro del Abasto.

Ubicado en la década del ’50, Los desórdenes de la carne, además de representar un período, pone en escena un registro de actuación que corresponde a esos años. En el imaginario del espectador, seguramente, resonarán algunas actuaciones de los años dorados del cine nacional. Desde luego que las actuaciones que pueden verse no son anacrónicas, al contrario, en la medida en que se comprenda que hay un homenaje (o parodia) a las actuaciones y los tipos que se perfilaban en el cine de aquel momento, los actores y las actrices de Los desórdenes de la carne hacen estallar los recursos actorales que tan olvidado parece tener el teatro muchas veces, y eso es encomiable, hacen “notar” que actúan y de ese modo lo actoral es lo que queda en primer plano. Gestualidad subrayada, ademanes amplios, frases remarcadas, tonos de voz ligados al tipo que representan, forman parte de una dramaturgia en la que la aparente sencillez de la historia que se narra permite ver los desórdenes de los sectores dominantes que son los del dinero, de la ambición política y eclesiástica desmedida, desórdenes ligados, claro, a los desórdenes de la carne o mejor, a los del pensamiento sobre lo carnal, en cuya instancia concreta provoca estragos sobre la estructura familiar y social que están sostenidas en la apariencia.

Además de las actuaciones que (más allá del mérito de los actores y las actrices) Alfredo Ramos articula diestramente en un registro en el que ninguno de ellos sobresale o desentona, es necesario destacar la realización escenográfica que representa dos plantas de una casa aristocrática y en la que el piso superior no resulta un mero “decorado” sino que cumple una función altamente significativa teniendo en cuenta que las acciones que ponen en tensión la trama ocurren ahí provocando una particular necesidad de atender, de estar pendientes de ese plano aún cuando ocurren simultáneamente otras acciones en la planta baja. El mobiliario, los objetos y el vestuario subrayan la verosimilitud que plantea la obra con respecto a la época representada. Sin duda, estos son sólo algunos de los tantos méritos en Los desórdenes de la carne, teniendo en cuenta no solamente las condiciones de producción en las que se hace teatro independiente sino en relación con una marcada tendencia a resolver los lenguajes de la escena de manera simple, con escasos elementos, lo cual no es bueno ni malo, pero hace falta subrayar que también se puede hacer teatro independiente complejizando en espacio, los objetos, el vestuario aunque esto dificulte las posibilidades de viajes.

La trama de Los desórdenes de la carne gira en torno a la apariencia que es lo que encubre (no sin la torpeza de los farsantes) los deseos que la represión vuelve torcidos o al menos impugnables cuando son inconfesables porque hacen evidente la hipocresía, la santurronería de una familia en la que acaba de morir la madre y de la que se hace cargo su hermano, un sacerdote con ridículas aspiraciones a ser Papa. El hijo, un típico soltero cajetilla y mujeriego que se rodea de mujeres escandalosas; la hija, una adolescente en edad de casarse, resulta ser la víctima de los deseos más oscuros sobre ella y que contrastan con su estereotipada inocencia; una ayudante del sacerdote que acompaña a la familia que representa toda la pacatería de las señoras burguesas que se dedican a la beneficencia con falsa caridad cristiana y que recluta gente famélica de aspecto grotesco que le sirve, entre otras cosas, para hacer un pesebre viviente (una de las secuencias más desopilantes de la obra). También está el “tío” venido del exterior que llega para rescatar del desastre y poner en orden la familia descarriada, no hace más que ser un eslabón más en la cadena de comportamientos hipócritas. Y, como no podía faltar, el mayordomo que asiste y es testigo de todo lo que ocultan siendo cómplice, muchas veces contra su voluntad, de lo que hacen sus patrones y, pareciera ser, como suele ocurrir, el único que tiene conciencia del funcionamiento real de esa familia, de sus desajustes, desequilibrios, de lo que provoca los desórdenes.

 

 
 
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