El Siluetazo y su legado
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Ana Longoni (UBA)
La realización de siluetas es la más recordada de las prácticas artístico-políticas
que proporcionaron una potente visualidad en el espacio público de Buenos Aires
y muchas otras ciudades del país a las reivindicaciones del movimiento de derechos
humanos en los primeros años de la década del '80. Consiste en el trazado sencillo
de la forma vacía de un cuerpo a escala natural sobre papeles, luego pegados en
los muros de la ciudad, como forma de representar "la presencia de una ausencia",
la de los miles de detenidos desaparecidos durante la última dictadura militar.
Si bien existen algunos antecedentes previos, el inicio de esta práctica puede situarse
durante la III Marcha de la Resistencia convocada por las Madres de Plaza de Mayo
el 21 de septiembre de 1983, día del estudiante, aún en tiempos de dictadura, en
lo que –por la envergadura y masividad que alcanzó- se conoce como "el Siluetazo".
El procedimiento fue iniciativa de tres artistas visuales (Rodolfo Aguerreberry,
Julio Flores y Guillermo Kexel) y su concreción recibió aportes de las Madres, las
Abuelas, otros organismos de derechos humanos y militantes políticos. De
allí en más se convirtió en un contundente recurso visual "público", cuyo uso se
expandió espontáneamente.
El Siluetazo señala uno de esos momentos excepcionales de la historia en que una
iniciativa artística coincide con una demanda de los movimientos sociales, y toma
cuerpo por el impulso de una multitud. Implicó la participación, en un improvisado
e inmenso taller al aire libre que duró hasta la medianoche, de cientos de manifestantes
que pintaron, pusieron el cuerpo para bosquejar las siluetas, y luego las
pegaron sobre paredes, monumentos y árboles, a pesar del dispositivo policial imperante.
En medio de una ciudad hostil y represiva, se liberó un espacio (temporal) de creación
colectiva que se puede pensar en tanto redefinición de la práctica artística y de
la práctica política. En ese sentido, cabe preguntarse por los modos en que
esta y otras experiencias fueron leídas, resistidas o apropiadas ya sea como formas
artísticas o como dispositivos específicos en la lucha por los derechos humanos.
Orígenes de la idea
Distintos relatos permiten componer una versión de los orígenes del Siluetazo. En
1982 la Fundación Esso convoca a un Salón de Objetos y Experiencias (luego suspendido
por la guerra de Malvinas). Los tres artistas ya mencionados –que compartían el
taller- deciden intervenir en este premio privado con una obra que aludiera a la
dimensión cuantitativa de la desaparición de personas, el espacio físico que ocuparía
la suma de esos treinta mil cuerpos violentamente arrancados de entre nosotros.
El disparador de esta idea fue una obra del artista polaco Jerzy Skapski reproducida
en la revista El Correo de la UNESCO de octubre de 1978. Se trata de veinticuatro
hileras de diminutas siluetas de mujeres, hombres y niños seguidas por este texto:
"Cada día en Auschwitz morían 2370 personas, justo el número de figuras que aquí
se reproducen. El campo de concentración de Auschwitz funcionó durante 1688
días, y ese es exactamente el número de ejemplares que se han impreso de este cartel.
En total perecieron en el campo unos cuatro millones de seres humanos".
Visualizar la cantidad –agobiante- de víctimas representándolas una por una: ese
es el procedimiento que retoman de Skapski los artistas argentinos, con el agregado
de la escala natural. Proyectan variantes de esta idea inicial: envolver la sala
de exposiciones (iba a ser el Palais de Glace, en Plaza Francia) con una larga tela
en las que estuvieran estampadas las siluetas, o bien construir un laberinto de
papel en cuyas paredes internas estuvieran pegadas las 30.000 figuras. La dimensión
que sumaba esa cantidad de siluetas (unos 60.000 metros cuadrados) llevó al grupo
a aceptar la imposibilidad de hacerse cargo solos de su producción y montaje.
Otro antecedente preciso se origina en el exilio latinoamericano en Europa. AIDA
(Asociación Internacional de Defensa de los Artistas Víctimas de la Desaparición
en el Mundo), fundada en París en 1979, realiza una serie de banderas y estandartes
para usar en marchas y actos públicos en los que se grafica a los desaparecidos
como bustos sin rostro o siluetas.
2 Según algunos testimonios, Envar
"Cacho" El Kadri, un histórico militante peronista exiliado desde 1975 en Francia
en donde había participado activamente de aquella experiencia, les sugirió a Aguerreberry,
Flores y Kexel que llevaran la idea a las Madres para que fueran los participantes
en la marcha los que se hicieran cargo de concretarla. Pasan entonces de una propuesta
que si bien era política y riesgosa en tiempos de dictadura, restringía su circulación
–y su impacto- al ámbito artístico, a otra cosa: un acontecimiento social en el
marco de la creciente movilización antidictatorial.
La propuesta de los artistas es aceptada, corregida y luego difundida por las Madres.
Apuntan, entre los objetivos de la convocatoria, a "crear un hecho gráfico que golpee
por su magnitud física y por lo inusual de su realización y renueve la atención
de los medios de prensa". Al dejar las siluetas pegadas, una vez disuelta la movilización,
prolongarían su presencia en la calle "tanto tiempo como el que tarde la dictadura
en hacerlos desaparecer nuevamente".
Reformulaciones
La iniciativa es concretada por la movilización que acompañaba a las Madres, que
se apropió del procedimiento y lo transformó en los hechos. "En un principio el
proyecto contemplaba la personalización de cada una de las siluetas, con detalles
de vestimenta, características físicas, sexo y edad, incluso con técnicas
de collage, color y retrato".
3 Se preveía realizar una silueta por cada
uno de los desaparecidos. Las Madres señalaron el inconveniente de que las listas
disponibles de las víctimas eran muy incompletas, por lo que el grupo realizador
resolvió que las siluetas fueran todas idénticas y sin inscripción alguna. Fueron
las Abuelas de Plaza de Mayo las que señalaron que también debían estar representados
los niños y las mujeres embarazadas. Aguerreberry se colocó un almohadón en el abdomen
y trazaron su silueta de perfil. Su hija sirvió de molde para la silueta infantil.
Los bebés se hicieron a mano alzada.
Los artistas habían llevado a la plaza rollos de papel madera, diversas pinturas,
aerosoles, pinceles y rodillos y unas 1500 siluetas ya hechas, además de plantillas
para generar una imagen uniforme. El proceso mismo de producción colectiva a lo
largo de la Marcha de la Resistencia transformó cualquier intención de homogeneidad.
Aguerreberry recordaba la espontánea y masiva participación de los manifestantes,
que pronto volvió "prescindibles" a los artistas: "calculo que a la media hora [de
llegar] nosotros nos podíamos haber ido de la Plaza porque
no hacíamos falta para
nada."
4 A pesar de la decisión de que las siluetas no tuvieran
marca identificatoria, espontáneamente la gente les escribió el nombre de un desaparecido
y la fecha de su desaparición, o las cubrió de consignas. Un manifestante impactado
por lo que se estaba generando volvió a la marcha con corazones rojos de papel que
fue pegando en las siluetas que rodeaban la plaza. Aparecieron demandas concretas
de diferenciar o individualizar, dar una identidad precisa, una condición,
un rasgo particular (narices, bocas, ojos). Que entre esa multitud de siluetas esté
mi silueta, la de mi padre, madre o hijo, la de mi amigo o hermano desaparecido.
Poner el cuerpo
El Siluetazo produjo un impacto notable en la ciudad no sólo por la modalidad de
producción sino por el efecto que causó su grito mudo desde las paredes de los edificios
céntricos, a la mañana siguiente. La prensa señaló que los peatones manifestaban
la incomodidad o extrañeza que les provocaba sentirse mirados por esas
figuras sin rostro. El periodista de Paz y Justicia escribió que las siluetas "parecían
señalar desde las paredes a los culpables de su ausencia y reclamar silenciosamente
justicia. Por un juego escenográfico, por primera vez parecían estar juntos las
familias, los amigos, parte del pueblo que reaccionaba y los que se llevaron". Al
pensar en ello, Grüner señala que "la idea de una forma objetivada que contiene
un vacío que nos mira está vinculada (al menos puede ser vinculada)
al concepto de arte aurático de Benjamin", en el punto en que para el filósofo judío-alemán
"la expectativa de que aquello que uno mira lo mira a uno proporciona el aura".
Las siluetas ponían en evidencia eso que la opinión pública ignoraba o prefería
ignorar, rompiendo el pacto de silencio instalado socialmente durante la dictadura
en torno a los efectos de la represión y a sus causantes que puede sintetizarse
en la expresión del sentido común autojustificatorio: "Nosotros no sabíamos".
Grüner sitúa las siluetas como "intentos de representación de lo
desaparecido:
es decir, no simplemente de lo 'ausente' –puesto que, por definición, toda representación
lo es de un objeto ausente–, sino de lo intencionalmente ausentado, lo hecho desaparecer".
La lógica en juego es -concluye- la de una restitución de la imagen como
sustitución
del cuerpo ausentado.
¿Qué pasa con esa idea en relación a la práctica concreta del Siluetazo? Además
de las plantillas, los manifestantes emplearon su propio cuerpo como molde. "A medida
que los rollos eran extendidos sobre el césped o las veredas, algunos jóvenes se
acostaban sobre el papel y otros marcaban con lápiz el formato del cuerpo, que seguidamente
era pintado".
5 La silueta se convierte de este modo en la huella de dos
cuerpos ausentes, el de quien prestó su cuerpo para delinearla y –por transferencia-
el cuerpo de un desaparecido, reconstruyendo así "los lazos rotos de solidaridad
en un acto simbólico de fuerte emotividad".
6 La acción de
poner el cuerpo
porta una ambigüedad intrínseca: ocupar el lugar del ausente es aceptar que cualquiera
de los allí presentes podría haber sido desaparecido, correr su incierta y siniestra
suerte, y a la vez, encarnarlo es devolverle una corporeidad –y una vida- siquiera
efímera. El cuerpo del manifestante en lugar del desaparecido como soporte vivo
de la elaboración de la silueta es el rasgo del Siluetazo que habilita aquellas
lecturas que entienden –como Buntinx- la silueta como "una huella que respira. (...)
'En cada silueta revivía un desaparecido' (en palabras de Nora Cortiñas, Madre de
Plaza de Mayo)".
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Aparición con vida
En esa misma línea, se suele entender a las siluetas como la concreción visual de
la consigna "Aparición con vida", levantada por las Madres desde 1980 (se coreaba
en las marchas "con vida los llevaron, con vida los queremos"). Respondía en esa
coyuntura a los rumores inciertos que circulaban acerca de que el aparato represivo
mantenía detenidos con vida en campos clandestinos. Esta mínima esperanza de que
algunos desaparecidos continuasen vivos empezó a esfumarse con el paso del
tiempo, cuando esa expectativa se vio enfrentada al descubrimiento de fosas comunes
de NN y a los primeros testimonios de los poquísimos sobrevivientes acerca de los
cruentos métodos de exterminio. Pilar Calveiro reflexiona sobre la dificultad social
de procesar esa espantosa verdad que enunciaban los sobrevivientes o reaparecidos
cuya sola vida volvía sospechosos y más porque no hablaban de desaparecidos sino
de muertos, de cuerpos sistemáticamente arrasados.
8 Aún así la consigna
"Aparición con vida" siguió siendo central en el discurso de las Madres por mucho
tiempo, apelando no a la política inmediata, sino más bien a una dimensión ética
o incluso redentora.
En cuanto a la articulación entre esa consigna y la imagen de las siluetas se plantean
distintas posiciones. Roberto Amigo señala que las siluetas "hicieron presente la
ausencia de los cuerpos en una puesta escenográfica del terror del Estado", mientras
que Gustavo Buntinx considera que ratifican la esperanza de vida que alentaban las
Madres. "No la mera ilustración artística de una consigna sino su realización viva",
afirma. Proponiendo una lectura inversa, Grüner opina que hay en las siluetas algo
que "sobresalta al que las contempla: ellas reproducen el recurso habitual de la
policía, que dibuja con tiza, en el suelo, el contorno del cadáver retirado de la
escena del crimen". Ello podría leerse como "un gesto político que arrebata
al enemigo –a las llamadas 'fuerzas del orden'– sus métodos de investigación, generando
una contigüidad, como si les dijera: 'Fueron ustedes'". Pero también se trata de
"un gesto inconsciente que admite, a veces en contradicción con el propio
discurso que prefiere seguir hablando de 'desaparecidos', que esas siluetas representan
cadáveres". Por lo tanto, concluye Grüner, "el intento (conciente o inconsciente)
de representar la desaparición, se realiza en función de promover la muerte
del cuerpo material".
Para evitar la nada improbable tentación de asociar las siluetas con la muerte,
las Madres tacharon del proyecto presentado por los artistas la posibilidad de pegar
siluetas en el piso (que figuraba entre otras opciones) y plantearon a los realizadores
la exigencia previa de que las siluetas debían estar de pie, erguidas, nunca yaciendo
acostadas, de modo que apenas elaboradas los propios manifestantes las iban pegando
en los edificios lindantes con la Plaza respetando esa condición. Insisten en el
carácter vital que debían tener las siluetas, planteando incluso su resquemor a
que se realizaran impresiones en el piso para evitar asociaciones con la muerte.
A pesar de estas prevenciones, la lectura que sugiere Grüner a fines de los '90
ya estaba planteada en la misma III Marcha de la Resistencia, en el contrapunto
entre las siluetas blancas y erguidas y otra silueta inscripta sobre el pavimento,
que se enfrenta explícitamente a la consigna "Aparición con vida". En los años '80
actuó en Buenos Aires un grupo de artistas denominado primero Gas-tar
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y luego CAPataco,
10 varios de cuyos integrantes eran militantes del trotskista
Movimiento al Socialismo. Este colectivo llevó a cabo una serie de intervenciones
callejeras (gráficas, performáticas), en su mayor parte vinculadas a movilizaciones
populares, por fuera del circuito artístico. A la consigna "Aparición con vida",
el MAS opone la consigna "Toda la verdad". A la sostenida interrogación sobre el
destino de los desaparecidos o incluso a la secreta esperanza de su retorno, contrapone
la demanda de investigación y la denuncia a los responsables de esos asesinatos.
En medio de miles de siluetas sobre las paredes, diferencian la silueta negra y
caída trazada en el lugar preciso donde se produjo una muerte: la de Dalmiro Flores,
un obrero asesinado por parapoliciales en una marcha, el 16 de diciembre de 1982.
La silueta sobre el piso alude –ahora sí sin dudas- al procedimiento policial con
el que se deja señalado el sitio donde cayó un abatido, antes de retirar su cuerpo.
Eligen entonces una víctima concreta de la represión, de cuyo destino se tiene triste
certeza. Según Amigo, esta silueta inducía en su contraste con las otras a "una
asociación inmediata: todos los desaparecidos están muertos, como Dalmiro Flores".
Esta silueta no fue la única que apareció estampada directamente en el piso:
pocos meses después del primer Siluetazo, la producción de siluetas se había multiplicado,
a partir de los encuentros en el Obelisco organizados por el Frente por los Derechos
Humanos, el nucleamiento que agrupó a artistas y militantes ligados a las Madres.
Los días previos a la asunción de Alfonsín, el Frente organizó un campamento de
producción de siluetas con el objetivo de que la madrugada del primer día de democracia
los 30.000 desaparecidos estuvieran en las calles. En marzo, esta iniciativa se
repite en el Obelisco, al mismo tiempo que espontánea y por fuera de la pauta de
las Madres, se producen siluetas en barrios y en ciudades del interior del país.
Se vuelven así un signo autónomo para aludir a la cuestión de la desaparición, ya
no necesariamente asociado a la consigna "aparición con vida". Una foto de Kexel
en el Obelisco, tomada en marzo de 1982, muestra claramente rondas de siluetas pintadas
directamente sobre el suelo, seguramente con la técnica del stencil usada con frecuencia
por Capataco, lo que no condice con la afirmación (de Julio Flores) de que
en los primeros siluetazos se respetó a rajatabla la indicación de que las siluetas
estuviesen siempre erguidas.
Las siluetas como (nuevo) arte
¿Qué aspectos del Siluetazo redefinen la práctica artística? Como señalan Coco Bedoya
y Emei, aunque fuera transitoriamente, por su dinámica de creación colectiva, el
Siluetazo implicó la socialización de los medios de producción y circulación artísticos
en la medida en que el espectador se incorpora como productor. El hecho visual "es
hecho por todos y pertenece a todos". Esta radical práctica participativa promueve
la apropiación masiva de una idea o concepto, y de formas y técnicas artísticas
sencillas pero contundentes en la repetición de una imagen.
Buntinx lee en la socialización efectiva de los medios de producción artística que
implica el Siluetazo "una liquidación radical de la categoría moderna de arte como
objeto-de-contemplación-pura, instancia-separada-de-la-vida". Pero también la recuperación
para el arte de una "dimensión mágico-religiosa que la modernidad le habría despojado",
reponiéndole a la imagen su carga aurática y su valor taumatúrgico y prodigioso.
Si esto fuera así, ¿es lícito definir al Siluetazo dentro de la esfera autónoma
que la Modernidad llama "arte"? Por un lado, se puede inscribir en cierta genealogía
de prácticas artísticas contrahegemónicas. Bedoya ubica al Siluetazo como un eslabón
en un linaje del arte latinoamericano vinculado a procesos políticos revolucionarios,
que parte del muralismo mexicano, pasando por la experiencia de la gráfica en la
revolución cubana y por las brigadas muralistas chilenas en tiempos de la Unidad
Popular. Una relación más próxima puede establecerse con la vanguardia argentina
de los '60, particularmente con las acciones que Alberto Greco realiza en los primeros
años de esa década. Sus vivo-dito (señalamientos de una situación, persona,
objeto cotidiano, que él encierra en plena calle mediante un círculo de tiza y que
luego firma como obra de arte), y mucho más, sus incorporaciones de personajes vivos
a la tela (apoyaba a una persona sobre una tela y bosquejaba su contorno con pintura)
guardan una familiaridad formal innegable con el procedimiento de las siluetas.
Lo cierto es que contemporáneamente a su realización, las siluetas no fueron presentadas
por sus promotores ni leídas por sus testigos ni por la prensa como arte –salvo
contadísimas excepciones, como la de E. Shaw en su crónica en el Buenos Aires Herald,
y la de Juan Carlos Romero en su Informe Salvaje-, sino como una forma
específicamente visual de lucha y memoria. Según Aguerreberry, no se trataría de
arte sino de "otro terreno a ser explorado por los artistas: la creación de sistemas
que faciliten que la gente se exprese. Con el Siluetazo nosotros encontramos uno".
Salvo el pequeño núcleo de artistas que generó el proyecto, los realizadores
de la siluetas no tenían "conciencia artística de su acción". León Ferrari
argumenta: "el Siluetazo (fue una) obra cumbre, formidable, no sólo políticamente
sino también estéticamente. La cantidad de elementos que entraron en juego: una
idea propuesta por artistas la lleva a cabo una multitud, que la realiza
sin ninguna
intención artística. No es que nos juntábamos para hacer una performance,
no. No estábamos representando nada. Era una obra que todo el mundo sentía, cuyo
material estaba dentro de la gente.
No importaba si era o no era arte".
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Esta tensión (si el Siluetazo fue entendido o no dentro de los límites del arte)
permite pensar cómo actualiza la utopía vanguardista de reintegrar el arte a la
vida misma, cómo los recursos o procedimientos "artísticos" que emplea adquieren
aquí una dimensión social inédita. No se trata aquí de estetizar la praxis política
ni de introducir un tema o intención políticos en el arte, contra lo que advierte
Roberto Amigo. El Siluetazo diluye la especificidad artística al socializar la producción,
al buscar una inserción distinta a los restringidos circuitos artísticos,
al replantearse sus alcances en "el intento de recomponer una territorialidad social",
concepto de J.C. Marín que retoman tanto Amigo como Buntinx, en sus respectivos
ensayos.
La toma de la Plaza
Las Marchas de la Resistencia son tomas u ocupaciones de la Plaza de Mayo durante
24 horas, con una marcha de cierre hacia la Plaza Congreso, que se vienen realizando
todos los años desde 1981. La III Marcha de la Resistencia marca el momento más
alto de la lucha contra la dictadura, y la apropiación creciente de la Plaza por
las Madres.
Indudablemente, ese espacio físico emblemático, marcado por hitos de la historia
argentina, se encuentra unido para siempre con las marchas de las Madres. Ello se
ha hecho explícito con los pañuelos blancos que, en el suelo de la plaza, en el
círculo central donde se encuentra la Pirámide de Mayo, manos anónimas pintan y
repintan cada tanto, como homenaje a esa lucha por la memoria, la verdad y la justicia
de los desaparecidos y asesinados por la última dictadura militar. Probablemente
ese, algún día, sea el más perdurable "monumento" que las recuerde.
El primer Siluetazo implicó la apropiación u ocupación de la céntrica
–y central en la trama de poder político, económico, simbólico- Plaza de Mayo y
sus inmediaciones. Los dos siluetazos posteriores se desplazan al Obelisco, otro
centro de la ciudad vinculado no tanto al poder político sino a la activa movida
juvenil en esos meses festivos de comienzos de la democracia.
Respecto de la ocupación de la Plaza de Mayo, Amigo evalúa este acontecimiento en
términos de una toma, no sólo política, sino también "una toma estética".
Una ofensiva en la apropiación del espacio urbano para lograr:
"la conciencia del genocidio a partir del impacto de la imagen y de la transformación
del espacio urbano. Los edificios que definen ideológicamente a la plaza son ocupados
por las siluetas (...). El transeúnte ocasional recorre un espacio que no es el
cotidiano, es el espacio de la victoria -aunque efímera- de la rebelión ante el
poder".
Buntinx le discute: "la toma de la Plaza tiene ciertamente una dimensión política
y estética, pero al mismo tiempo ritual, en el sentido más cargado y antropológico
del término. No se trata tan sólo de generar conciencia sobre el genocidio, sino
de revertirlo: recuperar para una vida nueva a los seres queridos atrapados
en las fronteras fantasmagóricas de la muerte. (...) Una experiencia mesiánico-política
donde resurrección e insurrección se confunden. (...) Se trata de hacer del arte
una fuerza actuante en la realidad concreta. Pero también un gesto mágico en esa
dirección. Oponer al renovado poder político del imperio, un insospechado poder
mítico: el pacto ritual con los muertos".
La carga ritual atribuida a la imagen (que nos remonta a las pinturas rupestres
y a los íconos religiosos) persiste en otras lecturas del Siluetazo, incluso la
del mismo Kexel, cuando alude a la presencia mágica de los desaparecidos condensada
en las siluetas: "ellos están aquí y van a continuar estando aquí. Siempre de pie".
Al cumplirse veinte años del Siluetazo, organizamos la edición de un libro
colectivo (en prensa) y una pequeña muestra en la sala de exposiciones del CeDInCI
(Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina),
que se concretó a fines de 2003. Se trata de un espacio al margen del circuito artístico
que funciona en un centro de documentación independiente, adonde se muestran habitualmente
registros de intervenciones de arte en la calle. La propuesta era sencilla: reunir
las fotos que muestran las distintas fases de la acción en una pared, y colocar
las cinco o seis siluetas que se conservan en el archivo, en la otra. Kexel se opuso,
argumentando que:
"la exhibición de las siluetas originales en el interior de una la (...) traicionaba
el sentido mismo de su existencia. (...) Colgarlas de la pared es cosificarlas,
privarlas del contexto y del contenido y de la magia que depositaron en
ellas quienes las hicieron, quienes las pegaron en las paredes de la ciudad, quienes
las portaron en el ámbito de las manifestaciones. (...) También me parece que resultaría
en una falta de respeto imperdonable para con los mismos desaparecidos
cuyos nombres figuren en esas siluetas. No son cosas y me llena de tristeza y de
bronca que formen parte de una 'colección'".
Flores, por su parte, aclara: "nosotros nos hemos siempre negado a exponer las siluetas,
ya que lo que hay que exponer es el Siluetazo, todo el suceso".
El punto en discusión aquí es qué valor se le atribuye hoy a las siluetas, si se
las lee como documento, como registro histórico de una acción enorme que ocurrió
en un contexto preciso e irrepetible, o se entiende que esos trozos de papel pintados
portan –por suplantación- el cuerpo no recuperado de los desaparecidos.
Se trata de dos lógicas diferentes para procesar la desaparición. Una de ellas puede
leerse de nuevo en la crítica de Buntinx a la labor del Equipo de Antropología Forense,
dedicado a la paciente identificación de NN para posibilitar que finalmente los
familiares recuperen sus restos y puedan visitar una tumba, además de que esos huesos
acribillados y fracturados son la prueba de la existencia de un crimen y por lo
tanto de un criminal. Buntinx insiste en que esa "pobre materialidad" (así llama
a dar a los restos identificados un nombre, una historia, un destino, un duelo)
despoja del aura que sí otorga la silueta al cubrir "de connotaciones fúnebres las
figuras antes resurreccionales". A esta lógica responde también la negativa terminante
en esos años del sector de las Madres liderado por Hebe Bonafini a la exhumación
de las fosas comunes, así como a la reparación económica del Estado a las familias
de las víctimas. No poder reconocer esas muertes, insiste Calveiro, pone de manifiesto
el drama en su verdadera dimensión, al replicar en esa negativa de los familiares
el funcionamiento del mismo poder desaparecedor al que ellos se enfrentan.[12]
De las siluetas a las fotos
El impacto simbólico del Siluetazo llevó a que decantara ese recurso como forma
de representar a los detenidos desaparecidos. Desde entonces, mes a mes se hicieron
pegatinas de siluetas en el centro, los barrios y en ciudades del interior del país
y se volvieron a implementar como actividad central en las siguientes movilizaciones
con diferentes variantes: las siluetas se despegaron de los muros y fueron portadas
como banderas o estandartes por los manifestantes. No fue el único recurso visual
al que se apeló en esos años: manos y máscaras refuerzan la asociación entre el
cuerpo de los manifestantes y el de los desaparecidos.
Otro recurso visual cotidiano para representar a los desaparecidos desde entonces
es el de las fotos, las mismas fotos ampliadas del documento de identidad o el álbum
familiar que las Madres llevaban colgadas en sus ropas o portaban en las manos durante
sus rondas. La primera vez que se usaron esas fotos en una acción artística fue
en el verano de 1984, recién asumido el gobierno democrático. Los artistas trabajaron
junto a Madres con las fotos de sus hijas e hijos, que se ampliaron y reprodujeron
con xerografía. El álbum familiar se volvió colectivo y ambulante, y el 8 de marzo
esos rostros llenaron la Avenida de Mayo con murales de mujeres y niñas desaparecidas.
El recurso a esas fotografías tiene continuidad hasta hoy en los avisos ("recordatorios")
que todos los días aparecen en el diario Página /12, en los que los deudos
se dirigen a sus desaparecidos en segunda persona, y en la enorme bandera blanca
que acompaña las marchas por los derechos humanos desde hace algunos años.
Esgrimir esas fotos como una respuesta al anonimato impuesto por el terrorismo de
Estado es un impulso semejante al que llevó instintivamente a los manifestantes
a proporcionarle rasgos particulares a las siluetas: porque aunque las víctimas
son 30.000 y la lucha por la justicia es una sola y compartida, el dolor de familiares
y amigos tiene rostros y una historia concretos.
El legado del Siluetazo
Una pregunta final, en gran medida todavía sin respuesta: ¿en qué medida se puede
reconocer un legado de las siluetas en las prácticas artísticas de intervención
callejera recientes?
Digamos en primer término que no se trata de una referencia desconocida, aún para
aquellos que no la vivieron directamente a causa de su juventud. La transmisión
del relato y las imágenes del Siluetazo a las nuevas generaciones de artistas tiene
lugar a través de la labor docente de Flores y Kexel en la Escuela Prilidiano
Pueyrredón, dependiente hoy del IUNA (Instituto Universitario Nacional de Arte).
A lo largo de los '90 emergieron aislados algunos grupos de artistas que promovieron
acciones en la calle. Entre ellos, dos grupos de jóvenes que persisten hasta hoy,
el GAC (Grupo de Arte Callejero) y Etcétera, cuyos comienzos están fuertemente emparentados
con la aparición de HIJOS. Ambos grupos participaron activamente en la elaboración
y en la realización de los escraches. Desde 1998, el GAC genera la gráfica de los
escraches: son característicos sus carteles que subvierten el código vial, simulando
ser una señal de tránsito habitual (para un espectador no advertido podrían incluso
pasar desapercibidos o confundirse con una señal vial auténtica) e indicando, por
ejemplo, la proximidad de un ex centro clandestino de detención ("El Olimpo a 500
m."), los lugares de los que partían los llamados "vuelos de la muerte" (los detenidos
eran arrojados vivos al Río de la Plata desde aviones) o la demanda de juicio y
castigo a los represores.
Por su parte, Etcétera aportó en los escraches la realización de desopilantes performances
teatrales, con grandes muñecos, máscaras o disfraces, en las que representaban escenas
de tortura, represores en el acto de apropiarse de un recién nacido hijo de una
prisionera, un militar limpiando sus culpas al confesarse con un cura, o un partido
de fútbol que enfrentaba argentinos contra argentinos. Tanto los carteles del GAC
como las performances teatrales de Etcétera fueron en principio –e igual que las
siluetas- completamente invisibles para el campo artístico como "acciones de arte",
y en cambio proporcionaron identidad y visibilidad social a los escraches y contribuyeron
a que se evidenciaran como una nueva forma de lucha contra la impunidad.
Los escraches impusieron una estética carnavalesca a la lucha por los derechos humanos,
que había quedado excluida a conciencia del tono austero y trágico que primaba en
las primeras dos fases. (Amigo relata que cuando un grupo de anarquistas habían
incursionado por ese carril en los '80, queriendo hacer inscripciones en la Catedral,
fueron severamente reprendidos por las Madres.)
Siluetas y escraches comparten no sólo una misma lucha contra la impunidad. Al instalarse
en la calle, transforman radicalmente el espacio público. Tienen en común también
su modalidad de producción colectiva y anónima, la reinvención de la acción política,
la indefinición acerca de su condición artística. Los límites para definir si las
nuevas prácticas callejeras son o no arte se vuelven –de nuevo- nebulosos. ¿Depende
de la definición que hagan los propios realizadores? ¿De su condición de
artistas? ¿De la lectura de críticos o curadores, el juicio del medio artístico?
Quizá sea más ajustada la imagen de un reservorio público, una serie de recursos
socialmente disponibles para convertir la protesta en un acto creativo.
Surgidos después de la rebelión popular iniciada en diciembre de 2001, otros colectivos
se han sumado a los escraches. Un ejemplo, la acción "Vete y Vete" impulsada por
el grupo Arde!, cuyos participantes portaban una serie de superficies espejadas
que buscaban interpelar a los policías que defendían la Casa Rosada el 24 de marzo
de 2002 para que se sienta del lado de los manifestantes, en el mismo sentido al
que apuntaban algunas consignas del Mayo Francés. Si el procedimiento instalado
en el Siluetazo identificaba al manifestante con el desaparecido, acá se busca interpelar
la condición "popular" de los integrantes actuales del cuerpo represivo.
Para conmemorar a los cinco asesinados que cayeron en las inmediaciones de la Plaza
de Mayo a causa de la salvaje represión del tambaleante gobierno de De la Rúa, que
renunciaría horas después, el GAC realizó placas recordatorias mes a mes –ya que
eran removidas por la policía-. El cemento y los azulejos son materiales menos perecederos
que los de las siluetas pintadas sobre papel o trazadas en el pavimento, pero la
asociación (y la proximidad geográfica) entre estas lápidas sin tumba y la silueta
de Dalmiro Flores es inevitable. La misma plaza, la misma represión salvaje.
Una cita explícita a este legado es la que está inscripta en las siluetas de Hugo
Vidal compuestas por fragmentos de platos blancos rotos, que pudieron verse dentro
del circuito artístico (en galerías, en ArteBA) y más tarde en el piso del Puente
Pueyrredón, en junio de 2005, durante el acto de homenaje a Kosteki y Santillán,
los dos jóvenes piqueteros asesinados por la ilegal represión policial tres años
antes, planteando así la extensión del símbolo a otras "desapariciones", algo semejante
a lo que ocurre con la acción de Las patas en la fuente, en 1995. La silueta se
universaliza y reactualiza en otros crímenes, injusticias o ausencias. Los nuevos
desaparecidos, escribe Vidal, son los desocupados. Él mismo, junto a Cristina Piffer
y a los integrantes de Arde! realizó una acción en las inmediaciones de la feria
de galerías ArteBA en su edición del 2004, interviniendo con pintura negra los carteles
que la promocionaban para lograr resaltar las siluetas blancas y vacías que aparecían
como espectadores. Ponían así en evidencia lo que podía estar latente en ese cartel
publicitario. Algún anónimo, a su vez, había pegado sobre esos mismos afiches una
hoja recordando a un artista desaparecido.
Las siluetas persisten, entonces, como un recurso consabido, reconocible, un código
compartido para aludir a los desaparecidos, pero también a casi tres décadas
de continua lucha por la justicia y la verdad.
Contrapunto
Mi amigo José es el nombre de la videoinstalación (o página musical VHS)
que Diana Aisenberg presentó en 2005 como primera entrada de la sección "nombres
propios" de su Diccionario de Historia del Arte. En ella cuenta fragmentariamente
una historia de vida, la de un querido amigo de su infancia, desaparecido siendo
ambos adolescentes. El relato se construye a partir de pequeños rastros que le enviaron
familiares y amigos de José: juguetes y objetos cotidianos que todavía conservan
su madre y su hermana, detalles como el color de la colcha de su dormitorio, anécdotas
divertidas sobre su empleo como heladero ambulante o el recuerdo de cómo entraba
la luz por su ventana a la hora de la siesta. "Quisiera recopilar cualquier recuerdo
afectivo, cotidiano, humano de esa persona que es él todavía hoy para mí", decía
su invitación a participar en este ejercicio de memoria.
Un contrapunto entre las siluetas y "José" permite distinguir estrategias de representación
de los desaparecidos, a partir de una serie de oposiciones no excluyentes: lo masivo/
lo particular, lo anónimo/ el nombre propio, el reclamo de justicia/ el recuerdo
íntimo, la instancia perpetua de la desaparición/ la biografía previa. Ninguna de
estas estrategias resulta en sí misma más acertada o eficaz que la otra. Más bien,
sus contrastes ayudan a pensar en los distintos momentos de la elaboración colectiva
y personal de un duelo tan difícil.
Los treinta años del comienzo de la última dictadura militar se cumplieron en marzo
de 2006 en medio de una profusión de manifestaciones (actos, publicaciones, muestras
artísticas), muchas de ellas alentadas desde el Estado mismo. En ese marco, en el
Centro Cultural Recoleta se presentó un conjunto de exposiciones bajo el título
general de Estéticas de la memoria. Las reminiscencias a las siluetas fueron
allí ciertamente abundantes, no sólo como registro de aquellas acciones callejeras
de los '80, sino como forma más o menos convencionalizada de representar al desaparecido.
En medio de esa profusión, quisiéramos llamar la atención sobre una silueta, la
que construyó Javier Del Olmo. Su referencia al Siluetazo es inequívoca (en la escala
natural, en la disposición en la pared a la altura del espectador), aunque esta
vez la imagen fue construida con un sinfín de etiquetas autoadhesivas superpuestas.
Cada una llevaba la impresión de un sello distinto: un nombre propio, el de una
de las 1888 víctimas de la represión política en democracia.
Las siluetas persisten como un recurso consabido, reconocible, un código compartido
para denunciar la existencia de los treinta mil desaparecidos, pero también una
huella que se resignifica con la denuncia de nuevas víctimas de la impunidad, la
persistencia de la represión, las nuevas formas de la desaparición a lo largo de
las últimas tres décadas.
Notas
1 Este texto anticipa algunos pasajes de la Introducción al libro colectivo
El Siluetazo, de próxima aparición en la editorial Adriana Hidalgo, Buenos Aires.
2 También AIDA-Suiza organizó en 1982 una marcha con los manifestantes
vestidos de negro y el rostro cubierto por máscaras blancas, idea que es retomada
en posteriores marchas de las Madres. Fercho Czany recuerda que fue de Europa que
llegaron no sólo la idea de las máscaras sino también la de las manos.
3 Testimonio del grupo recogido por C. López Iglesias.
4 Hernán Ameijeiras, "A diez años del Siluetazo", en La Maga, 31 de marzo
de 1993.
5 Aguerreberry, Flores y Kexel, "La idea".
6 Roberto Amigo, "Aparición con vida: las siluetas de detenidos-desaparecidos",
en: Arte y violencia, México, UNAM, 1992. Véase también su artículo "La Plaza de
Mayo, Plaza de las Madres. Estética y lucha de clases en el espacio urbano". En
AA.VV. Ciudad/Campo en las artes en Argentina y Latinoamérica, Buenos Aires, CAIA,
1991, pp. 89-99.
7 Gustavo Buntinx, "Desapariciones forzadas/ resurrecciones míticas",
texto incluido en este volumen.
8 Pilar Calveiro, Poder y desaparición, Buenos Aires, Colihue, 1997.
9 Según distintas versiones, la sigla significaría "Grupo de artistas
socialistas para la transformación del arte en revolucionario" o "Grupo de Artistas
Socialistas- Taller de Arte Revolucionario".
10 "Colectivo de arte participativo tarifa común", sigla que encierra
un chiste en base al doble sentido de colectivo como grupo y como transporte público
de pasajeros.
11 Entrevista a León Ferrari realizada por A. Longoni, 24 de mayo de
2005.
12 Calveiro, op. cit.