El rastro
Daniela Berlante (IUNA-UBA)
Sobre la novela de Margo Glantz
Con Analia Couceyro y Rafael Delgado
Asistencia de dirección: Ernesto Donegana e Ignacio Bartolone
Producción: Mónica Paixao
Dirección: Alejandro Tantanian
El Rastro
es esa clase de espectáculo que pone a prueba la tensión que experimenta la literatura cuando despega del soporte en el que fue concebida, la novela en
este caso, y migra hacia el territorio del teatro.
Por obra y gracia de sus hacedores, Alejandro Tantanian en su calidad de director, y Analía Couceyro como actriz protagónica, ambos habituados a este tipo
de operatoria (pensemos en él y Dostoyevski y en ella y la gran Clarice Lispector, por ejemplo), la novela de la mexicana Margo Glantz pasa a tener tanto o
más estatuto dramático que un texto concebido especialmente para el teatro. Esto viene a reconfirmar que no hay textos "teatrales", que la teatralidad es
un proceso que depende de factores que exceden largamente la condición dramática del texto de partida (cuando lo hay). La teatralidad -me animaría a decir-
es una conquista y El Rastro lo consigue.
En el precioso marco natural que ofrecía la plaza Spivacow en el Museo del libro y de la lengua, donde se estrenó, entre los sonidos de la ciudad, cuando
la luz del día empieza a declinar se impone la presencia de una actriz inmensa que crea el espacio desde un cuerpo afinadísimo y los resonadores de una voz
que es pura proyección.
Nora García-el personaje- regresa a su pueblo para asistir al entierro de quien fue su marido y en el marco de la ceremonia del adiós nosotros,
espectadores, resultamos ser también partícipes del rito. Tal vez el efecto se desencadena a partir de la mirada tan intensa de la actriz que nunca deja de
indagar a los presentes o a la del cellista, Rafael Delgado, quien desde las cuerdas de su instrumento dialoga con Nora García imprimiendo el tono
melodramático que se juega en El Rastro. Ahí uno percibe otro rastro, el de Tantanian, director, en su doble condición de músico y hombre de
teatro.
Ya cayó la noche y los corazones lastimados de la protagonista y el muerto resuenan al compás de una última curda que emerge doliente, casi como una
huella, de las delgadas cuerdas que tejieron el espectáculo.