Música en escena
Gustavo García Mendy (IUNA)
Introducción I
Puestos a analizar las diversas maneras en las que la música participa
e interviene dentro del discurso narrativo de un evento escénico, es necesario estudiar
y conocer el espíritu que ha alentado dicha intervención.
Hace ya más de un siglo que el mundo sensible se revela y manifiesta
prioritariamente a través de imágenes, y no es sino por medio del trámite visual
que accedemos a eso que se ha dado en llamar la modernidad. Sin embargo, existe
una sustancia mucho menos evidente que en ocasiones nos sitúa, determina y alcanza
más allá de nuestra voluntad, debido a que la especie y carácter de su condición
suele ser inexorable; una sustancia de volúmenes invisibles y animada por una naturaleza
mucho más sutil y evanescente. El universo sonoro evoluciona por debajo de la superficie
de lo evidente y, por aquello de que los oídos no tienen párpados1,
propone un contrato cuyo desarrollo no requiere de nuestra aprobación, ya que no necesita
permiso para dejar su huella en las profundas arenas de la conciencia. Es un intruso, un
pasajero que no ha solicitado hospedaje. Esto lo vuelve un huésped sofisticado, al tiempo
que peligroso.
Hacia una semántica musical
"En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el
Verbo era Dios" 2;
con estas palabras inicia San Juan su evangelio, uno de los más metafóricos del Nuevo Testamento. Luego de su destierro a la isla
de Patmos y poco antes de morir, escribe el Apocalipsis, y es allí donde
se vuelve verdaderamente musical. "Yo fui en el Espíritu en el día del Señor, y oí
detrás de mí una gran voz como de trompeta."
3.
Y más adelante: "…Y los siete ángeles que tenían las siete trompetas, se aparejaron
para tocar."
4 Con sarcasmo pero también con razón, podríamos
decir que hay más trompetas en el Apocalipsis que en toda la obra de Wagner,
pero lo cierto es que hay también más sonido del que jamás se haya escrito en texto
alguno. Son las trompetas de los ángeles las que van convocando una a una todas
las aniquilaciones; es el sonido final y todos los sonidos. El exterminio puesto
en marcha al conjuro de la música.
La capacidad de la música de convocar afectos y sentimientos, y
de ser a un tiempo voluntad y misterio ha sido detallada e infinitamente visitada
a través de la historia. Tempranamente, los griegos le confirieron una voluntad
ultraterrena y entendieron su influencia en el ethos individual y colectivo,
hasta el punto de establecer que la música posee su propio ethos.
Tanto Aristóteles como Platón la han considerado en su doble aspecto
de beneficio y amenaza, y por ello, han elogiado las virtudes de su aprendizaje
y alertado sobre los riesgos de su uso indiscriminado como si de un misterioso
compuesto se tratase. En la República, Platón escribe:
"¿No es por esta misma razón, mi querido Glaucón, la música la
parte principal de la educación?, porque insinuándose desde muy temprano en el alma,
el ritmo y la armonía5
se apoderan de ella, y consiguen que la gracia y lo bello entren como un resultado
necesario en ella (…)"6
Asimismo, Aristóteles sostiene en la Política: "Basta, para renovar las vivas impresiones
que la música nos proporciona, oírla repetir aunque sea sin el acompañamiento o
sin la letra(…); ahora bien, nada hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la
música, para imitar, aproximándose a la realidad tanto como es posible, la cólera,
la bondad, el valor, la misma prudencia y todos los sentimientos del alma, como
igualmente todos los opuestos a éstos."
7
Ya en la patrística latina, San Agustín advirtió y pormenorizó
en sus Confesiones 8, los peligros que comportaba
el estado de exaltación que se producía en el alma (su alma), cuando esta se hallaba
en presencia de la música. Aseguraba también que los mismos textos, producían efectos
y estados muy diferentes si en lugar de ser declamados, eran cantados.
El canto. Las palabras enlazan con la música y la animan con una
semántica explícita. El arte de los trovadores, en el corazón de la
edad media y en el del languedoc9 francés, inaugura un género
que llega prácticamente intacto hasta nuestros días, la canción (cançó) . Se trata de un
invento que ya estaba inventado pero su reinvención es formidable, es el resultado
de un vínculo íntimo y singular entre la actividad poético-literaria y la práctica
musical. Es una construcción; un producto nacido de la unión de dos universos diferenciados
pero emparentados por procedimientos rítmicos y narrativos; y es tal su singularidad,
que música y texto se subordinan entre sí como dos piezas únicas de un mismo mecanismo,
al punto de volverse impensables la una sin la otra.
Transcurrirán unos quinientos años, y el anillo en torno a cualquier
significación y cualquier poética, terminará de cerrarse.
A comienzos del S.XVII y como
resultado de las tertulias intelectuales desarrolladas por la Camerata florentina,
nace una nueva criatura que, en tanto formidable, es para algunos monstruosa: la
ópera. 10
Por primera vez, la música, el texto y la escena conviven en un mismo organismo
para dar vida a un género nuevo, y este género no es sino el área de contacto de
estas tres disciplinas, ese punto de intersección. Tres cabezas para un cuerpo inexistente.
A requerimiento del drama, la palabra adquiere entonces otro sentido y
recibe un tratamiento mucho más elaborado al que poseía en la polifonía del siglo anterior, al
tiempo que surge una argumentación teórica que intenta enlazar la música con las
connotaciones afectivas que la misma trae consigo; este corpus argumentativo
es conocido como teoría de los afectos. Esta teoría de los affetti
sugiere que la música, a partir de su inmenso poder evocador, puede transmitir sentimientos
y sensaciones capaces de afectar el alma del oyente en una dirección cercana a los
mismos y establece que su facultad consiste en la capacidad de evocar sentimientos
respecto de los hechos y no los hechos en sí.
En pleno siglo XIX, y a bordo del
dionisíaco navío de su intempestiva fatalidad,
Friedrich Nietzsche se interna en
esas mismas aguas, aunque animado por un espíritu bien distinto. Categóricamente
crítico del Gesamtkunstwerk 11 wagneriano,
sostuvo siempre una postura monolítica en lo concerniente a la música como voluntad
y como objeto; escuchemos lo que dice:
"Pongamos por ejemplo los sentimientos de amor, de temor y de esperanza:
la música no puede expresarlos por caminos directos, por lo que llena cada uno de
estos sentimientos con representaciones. En cambio, estos sentimientos sirven para
simbolizar la música, y esto es lo que hace el lírico traduciendo el mundo de la
Voluntad inasequible a los conceptos y a las imágenes, en el mundo simbólico de
los sentimientos. (…) Pero de todos aquellos que sólo pueden comprender la música
por sus efectos, hay que decir que se quedan siempre en el vestíbulo y no consiguen
penetrar hasta el santuario: porque la música, como he dicho, no puede expresar
sino sólo simbolizar los efectos." Y más adelante concluye enfáticamente, "Ante
las mas altas manifestaciones musicales, sentimos muchas veces la grosería de cualquier
imagen". 12
Para ejemplificar esto, elige los últimos cuartetos de Beethoven,
así como también su Novena Sinfonía, en la cual afirma que no se escuchan,
ni tampoco importa, los versos de Schiller.
Música y lenguaje
Tortuoso e imposible sería el intento de enumerar y detallar, todos
los múltiples e íntimos lazos que el sonido y la música han mantenido con la actividad
humana, y que han sido a través de la historia, portadores de buena parte de la
representación simbólica que han llevado adelante pueblos y personas. Los dioses
y los espíritus han hablado a los hombres a través de elementos sonoros y los hombres
les han contestado a través de la música. En tribus alejadas de la matriz de la
civilización, la práctica musical supone un contacto ritual con los espíritus, ya
que sus voces pueden ser oídas a través de flautas y tambores.
Tanto Margaret Mead, en sus estudios de las primitivas tribus de
Nueva Guinea 13, como Lévi-Strauss en sus experiencias
con los indios del Mato-Grosso 14 (aunque en su caso, analizados
y expuestos desde una postura básicamente estructuralista), han dado cuenta del
vínculo existente entre la música y las entidades divinas. También han detallado
minuciosamente, la importancia de la presencia sonora en el desarrollo de la sexualidad
y la diferenciación de los géneros.
Todas estas conclusiones emergen en el marco de la confrontación
sincrónica de las culturas y, llegados a estas tierras, sería bueno intentar establecer
a qué aludimos exactamente cuando hablamos aquí de cultura; en esta dirección, acercamos
unas palabras de Giorgio Agamben respecto de la doble naturaleza de la herencia
humana "El homo sapiens puede definirse como la especie viviente que se caracteriza
por una doble herencia, en tanto que añade al patrimonio hereditario endogenético,
un patrimonio cultural, exogenético, de los cuales, el más importante es sin duda,
el lenguaje."
15
Una vez aquí, debemos hacer un alto y afirmar que la música, definitivamente
no es un lenguaje. El lenguaje humano, como señala Roman Jakobson, es el único sistema
de signos compuesto de elementos (los fonemas) que, justamente porque sirven para
pasar de lo semiótico a lo semántico, son significantes y al mismo tiempo están
privados de significado. Ciertamente, la música no posee, como el lenguaje, un "demiurgo",
cual es el fonema, que transmute lo uno en lo otro; sin embargo, la música siempre
es acontecimiento, lo cual también es un problema. Respecto de esto, podemos leer
en Adorno: "Cuanto más se asemeja la música a la estructura del lenguaje, tanto
más cesa al mismo tiempo de ser lenguaje, de decir algo, y su alienación sólo llega
a ser perfecta con su humanización."
16
Puestos a ensayar una definición, diremos que la música es la manipulación
cultural del sonido. No desarrollaremos aquí este concepto, pero sí diremos que
desde una perspectiva estrictamente semántica, la música exhibe un rostro poderosamente
evocador y es por eso que debe ser utilizada con cuidado. Su emparentamiento con
otros universos debe ser sabiamente administrado, y en el caso particular del teatro,
es de vital importancia llevar control sobre todos los mecanismos que se activan
cuando las situaciones y acontecimientos, o los eventos que se despliegan en un
espacio escénico, son alcanzados por la presencia de un elemento que comporta y
acerca implicancias afectivas propias.
La música como intervención
Como sabemos, la música asume diversas formas al momento de manifestarse
en su estado puro, es decir, sin otra asistencia que la de su propia naturaleza
(sonatas, sinfonías, tríos, cuartetos, preludios, suites, conciertos, etc.); estas
formas y géneros le son propios y, al tiempo que vehículos, son los ropajes con
los cuales se hace presente y percibimos como aquello a lo que llamamos, justamente,
música. Sin embargo, cuando no se desarrolla y manifiesta de forma autónoma, la
música es también lo propio de algunos géneros y disciplinas combinadas: la ópera,
el ballet, la canción
Asimismo y en esta dirección, sostenemos enfáticamente una idea
que consideramos central: la música no es lo propio del teatro. No en lo que a la
tradición occidental concierne. Ni el teatro griego, ni el isabelino, ni Racine
ni Corneille, ni siquiera Molière a pesar de Lully, ni Chejov, ni tampoco una significativa
cantidad de importantes obras del teatro del siglo XX, guardan con la música un
lazo indisoluble y, mucho menos, imprescindible. En tal sentido, es posible llevar
adelante la puesta en marcha de buena parte del teatro universal sin asistencia
musical alguna, y excepto en aquellas obras en las que está expresamente solicitada
por el autor (Brecht, Tennessee Williams, Sartre, Anouhil), la música es un elemento
cuya intervención es un acontecimiento a considerar, una opción. Ensayando un paralelo
con el universo del cine, citaremos unas palabras del formidable realizador Andrei
Tarkovski, que entendemos concernientes y apropiadas: "En el fondo yo tiendo a pensar
que el mundo ya suena de por sí muy bien y que el cine en realidad no necesita música,
con tal de que aprendamos a oir bien."
17
Es preciso comprender que la música trae consigo una semántica
propia, así como también una estructura y un tiempo que es de naturaleza exclusiva.18
Por ello, cuando el elemento sonoro se incorpora a la trama escénica animado por
un despliegue musical, se suma un estrato de gran magnitud en la construcción del
corpus total, lo cual supone una inexorable ampliación de los márgenes perceptivos
y requiere, por parte del espectador, un aumento considerable en los niveles de
atención. Este incremento se pretende rico en tanto supone el reclamo de una atención
más sofisticada, sin embargo, corresponde analizar los riesgos que comporta la presencia
de la música al momento de rasgar el velo del "silencio" escénico; en esa dirección,
encontraremos que se trata de una intervención determinada por la intención y por
lo tanto, ha de estar atravesada por el sentido.
En ocasiones la búsqueda de un sentido hace serie con la elección
de un procedimientoComo sabemos, la organización musical puede ser justamente un procedimiento,
una escritura, la manera de vertebrar un dispositivo.
Una modalidad rítmica y discursiva de gobernar y concebir la organización total
de un espectáculo
19. Sin embargo, estamos hablando aquí de
la presencia de un elemento que una vez liberado de la cárcel del pensamiento, toma
carnadura y se vuelve sustancia; estamos hablando de la inclusión de aquello a lo
que usualmente llamamos música, en el flujo narrativo de un despliegue teatral.
Un elemento que articula con los otros dentro del découpage general del mecanismo
completo de una dramaturgia. "Cuando no se recurría a la música, la interpretación
se hacía más fácil. Por qué? Pues porque no existía ese elemento. El actor únicamente
se tenía que preocupar por el vestuario, el escorzo y la declamación. Pero llegó
la música y hubo que abrirse las ventanas o romper los cristales para que entrara
en el escenario y quedase incorporada."
20
A menudo, tanto actores como directores expresan, y usualmente
con entusiasmo, la necesidad espiritual de una música presente, ya sea como elemento
aglutinante entre sectores o como refuerzo extradiegético del drama, pero
en ocasiones es demasiado peso para el delgado hilo de la fascinación, y la naturaleza
propia del mecanismo teatral la destierra de suyo
21.
Finalmente, se deshecha por la vía de la economía lo que se solicitó desde la ambición.
Es bueno pues comprender que no se puede todo y que, advertidos
como estamos de que elegir es también resignar, algún riesgo hay que asumir. En
relación a esto acercaremos aquí, y no sin picardía, un ingenioso y bien hallado
párrafo de Michel Chion a propósito del tránsito del cine mudo (sordo) al sonoro.
" Greta Garbo, en los tiempos del cine mudo, tenía tantas voces como le podían prestar,
individualmente, sus admiradores. El cine hablado le ofreció sólo una, la suya."
22
En el comienzo de este artículo hablábamos de la naturaleza incorpórea
y evanescente de la música, de su facultad casi líquida de volcarse en todos los
espacios y llenar todos los intersticios. Lejos de ser un obstáculo, esta propiedad
debe utilizarse en beneficio de la escena. Si bien en ocasiones puede asumir un
rol central en torno al cual orbiten los demás elementos en el armado de un dispositivo,
la música puede también pasar inadvertida y, aún así, estar presente. Puede ser
indispensable sin ser protagonista, como esos instrumentos de la orquesta cuya presencia
no es del todo evidente, pero si acaso faltan, su ausencia pone de manifiesto su
importancia en el mecanismo sonoro total.
El uso de esta propiedad de la música es un procedimiento difundido
y ciertamente correcto. Incorporar o construir ex profeso una música que
ahuyente el vacío y consista solamente en ser soporte sonoro sin ningún otro peso
que el de la intrascendente presencia, es evidentemente un mérito, al tiempo que
una función; pero establecer el precepto categórico de que toda la música que acompaña
y asiste en el drama basa su mérito en el hecho de pasar inadvertida, es sin duda
un error. Como dijimos antes, la música debe también saber brillar intensamente,
habitar el espacio escénico de manera franca y ostensible, desplegarse en el tiempo
y desaparecer.23
De igual manera es preciso también saber resignar, y comprender que en muchas situaciones
la música debe pasar inadvertida, debe ser construida con esa intención y debe ser
sencillamente ese "telón de fondo" del que renegaban Adorno y Eisler 24.
Debe pues ceder ante el drama y el texto, sobre todo en los diálogos y "recitativos"
y aún en lo que se sabe insustancial; la música no debe nunca competir por atraer
la atención porque entonces molesta, el contrato audiovisual está mal construido
y puestos a establecer un predominio del drama o de la música, encontraremos que
no se luce ni lo uno ni lo otro.
Al comienzo mismo de El origen de la tragedia, que no por
casualidad se inicia con el subtítulo: El espíritu de la música, origen de la tragedia,
Nietzsche situó a la música en el eje mismo de la dialéctica en torno al arte, y
en el corazón mismo del mundo dionisíaco.
"La evolución progresiva del arte es el resultado del espíritu
apolíneo y del dionisíaco (….) Apolo y Dioniso son las divinidades del arte que
despiertan en nosotros, la idea del extraordinario antagonismo entre el arte plástico
apolíneo y el arte desprovisto de formas, la música, el arte de Dioniso" 25
La música es un animal salvaje. No importa cuán creído se encuentre
el domador del control que ejerce sobre ella, no debe confiarse. La naturaleza de
su voluntad, como ya señalamos, suele ser ingobernable y por eso, se debe tener
cuidado al abrir la jaula; ya puede abandonar su morada y pasearse con elegancia
y mansedumbre ante la vista de todos para ser admirada, como también abismarse y
hacerse de su propio instinto, salir a quemarse el alma y devorar todo cuanto encuentre
a su paso; domador incluido.
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Notas
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