El afán de una escritura
José Luis Arce (Córdoba)
el invernadero del yo
El duende del artista habita entre lo inteligible y lo sensible. Ernest
Junger decía que al hombre de la época sólo le es dado fabular la aventura y vivir
la catástrofe. Su mirada sobre las cosas sólo es posible desde el invernadero del
yo, desde una intimidad, no a salvo, pero sí a distancia de la catástrofe que contempla.
El espacio de un 'entre’. Los griegos tenían una palabrita: la epoché o epojé, que
significa 'suspensión del juicio’ para estar mentalmente calmado, presto a un recepción
objetiva. Sería la forma de evitar el engaño de los sentidos, para de esa manera
percibir el mundo y sus esencias como realmente son. Todo el sistema del artista:
su mirada, su capacidad, su criterio, su base biológica y psicológica, todo lo que
constituye su sistema de visión y creación, están entre la experiencia y el mundo.
La epojé pone entre paréntesis toda la doxa, las opiniones percudidas, los juicios
vulgares respecto a la relación experiencia-mundo. Ese 'entre’ es el mundo de lo
imaginal en cuyo funcionamiento los dos términos se transforman –imaginalmente-
en uno. Las cosas, la realidad, dejan de ser ingenuas en tanto el mundo no es independiente
de la mente y las cosas no son tal como aparecen. La realidad ya no es objetiva
o subjetiva sino un tercer término incluyente. Según pueda hacerse cabeza de playa
en ese terreno, también cobra dimensión toda esa cultura rechazada, prejuiciada
por el dualismo occidentalista. Es verdad que algunos ingenuos insistentes, la toman
literalmente, sin rigor simbólico o científico y generan poderosas falsificaciones,
como por ejemplo retomar cándidamente la alquimia o la astrología renacentista y
no su dimensión simbólica y profunda. Quiero decir que a nivel de la historia hay
esas zonas 'intermedias’, cargadas de claves de la tradición cultural del ser humano,
zonas reprimidas que expresan de alguna manera lo que el hombre no quiso seguir
pensando. Una historia cargada de aquellos 'infraleves’, de los que habló Duchamp,
que parecen claves herméticas de la historia y que el hombre/mujer desde esa región
imaginal emplaza en posición profética, visionaria. Si se quiere, los estados Rimbaud,
Van Gogh, Artaud. El estado gnóstico que el cristianismo triunfante ocultó, reprimió,
negó. Trato de decir que a esa zona se puede acceder con un absoluto rigor, sin
necesidad de crear una realidad doble, alienadora y a la medida de las necesidades
de nuestra neurosis personal. Una zona de investigación denostada y prejuiciada
por el positivismo y la tecnocracia oficial. Esa zona abierta es la que algunos
viven como territorio de mutación permanente, la de la creación impostergable. Una
zona de poesía.
el nacimiento de las imágenes. territorios de mutación. agenciamiento.
El teatro discursivo está influenciado por la narración ejemplar y aleccionadora
y lleva a imponer criterios morales pre-establecidos, no sólo a imponer una moral
establecida, dogmática, sino a responder a un canon. El principal valor que surge
es que está bien en la medida que se cumplen esas reglas. Linealidades como estas
son las que combate fuertemente Deleuze cuando propone un acto deseante en tanto
al deseo no hay que interpretarlo, sino experimentarlo. La experiencia queda asociada
según esta lógica al instante, a lo diacrónico antes que a lo sincrónico. Ahora,
si en el sistema occidental es el autor el mandamás de la discursividad, de lo que
digo implicaría que el autor resulte en ese sentido, jaqueado en sus coacciones.
Jaquear al autor está relacionado con favorecer la multiplicidad y es lo que deja
traslucir el famoso artículo sobre 'el autor’ de Foucault. Esto se hace revelador
si pretendemos deducir que lo narrativo por esto no va a quedar ligado a las condiciones
que impone el deseo. Yo creo que la narración en tanto arte no deja de lado el placer,
pero en la medida en que su lectura se transforma en una experiencia (v.gr. Sade).
Esta experiencia (la de la lectura) uno la imagina en la época romántica, cuando
no había tele ni cine, y entiende las intensidades que alcanzaba y el campo de lo
imaginario que cubría. La prosa en el siglo XIX era un camino casi alternativo a
la poesía que en su insistencia retórica, en la exageración de la fioritura, había
coagulado el gusto. La prosa de los Stendhal, de los Flaubert abría un nuevo surco
perceptivo. Pero estamos en el XIX donde esa experiencia en su talante convencional
ya no agrede la piel con lo desconocido sino a lo sumo con la mentirita piadosa
y estética de responder con buena conciencia y seriedad a las reglas mundanas del
arte. Digamos aquí que no se puede hacer la revolución con gente que se conforma
de ser revolucionaria. Uno al moverse con estos preceptos debe entender que tantea
un poco. Es como ponerse ya no en lo pre-expresivo como dice Barba sino en lo pre-analógico.
Uno no presupone a la imagen sino que la inventa en el momento, la crea, ya que
aún existiendo de antes, lo que me ocurre es que recién la veo ahí. O sea, se alteran
los presupuestos de la ley de equivalencia. El deseo desafía -digamos- a lo que los
escolásticos llaman una 'singularidad concreta’. Deleuze habla de 'estismo’ (de
ésto), de haecceidad. En esta lógica no-lineal nos conviene plantear principios
de agenciamiento antes que de estructura. Los primeros son móviles, los segundos
fijos. Toda esa zona de agenciamiento para una experiencia de creación, donde interviene
todo un grupo de personas, constituye un territorio de mutación. Mantenerlo como
tal es la ética de la que debiéramos hablar, donde el valor es primero si se mantiene
tal movilidad o no. Y para no caer en las trampas que plantea la linealidad hay
que poner la potencia no en el objeto de deseo sino en el desear mismo. La singularidad
de cada miembro interviniente en ese grupo colabora o no a esa potencia. Sostener
ese campo de mutación es lo que puede asociarse a una forma de revolución permanente.
el impulso a la escritura escénica o el vientre putrefacto de las
ciudades.
El post-junguiano James Hillman dice que la ciudad es la psiquis y que
esta existe en sistemas relacionales y no en Métodos o Estilos o Escuelas. Esta
precedencia quiere decir que lo experimental es una de-culturización, un despojamiento,
un sinceramiento y no una nueva codificación que necesita de las venas consagratorias
de la ciudad. Agrega que en tanto la ciudad es la psiquis, ésta no está en nosotros
sino que nosotros estamos en ella. Decimos la palabra pero entendemos que sólo hablamos
dentro de su multifacético haz de flujos, en algunos susurros posibles y a la mano.
No logramos agotar la palabra. La palabra no sólo es la psiquis, esta misma es la
ciudad. Movernos por sus callejas o intersticios es movernos por algunos de sus
susurros y no de todos. De ahí que sea tan atendible la no participación de la ciudad,
ya por exclusión o auto-exclusión. Es cierto también que cuando nos quedamos sin
palabras, es cuando más insistimos por recurrir a ellas. Ya Ezra Pound decía que
cuando se desea algo que no se tiene o que los demás no ven, usamos palabras.
Como contraparte, no manifestar lo que se piensa, esto es, no expresarnos
lleva a que lo no dicho, lo acallado quede guardado, pudriéndose dentro nuestro
y expandiendo su putrefacción a toda nuestra interioridad. Trasladémoslo también
a la ciudad. Además, por no poder ser dicho, implica que lo silenciado no tiene
valor, es condenable, es un mal signo. Buscar el silencio ante el ruido es distinto
a dejar descomponer dentro de nosotros lo que no se puede decir. El silencio que
guarda el secreto de mi no decir, es un signo parecido al que se produce en la radio
o la TV cuando por algún percance, nadie sale al aire o enmudecen las voces de los
locutores. El silencio es el pánico del medio, el horror del locutor y el de productor
que temporaliza económicamente por segundo (muy pronto por milésima). Ese vacío
se mezcla a un sinsentido que mata al medio. Es que tragarnos lo que pensamos es
internalizar lo putrescible, es debilitar nuestra capacidad sana de oponernos a
lo que no acordamos. Esa internalización es subestimatoria (a nadie le gusta comer
mierda, aunque están los burgueses coprofágicos de los '120 días de Sodoma’ de Pasolini,
a los que les encanta) y nos deja débiles e inermes a los mandatos externos. Hay
un aspecto aquí remarcable: la expresión oral no registra la armonía que trasunta
la melodía del alma, de ahí la necesidad de escritura.
hacia otra escritura del mito.
Hablar, tener lenguaje le hizo sentir al ser humano lo propiamente humano.
Escribir, pasar a la industriosidad de la escritura, lo hizo sentir Dios, ya que
antes era un portavoz, pero ahora un creador. El retiro de la oralidad antigua podría
compararse en la modernidad al retiro de los dioses y a la pérdida del misterio
poético, a lo maravilloso dirían los surrealistas. Es deponer que la singularidad
es el Sentido. La escritura individualiza, da testimonio del individuo que se aleja
del arquetipo, del mythos. La mano que escribe, el cuerpo que traza, deshace la
trama envolvente que teje el imaginario oral. Mythos en griego viene de trama, pero
lo cierto es que el mito no es que empieza a morir con la escritura, porque el mito
vivió de codificaciones visuales, reales o virtuales, si es que el imaginario o
el sueño pueden considerarse así. Los actores practicamos una pseudo-habla en tanto
(por lo general) nos basamos en un texto escrito que como oralidad escénica conlleva
la muerte del mito. El habla escénica se alimenta de un duelo. Es como se dice:
la palabra oral muere para que otra viva. La palabra manufacturada, la de los literatos.
Onanista en el sentido que postula la satisfacción de un Yo y en que se basa en
una mano que fricciona y por ello se relaciona a una industriosidad, al mundo de
la mano que satisface a una individualidad, a un goce manufacturado. El locutor
escénico que todo actor es, practica una falsa autonomía que trabaja como habla
la escritura. Su falta de arte a veces radica en ignorar el artificio. Él no miente
sino que opera un artificio. Digo que no está llamado a creerse algo en lo que no
cree, sino en alimentar el artificio que lo potencia a matar el miedo a ese silencio.
Hay otra industriosidad, otra voluntad de escritura, otra actitud compositiva. Todo
lo dicho previamente para llegar a la obra de un grupo que creo hilvana con su experiencia,
los planos estéticos tratados. Me refiero al Grupo La Resaca dirigido por Marcelo
Massa.
los días con la resaca
El término composición hace referencia a estructuras visuales y rítmicas
propias de la notación en el espacio. Pertenece a esa música volumétrica asociable
a la tridimensionalidad del espacio, por qué no a su cuarta dimensión, a la que
en arte sólo se llega en virtud de riesgo experimental, de alarde intuitivo. Y estos
luego, sólo pueden mensurarse por su eficacia. El grupo La Resaca ha planteado una
obra que bien puede analizarse desde una antropología visual de la ciudad, desde
un 'entre’ de las artes témporo-espaciales, donde ese diálogo tónico del que hablaba
Henri Wallon, y ese diálogo de formas que podemos agregar nosotros, dan sustento
a una dramaturgia de imagen concebida ya desde el movimiento, ya desde la relación
de los entes psicofísicos, que generan una conciencia somática alternativa a la
corporalidad alienada de los realismos interpuestos. Como ningún otro equipo impuso
un registro ideogramático en el fraseo espacial, en el rigor corporal de los intérpretes
que -valiéndome de palabras de Jean Le Du-, vino a significar que "el lenguaje del
cuerpo sustituye al lenguaje sobre el cuerpo"1, y en este sentido, su trabajo alcanzó
ribetes contra-institucionales, de construcción de una teatralidad autopoiética,
objetivada en una poética concreta. Ya no la ilusión del saber cantar, bailar y
actuar como esquema proyectual e ilusorio al que apelan los productores mundanos
de la industria teatral, sino a una corporalidad integral que resiste las manipulaciones
usufructuantes de los mercaderes. Una corporalidad entrevista detrás de las brechas
de Guernica2
(1999), de los dobles proyectados verticalmente o de los cuerpos-objetos arrojados
sobre los espejos de Las Fieras, síntesis de un momento (2001), o
del horizonte aéreo El gigante de Alberti (2003) o de las escenas ocultas
de La sangre es más dulce que la sangre (2003). Marcelo Massa cruza la tradicional
marcación escénica con planteos desestructurantes de la propia teoría establecida
para el movimiento, ya sea de la danza o del teatro. Buscando, si el cuerpo se ha
cosificado, el sex-appeal de lo inorgánico (Mario Perniola). Su presencia conmueve
la buena conciencia escolástica y el catálogo del buen coreógrafo, donde la impugnación
de límites fructifica en un estallido que desborda los esquemas de análisis acostumbrados
de la danza o el teatro. Su postura por transversa es perversa (per=a través; versa=ir
hacia. Ir transversalmente hacia algo). La Resaca trabaja en una 'zona de clivaje’,
un punto de fractura donde el cuerpo es susceptible que devenga acto de conciencia,
separándolo de las degluciones de los objetos o de un mundo, más aún, contestándoles
con una corporalidad que en sí misma y en su capacidad de forma, diseña, proyecta,
simboliza hasta exceder el simple mecanismo de reflejos. Esta vertiente, no del
todo analizada hasta la fecha, porque en verdad carecemos de aparatos de legitimación
como los que consagran a una u otra tendencia de un día para otro en Buenos Aires,
está relacionada con el golpe de mano que implica un espacio nuevo de producción
del signo escénico en nuestro medio. Habrá que pensar que el precio de la franja
abierta en estos diez años de trabajo ininterrumpido y en no pocos casos con resoluciones
francamente sorprendentes en su registro poético, lleve incorporada un cierto grado
de incomprensión de sus críticos, desafiados a dar algún día, un mejor esfuerzo.
En el puñado de obras realizadas hasta ahora, el espacio virtual se
incorpora a veces obturando la mirada (Guernica), o más que despegando los
cuerpos a un vuelo, incorporando el aire, lo aéreo (en los sendos homenajes a Dalí
y Alberti del 2003) como ingrediente dramático. Para ello el arriba y el abajo,
la derecha y la izquierda, el adentro y el afuera (v.gr. Cabeza Quemada3),
esto es, los términos duales, realistas, son desbordados por una performatividad
escénica donde la forma se busca a sí misma, generando una sensación de nuevos equilibrios,
de nuevas sustentaciones, de equilibrios precarios que obligan a una posición alerta
y despierta ante la entropía de las formas perimidas. En toda composición hay una
lógica que se guía por esos principios configurantes pero los horizontes tanto visuales
como emocionales, no responden a una geometría que asocia esos planos poco menos
que a un concepto del bien o del mal ya estructurados. El rigor de la danza en el
espacio teatral, antes de generar una danza-teatro, funciona primero como una provocación
a la disciplina del actor. No sé si interesan tanto los calificativos que acompañan
a un género (en este caso la eventual y equívoca danza-teatro) como esa post-producción4 del gesto, del tono, de
la dinámica de la corporalidad de una época o de la simple dinámica del 'estar’
en escena. La Resaca sistematiza, naturalizando en este medio, la inter-acción bailarín-actor.
Los campos analógicos o seriales de cuerpos superpuestos, de cuerpos
a punto de ser secuestrados por las nuevas tecnologías, desafían a una corporalidad
antes que a un concepto de la visualidad. Lo visual en tanto propuesta estética
de la imagen, es sólo una consecuencia dentro de un campo de interrogantes, donde
trabajar con el cuerpo no es lo mismo que trabajar el cuerpo.
La equivalencia de un concepto con una imagen corporal, por sucesión,
oposición, repetición, hace también que coordinación y movimiento rindan escénicamente
como medios biomecánicos de conocimiento. La onda corporal es una onda reflexiva.
La corporalidad de Guernica, como sistema cerrado, guarda en su obsesiva
precisión, un testimonio de una fragmentariedad que la filiación al cuadro de Picasso,
fuera de estilizaciones cultas, da cuenta de una unidad post-apocalíptica. Es la
certificación de un estallido. Por las ventanas del Guernica de Massa uno
ve pedazos, pero también la chance de un cuerpo sin órganos (Artaud-Deleuze), el
cuerpo que se une y modula a base de intensidades. En esa obra, el director nos
propone un juego de pliegues, donde el arte anida en el arte. La plástica y el diseño
que remiten a la pintura. El código de puntuación que remite a la literatura. La
estrategia oblicua que remite a una mirada en los bordes.
En la serialidad de algunos de los recursos que apunto de esa obra,
uno podía concienciar que una nostalgia re-iterante (iterar=repetir) que al alimentar
el recuerdo de un desastre recurrente con la experiencia actual, modifica, aún cuando
ese recuerdo pueda ser el mismo, no sólo a la percepción de aquel recuerdo, sino
y lo que es más notable, al de nuestro propio estado presente. La repetición guarda
en su seno la semilla de lo distinto, del cambio. El efecto plástico del cuerpo
percutante, agente de esa repetición, como pequeña máquina de escritura, una pequeña
máquina autopoiética consciente de que en el lenguaje el hombre se siente humano,
en la construcción de una escritura (escénica en este caso) dirime el dilema de
ser sólo un portavoz, para ser un creador. Hay como resultado de esto una emergencia
abductiva, un acting out que se postula como singularidad. Frente a la masificación,
la singularidad es el sentido. La singularidad es la poesía.
Una estética como la que cultivó estos años La Resaca rinde tributo
a la ambigüedad, a la paradoja, porque es palmariamente claro que con lenguajes
como el suyo, ha llegado el fin de una manera de ser político con formas discursivas,
didácticas, por eso mismo plúmbeas. Con La Resaca el espectador cultiva una erótica
de voyeur. Por su mirilla de peep-show, puede darse en este sentido,
el obturamiento de lo visual, un recorte con lo que Massa focaliza, como en Guernica
con lo escenográfico, en Dalí con el traslado entre espacios penumbrosos, en Cabeza
Quemada con la disociación visualidad-sonoridad-comprensibilidad. Recordemos
que 'focalizar’ viene de fuego del hogar, de estar junto al fuego. Focalizar, como
en este caso, entraña entibiar una idea, donde el código de puntuación opera como
el punctum5
de Barthes, a través del cual se establece lo que hiere, lo que pincha la sensibilidad
desde una imagen, y que puede entenderse aquí como la notación que guía un teatro
de imágenes. Toda sintaxis establece una obturación, un recorte, una elección. Los
códigos visuales de una dramaturgia de imágenes, establecen una obturación de la
ilusión visual, especular. Massa, con tales focalizaciones subraya un sentido donde
la mirada abierta puede ser cómplice de las difuminaciones de aquel. Eduardo Grüner
dice: "Ya se sabe que es el ojo el que se apresura a cerrar un sentido allí donde
la Mirada se esfuerza por abrirlo"6.
Un estrechamiento para ver más. Un mirar en los trasfondos. El fin de una mirada
regalada. Se trata de un mirar oblicuo, curvo, quebrado. El fin de la mirada masificada
con formas lineales o planas. La Resaca es un grupo de la era de las geometrías
cuánticas, fractales. El sistema óptico interpuesto, ampliará la monstruosidad o
pequeñez de tales trasfondos. A veces para mejor mirar y hacerlo más agudamente,
entrecerramos los ojos. Tal oclusión, como pasadizo de cornisa, Massa lo propone
también en el manejo del tiempo, donde la intensidad deberá rendir en profundidad,
con nuevos vértigos. Además, una imagen fuerte, no se olvida. También se puede obturar,
velando, para hacer más visible algo. En el sentir paradojal, no se opta por un
sentido u otro sino por los dos al mismo tiempo. "La paradoja destruye el sentido
único, el buen sentido" (Deleuze). El efecto paradojal destruye el sentido común
como asignación de identidades fijas. En los dibujos de Escher, por ejemplo, uno
puede ver una figura geométrica o una paloma al mismo tiempo, y como ya lo dije
arriba, según como focalice la visión.
Dicho patológicamente, esta sociedad padece una anosoagnosia7
(ausencia de conocimiento de su corporalidad) en tanto vive su cuerpo como un cuerpo
fantasma sin asumir su falta, o porque cuerpo de verdad son los que tienen los modelos
impuestos por los medios. Parte de la violencia contemporánea surge de golpear al
propio cuerpo al que no se siente. Herirlo, violarlo, quitarle o agregarle partes
para que rezume algo de verdad. La limitación del cuadro perceptivo se traduce en
limitaciones corporales y viceversa, como generar presencia es parte de un desafío
para cualquier colectivo teatral actual. La Resaca usa la imagen como el niño, en
el nacimiento de su Yo, quien a través de lo sonoro entiende la presencia dentro
de una espacialidad. Me explico: Cuando el niño en el proceso de discernimiento
frente al espejo gira para ver a su madre que le habló desde atrás y que un instante
antes veía reflejada en aquel, produce esa separación fundamental en su maduración
perceptiva. Ese momento en que estalla la ilusoriedad de las réplicas mecánicas
y miméticas, llevan al grupo dirigido por Massa a aportar una espacialidad sortilégica,
donde el cruce ortogonal de lo horizontal y vertical se nutre también de la oblicuidad
de la entrelínea, de la hendidura, de la entrevisión propia de la poesía. Es el
momento de la fe escénica en donde la autonomía de lo creado y construido, cobra
la fuerza e identidad de lo que nos habla. Es el momento en que lo creado habla
por sí mismo. Guernica es uno de los espectáculos más trascendentes del teatro
cordobés de los últimos años, porque representa este traspaso, esta transducción
donde el impulso arcaico se hace sueño (otros dirán, como decía el Profesor Revol,
donde la poesía se recupera como misterio8), se resuelve en imagen. El teatro como
lugar para ver encuentra a veces a los que hacen posible que se pueda ver. El teatro
sino, puede ser un lugar demasiado oscuro. La felicidad de La Resaca estuvo siempre
ligada al territorio de las iluminaciones y al campo expandido que los ha desclasificado
como miembros supernumerarios de las listas de quienes se empeñan en comunicar lo
que ya sabemos.
Cuando se pelea por las imágenes, se genera el animismo que nos convence
de la vida que portan. Al decir 'cuerpo fantasma’ se defendería aunque sea en germen,
la idea de que el cuerpo, pese a todo, entreve algo, aunque todo un sistema perceptivo
lo oculta. En el no-lugar de los espacios alienados se postula un no-cuerpo que
se invisibiliza, pero que el arte de una prestidigitación escénica legaliza sancionando
como corporeidad cierta, a través de un rito de presentificación, de e-videncia.
Luchar por el cuerpo es luchar por el presente, la materia prima de nuestro arte.
A las puertas de la tecnología virtual, La Resaca levanta una corporalidad que clama,
un cuerpo que grita. A las puertas de los reinos de 'lo post-humano’, con el cyborg
a la vuelta de la esquina, La Resaca levanta la prótesis natural del movimiento,
el código poético coreográfico de una escena que se vive a sí misma.
Frente a las líneas impolutas de la danza clásica o neoclásica, y del
puritanismo formal de la tradición escolástica, Massa deviene un coreógrafo reo,
un polizón que asalta el movimiento escamoteante que silencia su voz en el estilo.
Massa raspa la piel y la quema, la ampolla, la infecta. Con ello le ha bastado para
reasignar como digo, no desde los estilos, sino desde la propia corporalidad, un
concepto que no cura dentro de la tradición las escoriaciones sufridas por el canon,
sino que sus acciones reconstructivas participan de aquellos que nos hacen pensar
que este mundo nos debe cosas por vivir y que hay quienes están dispuestos a saldar.
Notas
1: El cuerpo hablado, Jean Le Du. Editorial Paidós, Colección Técnicas y Lenguajes Corporales.
2: Espectáculo
de La Resaca basado en la célebre pintura de Picasso.
3: Obra de Marius von Mayenburg producida por
La Resaca y dirigida por Marcelo Massa.
4: En el sentido que le da Nicolás Bourriaud
en su libro Postproducción. Adriana Hidalgo editora.
5: Cámara lúcida, Roland Barthes. Editorial
Paidós, 2003.
6: El sitio de la mirada, Eduardo Grüner.
Editorial Norma (2006).
7: El cuerpo, Michel Bernard. Editorial
Paidós (1980).
8: Pensamiento arcaico y poesía moderna,
Enrique Luis Revol. Editorial Assandri (1960).
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