El último fuego
por Liliana B. López (IUNA-UBA)
Autora:
Dea Loher. Traducción de Soledad Lagos
Elenco:
Mario Petrosini, Claudia Cantero, Claudio Martínez Bel, Mónica Driollet,
Tatiana Sandoval, Carolina Tejeda, Alberto Montezanti, Germán Rodríguez y
Guillermo Aragonés.
Escenografía:
Alicia Leloutre y José Escobar
Diseño
de vestuario: Rosana Bárcena
Música
original: Cecilia Candia
Diseño
de luces: Ricardo Sica
Diseño
de imagen: Liliana Cáceres, Alberto Montezanti
Fotografía:
Alberto Montezanti
Asistencia
de producción: Alejandro Barrateli
Asistencia
de dirección: Analía Fedra García
Dirección
y puesta en escena: Ana Alvarado
Sala:
Espacio Callejón
La directora Ana
Alvarado reafirma una vez más sus dotes para la búsqueda inquieta: puede pasar
de una instalación a una performance, a un texto de Brecht atravesado por el
teatro de objetos –una de sus especialidades- a una puesta en escena con un
texto cargado de densidad poética. Este último es el caso de El último fuego,
de la joven dramaturga alemana Dea Loher. Con nueve actores en escena –una
apuesta fuerte para el espacio independiente- dispuso sobre el espacio una
pequeña comunidad, casas, calle, zonas marginales, para contar un relato en
forma muy particular.
Siendo un texto
poético, no tiene acotaciones que indiquen espacio o situación, incluso los
personajes son voces, a veces indeterminadas en su enunciación, como el
“Nosotros”. Alvarado resolvió este desafío mediante un enunciador escénico, un
narrador que circulaba entre los otros personajes, de modo presentativo (Mario
Petrosini) Pero todos asumen la voz de la memoria de una colectividad
fantasmática, detenida en un hecho trágico ocurrido un tiempo atrás, en el que
un niño fue atropellado.
Paradójicamente, o
quizás como un alerta del devenir de la memoria social, el miembro más anciano
de “la familia de la desgracia”, la abuela del niño atropellado, padece
Alzheimer (Mónica Driollet). Compilar la historia incluye la pregunta por la
causa de la catástrofe. No hay respuesta, pero sí debate sobre la causalidad o
causalidad de los hechos. El padre (Claudio Martínez Bell) juega a la lotería,
para no ganar, porque la casualidad exime de culpas. Mientras que, la madre, Susanne
(Claudia Cantero) añora a Dios.
En el hecho, la
temporalidad es determinante: el “accidente” es un nudo de circunstancias
coincidentes en las coordenadas espacio-temporales, que son revisadas una y
otra vez, sin que se pueda acordar un factor determinante. Un bache, un
terrorista que huye, una mujer policía que confunde un vehículo (Tatiana
Sandoval), un adicto que roba un auto (Germán Rodríguez), alguien que lo
consiente (Carolina Tejeda), un extranjero que se convierte en testigo
involuntario (Guillermo Aragonés), un niño que se asusta, un mediodía de luz
ardiente. Como suele suceder en casi todos los grupos sociales, se busca un
chivo expiatorio, un responsable. Éste es Olaf, un joven que permanece
semioculto durante casi toda la representación (Alberto Montezanti).
La puesta en escena
se inscribe en la forma-trayecto: el espacio escénico presenta diversas zonas,
que corresponden la casa de “la familia de la desgracia”, la pensión donde se
aloja el extranjero, la casa de la dueña del auto, la “cueva” de Olaf, la
calle, pero no hay barreras visibles entre ellos. Los actores realizan recorridos,
en distintas velocidades y ritmos (lentísimo, el de la abuela, acelerado, el de
la mujer-policía) desplazándose en forma continua, aún entre los espectadores.
La memoria personal deviene intersubjetiva, colectiva, en esos trayectos que
remiten al mismo día, al mismo hecho, para no olvidar.